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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (19 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Nunca olvidaré el ruido ensordecedor que poco después se produjo como consecuencia de esta acción.

—¡Arrastra el depósito tras de sí! —murmuró la horrorizada jefe de cocina, cuando nos personamos en el lugar en cuestión.

El penetrante olor de gas que había en la cocina nos indujo a renunciar a futuras ataduras. La aversión de
Jonathan
hacia las cuerdas resultaba evidente y desde entonces lo dejamos que sin impedimento se entregase a sus actividades detergentes. De algún modo se nos ocurrió la idea de que, habiendo sido producido en Israel (como una especie de Sabre), disponía de una indomable voluntad de libertad. Casi nos sentíamos orgullosos de él.

No obstante, una vez que por añadidura era un sábado por la noche, día en que, como de costumbre, tenemos unos amigos a cenar con nosotros,
Jonathan
penetró en el comedor y molestó a nuestros invitados.

—¡Fuera de aquí! —le gritó mi mujer—. ¡Fuera! ¡Ya sabes dónde está tu sitio!

Esto era, naturalmente, ridículo. La inteligencia de
Jonathan
no llegaba a tanto, como para que pudiera entender el lenguaje humano. En todo caso, me pareció más seguro hacer que se parase en el mismo sitio en que se encontraba, pulsando rápidamente el botón de alarma.

Cuando nuestros invitados se hubieron ido, puse en marcha a
Jonathan
para conducirlo de nuevo a su sitio. Pero parecía estar resentido por la forma como lo habíamos tratado y se negó a obedecer. Tuvimos que darle primero algunas piezas para lavar, antes de que se pusiera en movimiento…

Amir se había ido haciendo amigo poco a poco de
Jonathan
, se encaramaba encima de él en cualquier ocasión y lo utilizaba como un caballo para pasear con él, con los alegres gritos de «¡Arre!», por la casa y el jardín.

Todos estábamos contentos. Las cualidades lavadoras de
Jonathan
seguían siendo las mismas. Era realmente un lavador excelente y no hacía remilgos en cuanto a los polvos detergentes que le dábamos. No podíamos quejarnos.

No obstante, me llevé un buen susto, cuando una noche, al volver a casa, vi que
Jonathan
con violentos saltos giratorios se dirigía hacia mí. Unos cuantos minutos más tarde y habría llegado a la calle.

—Quizá —dijo con aire pensativo la mejor de todas las esposas cuando al fin yo logré dominarlo—, quizá podríamos enviarlo pronto al mercado. Si le diésemos un papel con la lista de las cosas que quisiéramos comprar…

No lo decía en serio. Pero ello demostraba la alta estima en que teníamos ya a
Jonathan
. Casi habíamos olvidado que había sido ideado como máquina lavadora. Y que hacía muchas cosas que no corresponden a una máquina lavadora.

Decidí consultar a un especialista. No se mostró en modo alguno sorprendido al oír mi relato.

—Sí, sabemos que suceden estas cosas —dijo—. Cuando giran en su interior, suelen desplazarse de sitio. Generalmente esto ocurre porque no tienen suficiente ropa en el tambor. Con ello se origina una perturbación centrífuga del equilibrio que es causa de que la máquina se vea empujada hacia delante. Denle ustedes a
Jonathan
por lo menos cuatro kilos de ropa y verán ustedes cómo permanece en su sitio.

Mi mujer me aguardaba en el jardín. Cuando le expliqué que era la falta de ropa sucia lo que inducía a
Jonathan
a una loca carrera centrífuga, palideció:

—¡Dios mío! Precisamente acabo de darle dos kilos. ¡La mitad menos de la que tendría que haberle dado!

Corrimos a la cocina y nos quedamos clavados en el suelo, que es en realidad lo que tendría que haber hecho
Jonathan. Jonathan
había desaparecido. Junto con su cable.

Mientras corríamos calle abajo, gritábamos lo más fuerte posible su nombre:

—¡
Jonathan! ¡Jonathan
\1

Pero ni rastro de
Jonathan
.

Yo corría de casa en casa y preguntaba a nuestros vecinos si habían visto por casualidad una máquina lavadora que hablaba hebreo y que caminaba en dirección a la ciudad. Todos respondían moviendo la cabeza de un modo que denotaba que lo lamentaban. Una persona creía recordar que algo parecido a lo que yo decía se encontraba delante de la oficina de Correos, pero las averiguaciones dieron como resultado que se trataba de una nevera cuya dirección estaba equivocada.

Después de una búsqueda larga e infructuosa, emprendí, abatido, el regreso a casa. Quién sabe quizás entretanto un autobús había atropellado al pobre
Jonathan
. Todo puede esperarse de esos conductores urbanos…

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Nuestro
Jonathan
, la criatura, amante de la libertad, de la jungla de la industria israelí, entregado, sin poder defenderse, a los peligros de la gran ciudad y su alocado tráfico… Si de pronto se para el tambor giratorio que lleva dentro de sí, ya no puede seguir desplazándose… y forzosamente quedará inmóvil en medio del arroyo…

—¡Está aquí! —me saludó con este grito de alegría la mejor de todas las esposas—. ¡Ha vuelto a casa!

El proceso pudo reconstruirse así. En un momento de descuido, el tontuelo fue saltando por el pasillo hacia la puerta del sótano, adonde habría ido a caer sin remedio. Pero no llegó a caer, debido a que en el último momento se le desprendió el enchufe.

—¡Nunca más debemos descuidarlo! —decidió mi mujer—. ¡Quítate enseguida la ropa interior! ¡Todo!

Desde aquel día, llenamos tanto a
Jonathan
que por lo menos lleva en su cuerpo cuatro kilos y medio de ropa. Y así, naturalmente, ya no puede hacer más escapadas. Apenas puede respirar. Le cuesta un gran esfuerzo poner en movimiento su tambor, lleno a reventar. Pobrecillo. Es una vergüenza lo que le hacen.

Ayer dije: «¡Basta!» Cuando me quedé solo en casa, me deslicé hasta donde se encontraba
Jonathan
y aligeré su interior en unos dos kilos. Enseguida comenzó a dar alegres sacudidas y al poco rato, saltando aún un poco torpemente, se dirigió hacia la linda lavadora italiana de la casa de enfrente, con unos zumbidos y unos traqueteos muy varoniles como en los buenos tiempos antiguos.

—¡Anda, ve,
Jonathan
! —le dije acariciando su cadera—. ¡Vete!

El que ha nacido para la libertad no debe vivir esclavo.

EN SECO

D
EBO decir tranquilamente que siempre he respetado los poderes celestiales. Pero ahora los temo.

Aquel lunes memorable nos despertamos temprano, miramos por la ventana y exclamamos como con una sola boca:

—¡Por fin!

El cielo ofrecía un color azul radiante, sin nubes.

Con una ligereza digna de encomio, la mejor de todas las esposas y su madre saltaron de sus camas y se lanzaron hacia la cesta de la ropa donde se había acumulado la ropa sucia de muchos meses, de muchos meses de lluvia, en los que, debido a que no podíamos tender la ropa, tuvimos que dejarla sin lavar en cualquier sitio. Más aún, cuando en la cesta ya no cabía más, tuvimos que dejarla en los sitios más inadecuados, debajo de las camas, en el interior de los baúles, en unos cajones de la mesa escritorio.

Pero ahora todo esto se había acabado. Mi esposa y mi suegra pusieron, tarareando, manos a la obra y al cabo de unas pocas horas nos encontramos ante la divertida tarea de transportar alrededor de una tonelada y media de ropa recién lavada al jardín, donde la tendimos en cordeles, cuerdas, alambres y cables.

Cuando habíamos terminado se puso a llover.

¿Cómo era posible? Tan sólo unos minutos antes, se extendía sobre nosotros la bóveda de un cielo de purísimo azul, no se veía la más pequeña nube y ahora llovía. No sólo llovía, sino que caía un fuerte chaparrón, el cielo se puso oscuro como boca de lobo, y los negros nubarrones procedentes de los cuatro rincones del universo se concentraban precisamente encima de nuestro jardín. Recogimos apresuradamente la ropa, corrimos de nuevo al interior de la casa llevando los hatillos y los depositamos en la bañera y pronto tuvimos que utilizar una escalera, porque la montaña de ropa llegaba hasta el techo. Luego, extenuados, cogimos el periódico.

El pronóstico del tiempo era el siguiente: «En las horas de la mañana algunas nubes y hacia el mediodía cielo despejado».

De ello podía deducirse que la tormenta y la lluvia durarían al menos tres días.

No nos habíamos equivocado. Fuera, caía monótona la lluvia y dentro de la casa se iniciaba el proceso de fermentación de nuestra ropa en la bañera. Por la noche, toda la casa olía a alcohol metílico y a cementerio. Aquí y allá en las paredes empezaban a aparecer las primeras manchas verdes de moho.

—Esto no puede continuar —declaró la mejor de todas las esposas—. Hay que secar la ropa antes de que se pudra completamente.

Tendimos un alambre a través del cuarto de estar. Iba desde la ventana de la derecha, a lo largo de la pared, hasta la puerta del dormitorio, de allí se dirigía hacia la araña, pasaba por encima de algunos cuadros hasta llegar al espejo veneciano, torcía a la izquierda y terminaba su recorrido en la ventana del lado opuesto. En algunos puntos, las piezas de ropa colgadas muy cerca unas de otras, quedaban a tan escasa altura, que sólo podíamos desplazarnos arrastrándonos como reptiles, y teníamos que procurar no derribar los objetos dispensadores de calor (lámparas de carburo, infiernillos de alcohol a media llama, etc.) que habíamos instalado para acelerar el proceso de secado. Un murciélago, según afirmaba mi suegra, encontraría a pesar de ello su camino por entre las cuerdas de la ripa, porque posee una misteriosa capacidad de orientación, una especie de radar primigenio, que le permite eludir en su vuelo todos los obstáculos. Dado que yo no soy un murciélago, no encontré gran interés en estas explicaciones y opté por retirarme.

Serían las cuatro de la tarde, cuando la casa se vio sacudida por un ruido fuerte y sordo. La sala de estar presentaba un aspecto realmente caótico. El alambre se había roto bajo su excesivo peso y toda la ropa cubría el suelo. Afortunadamente estaba aún lo suficientemente húmeda para apagar los cuerpos calefactores que allí estaban instalados.

La mejor de todas las esposas se reveló una vez más como tal.

—Enseguida lo tendremos recogido —dijo mordiéndose heroicamente los labios.

No lo tuvimos recogido enseguida, sino al cabo de dos horas. Con fuerzas unificadas, incluidas las de la suegra, distribuimos las piezas de ropa por todas las mesas, sillas, postigos de ventana y lámparas. Cuando en el suelo volvió a ver espacio, nos desplomamos.

Apenas habíamos caído rendidos al suelo, llamaron a la puerta.

Mi mamá política se acercó a la ventana y miró con cuidado al exterior.

—Ahí está el doctor Zelmanowitsch —susurró—. El presidente del Tribunal Supremo. Con su esposa.

Nos quedamos de piedra. El doctor Zelmanowitsch nos visita, como término medio, una vez cada cinco años y considera esto como un especial honor para el cual debe uno mostrarse a la correspondiente altura. Sin embargo, en un recibidor cubierto por doquier con piezas de ropa húmedas, no se puede estar a la altura de ningún honor.

Nuevamente fue la mejor de todas las esposas la primera en recobrar la sangre fría:

—¡Fuera de aquí todo esto! Mamá me ayudará. Y tú debes retener entretanto a los visitantes junto a la puerta.

Debido a que yo soy el único escritor de la familia y, por consiguiente, se me considera como un mentiroso lleno de inventiva, esta tarea recayó, naturalmente, sobre mí.

Abrí la puerta, saludé al juez supremo y a su esposa tan cordial como prolongadamente, aludí con unos gestos ampulosos a la exquisita configuración estilística de nuestro vestíbulo y hablé con la voz más alta posible para que no se oyeran los ruidos que en el interior producía el transporte de la ropa.

Al cabo de un rato, la señora Zelmanowitsch expresó el deseo de sentarse.

Afortunadamente oí enseguida la señal de tos convenida de mi mujer, de modo que pude hacer pasar a nuestros huéspedes.

Nos sentamos en la sala de estar restaurada a medias, y mientras mi suegra preguntaba si querían té, café o cacao, mi mujer me susurró al oído en breves frases el informe relativo a la situación: había apilado la ropa en la habitación contigua, naturalmente, sin poderla desplegar, porque no tuvo tiempo para ello, pero lo principal era que había podido retirarla.

La conversación no se dejaba encauzar convenientemente. Reinaba un silencio que de pronto fue interrumpido por un extraño ruido. El ruido continuaba. Resultó que provenía de los dientes de la señora Zelmanowitsch, que castañeaban.

—Hace un p-p-poco de frío en esta ha-a-abitación —pudo al fin articular, y se puso en pie.

En la parte inferior de su vestido podía verse una gran mancha oscura que por arriba iba haciéndose algo más clara. También de los restantes ocupantes de la habitación se había apoderado un ligero temblor. Yo no constituía una excepción.

—El grado de humedad de su casa parece extraordinariamente elevado —observó el doctor Zelmanowitsch estornudando una vez detrás de otra.

Mientras yo intentaba contradecirle, sucedió algo espantoso.

De la habitación contigua llegaba algo que era, inconfundiblemente, agua, primero fina como un hilo, luego cada vez más ancho, hasta que inundó la alfombra en forma de pequeño arroyo.

El doctor Zelmanowitsch, uno de los jurisperitos más importantes de nuestro país, se levantó para despedirse. Su mujer ya se había levantado.

—Quédense todavía un ratito —balbuceó la mejor de todas las esposas vadeando hacia la puerta para retener a nuestros visitantes.

Pero ellos no quisieron. Se fueron. Se fueron sin saludar. Y es probable que en el futuro reduzcan aún el promedio quinquenal de sus visitas.

Los que quedábamos en la casa hicimos frente a la inundación y logramos contenerla con ayuda de muebles impermeables al agua. Pero, ¿qué haríamos para eliminarla?

Entonces se me ocurrió una idea salvadora. Fui a la habitación contigua a buscar las piezas de ropa, las empapé en el agua acumulada en el suelo, llevé las piezas empapadas al jardín y las colgué, sin hacer caso de la lluvia, en los cordones, alambres y cables. Después de todo, tarde o temprano cesará de llover y el sol volverá a salir. Entonces la ropa se secará. Y entonces la cogeremos y la quemaremos.

JOSEPHA, LA LIBRE

D
ESDE que nos mudamos a vivir a la parte meridional de la ciudad en la que se encuentra también la Universidad, nos hemos convertido en adeptos de las niñeras académicas. Vamos al campus, que se encuentra por allí cerca, a buscar una linda estudiante, preferentemente de observancia filosófica o arqueológica, y le entregamos nuestra prole. Los niños se acostumbran rápidamente a la nueva persona que las vigila, y todo sale a pedir de boca, hasta que un día entran granos de arena en el engranaje de la máquina. La joven dama tiene de pronto ocupadas todas las noches o tiene que prepararse para los exámenes o sólo tiene libres los miércoles, y precisamente también el miércoles Gedeón tiene su noche libre y cuando volvemos del teatro a casa, encontramos a los dos en el sofá-cama, con las caras coloradas de tanto estudiar, los cojines arrugados y Gedeón que se pasa el peine por el revuelto cabello, y la mejor de todas las esposas se vuelve hacia mí con estas palabras:

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