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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (21 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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—¡Yo no quiero entrar en el agua! —llora mi hijo—. ¡Yo quiero ir con mi mamá!

Yo lo sostengo por los dos brazos, aproximadamente medio metro por encima del nivel del agua, sin dar crédito a su afirmación de que se ahoga.

—¡Uno, dos, tres! —le ordeno—. ¡Nada!

El sigue mis instrucciones, aunque llorando. Ya se ha dado un comienzo. Pero, como quiera que yo no quiero enseñarle a volar, sino a nadar, quieras o no, tengo que ponerle en contacto con el agua. Con cuidado voy bajando mis brazos. Amir empieza a patalear y a dar golpes furiosamente en derredor. De movimientos natatorios, ni rastro.

—¡Nada! —me oigo a mí mismo gritar—. ¡Uno, dos, tres!

Ahora me ha mordido. Muerde la mano que lo alimenta. Muerde al propio padre, que cuida de él y que no le ofrece más que amor.

Afortunadamente, todavía soy más fuerte que él. Obligo a sus caderas a entrar en el cerco de hierro de mis atléticos muslos, de modo que la parte superior de su cuerpo quede por encima de la superficie del agua, y con sus brazos realizo el movimiento reglamentario de uno-dos-tres.

Un día me lo agradecerá. Un día sabrá que sin mis desvelos y mi paciencia angelical, él jamás habría llegado a dominar el agua. Un día me amará a causa de ello.

De momento, no hace nada de esto. Al contrario, con sus talones relativamente libres no hace más que pegarme golpes en la espalda. Por delante llora, por detrás da patadas. El aguilucho no abandonará así como así el nido paterno. Pero tiene que ser así. ¡Bebe, oh ave, o aprende a nadar! En otro tiempo también estuvo mi padre aprisionado entre los musculosos muslos de mi abuelo y lo resistió. También tú lo resistirás, hijo mío, te lo garantizo.

A través del megáfono resuena la voz del bañero:

—¡Eh, usted! ¡Sí, usted! ¡Deje en paz al pequeño! ¿No ve que pone al niño en peligro?

Esto es típico de la situación israelí. En vez de ayudar a un padre en sus esfuerzos educadores, en vez de procurar que crezca vigorosa una generación joven, las autoridades se ponen de parte de una ruidosa minoría. Por favor, háganme justicia.

Subo a la orilla con el aguilucho, lo dejo que llore y con un elegante salto vuelvo a las frescas aguas, con un salto especialmente elegante, por encima de las cabezas que sobresalen del agua… y voy a parar a la parte de la piscina donde el agua es menos profunda…

Los intentos de reanimación del bañero tuvieron éxito.

—¡Es increíble! —dice dejando caer mis brazos—. ¡Y usted es el que quiere enseñar a nadar a su hijo!

QUIÉN ES QUIÉN EN LA PANTALLA DE TELEVISIÓN


¿Q
UIÉN es ése? —pregunto yo—. ¿Es el hombre que robó los libros al marido de Fleur?

—¡Tonto! —contesta la mejor de todas las esposas—. Es el primo de Winifred, el marido de Mont.

—¿La que se cayó del caballo?

—Ésa era Frances, la madre de Joan. Cierra la boca.

Cada viernes nos sentamos frente a los Forsyte, incluso Amir, que ya hace rato que tendría que estar en la cama, y cada viernes me enzarzo yo sin salida posible en las ramas de su árbol genealógico. La última vez, por ejemplo, había creído todo el tiempo que el pintor de la nueva modelo era el hijo de aquélla… bueno, como se llame, o sea, en todo caso, un hijo, hasta que Amir me informó de que se trataba del primo de Jolyon el mayor. Calla la boca.

¿Por qué no hacen que aparezcan los nombres a intervalos regulares?

Atención. El esposo de Fleur pronuncia un discurso en la Cámara de los Comunes, y yo no tengo ni idea de si es el hijo de la Irene que hace cinco semanas fue forzada por Soames. Además, del cuarto de nuestra recién llegada hijita Renana llegan ruidos sospechosos y profundos suspiros. Es una verdadera pesadilla. Quizá la pequeña se haya puesto de pie en la cuna y esté haciendo acrobacias. Si es que no se cae de la cuna. ¡Horrible pensamiento! Mi frente se cubre de sudor frío, y a mi mujer le sucede otro tanto.

—¿Quién es ése? —vuelvo a preguntar—. Me refiero al joven que se ha enamorado de Fleur.

En algún lugar de la casa a oscuras, suena estridente el teléfono. Nadie se mueve. Con razón. El que llama durante la «Saga de los Forsyte» se excluye a sí mismo del círculo de la humanidad civilizada. Hace tres semanas, poco antes de que se iniciase la continuación correspondiente al día, me trajeron un cablegrama. El muchacho que lo traía tuvo que estar diez minutos llamando a la puerta. Tanto duró la conversación entre Soames e Irene. Versaba sobre la promesa de matrimonio de Joan, si no me equivoco.

—¡Silencio! —grité en dirección a la puerta, detrás de la cual se había suscitado la perturbación acústica—. ¡Silencio! ¡Forsyte!

Y vuelvo a concentrarme en la pantalla. ¡Paf! El fatídico ruido de un cuerpo que cae al suelo proviene de la habitación de Renana, seguido de un fuerte llanto. No hay duda. Renana se ha caído de la cuna.

—¡Amir! —Mi voz tiembla de preocupación paternal—. ¡Ve a ver lo que ha pasado, por Dios!

—¿Para qué? —responde tranquilamente mi hijo—. Después de todo, ya se ha caído.

Una vergüenza. Para él esta estúpida televisión es más importante que su hermana carnal. También su madre se contenta cruzando las manos con desesperación. En la pantalla, Soames está discutiendo con un joven abogado a quien no conozco.

—¿Y ese otro quién es? ¿Es pariente de Helen?

—¡Cállate, hombre!

El ruido que ahora oímos viene de nuestra alcoba conyugal. Suena como si arrastraran pesados muebles y se rompieran cristales.

Es imposible que el joven abogado sea el hijo de Helen. Ya habría salido tres episodios antes. No, no lo era. Era el arquitecto Bossini, que entonces fue a parar debajo de las ruedas.

—¡Pero ahora quiero saber quién es ése! ¿Podría ser el hermano de Marjorie?

—No tiene ningún hermano —susurra la madre de mis hijos—. ¡Mira hacia la derecha!

Espero que desaparezca la imagen y echo una mirada hacia la dirección indicada. Allí hay un hombre de pie. Está completamente tranquilo, sobre la cara lleva una máscara y sobre la espalda un saco que evidentemente está lleno de objetos diversos.

En un pasillo del Parlamento, Michael Mont, el marido de Fleur, acaba de recibir un par de bofetadas.

—¿Quién es el que le abofetea? —pregunta el hombre del saco—. ¿Quizás el marido de Winifred?

—No sea usted ridículo —le respondo yo—. El marido de Winifred ya hace tiempo que huyó a América con aquella artista. Calle la boca.

Entretanto, Soames ha vuelto a caer en manos del joven abogado que tanto la hizo padecer.

—¡Cuánto tiene que sufrir esa pobre mujer! —suspira mi esposa, compasiva, en medio de la oscuridad—. Todos se aprovechan de él.

—No debe darle a usted lástima —dice una voz de hombre—. Recuerde lo mal que se portó entonces con Irene. ¿Quién es ése?

—¡Cállate, hombre!

Ahora ya hay allí, de pie, dos hombres con sacos.

—¡Siéntense! —grito yo—. ¡No se ve nada!

Los dos se sientan sobre la alfombra. Mi compañera de matrimonio y de televisión se inclina hacia mí:

—¿Qué pasa aquí? —susurra—. ¿Quién es?

—El hermano de Anne —responde uno de los dos hombres—, la segunda mujer de John. ¡Pst!

Ahora los dos hombres hablan entre sí, lo cual resulta igualmente molesto. Mi mujer me indica, con gestos nerviosos con la mano, que yo debería hacer algo, pero, ni hablar de ello, con las cosas que suceden en pantalla. Sólo cuando el ama de casa se presenta ante la prima de la hermana de Soames, mujer de edad y desprovista de todo atractivo, que ya no me interesa, me deslizo hacia la cocina para llamar por teléfono a la Policía. Tengo que esperar varios minutos. Finalmente descuelgan el auricular y una voz encolerizada me dice:

—Estamos ocupados. Vuelva a llamar dentro de una hora.

—¡Pero es que en mi cuarto de estar hay dos ladrones!

—¿Los ha atrapado Forsyte?

—Sí, vengan inmediatamente.

—Tenga paciencia —dice el vigilante que está de servicio—. ¿Quién es?

Doy mi nombre y dirección.

—No me refería a usted. Conserven ustedes la calma, hasta que vayamos.

Yo vuelvo corriendo hacia la «Saga».

—¿Me he perdido mucho? ¿Es ése Jolly, el hermano de Holly?

—Idiota —me corrige el más alto de los dos ladrones—. Jolly murió de tifus en el segundo episodio.

—Entonces sólo puede ser Vic, el primo de la modelo desnuda.

—Vic, vic, vic…

Este croar proviene de nuestra hijita Renana, que sale de su habitación arrastrándose a gatas e intenta subirse a mi butaca. Fuera se oye una sirena de la Policía. Uno de los ladrones quiere levantarse, pero en este momento entra Marjorie en el hospital, y queda cara a cara con Fleur, junto al lecho de un paciente, que sin duda era un miembro de la familia, sólo que yo ignoraba en qué grado lo era. La tensión fue haciéndose insostenible.

Alguien llama como un loco a nuestra puerta.

—¿Quién es ése? —pregunto yo—. ¿Es aquel que querían enviar a Australia?

—Ese era el padrastro de Irene. Calla la boca.

Rompen la puerta. Tengo la vaga impresión de que a nuestra espalda entran unos policías y se sitúan junto a la pared.

—¿Quién es ése? —pregunta uno de ellos—. ¿El esposo de Molly y mujer de Val?

—¡Por favor, caballeros!

Después de algunas idas y venidas, Fleur rechazó la reconciliación con Marjorie que se le ofrecía y se fue a casa a cuidar al hermano de Anne. Continúa la próxima semana.

—No estuvo bien por parte de Fleur —dijo el sargento de Policía—. Después de todo, el gesto de Marjorie fue muy humano. En realidad, Fleur habría podido reconciliarse con ella. ¡Junto al lecho de muerte de su hermano!

Desde la puerta le contradijo uno de los ladrones:

—Por si usted no lo sabía… Marjorie es una chantajista. Además, ése no era su hermano. Era Bicket, el marido de Vic. Él fue quien contrató al detective.

—¡Bicket —les grité a los guardianes de la ley y a los quebrantadores de la ídem conjuntamente—, se marchó al Extremo Oriente hace dos semanas!

—Quien se marchó fue Winifred, si no te molesta —me corrigió sonriendo la mejor de todas las esposas.

A ella sí que deberían corregirla, que estuvo haciendo el ridículo durante dos episodios creyendo que era Jolyon junior el que vendía globos en la calle antes de partir para la guerra de los bóers. Que nadie me cuente nada acerca de los Forsyte.

UN CHUPETE LLAMADO ZEZI

A
UNQUE ya hace tiempo que Renana ha dejado de ser un bebé, todavía no quiere renunciar al chupete. El doctor dice que es algo completamente normal y asegura que esta necesidad del chupete se extiende a través de todo el periodo de transición que va desde la deshabituación del pecho materno hasta el momento que se empieza a fumar cigarrillos. Dice el doctor que el chupete es una especie de sustitutivo de la madre, cosa que no veo clara en absoluto, porque las madres, que yo sepa, no consisten en una sustancia plástica de color rosa con una boquilla de goma amarilla. Sea lo que fuere, el fenómeno de la necesidad de chupete nos mantiene despiertos todas las noches, tanto más despiertos cuando que Renana no es adicta a los chupetes en general, sino a un chupete especial llamado Zezi.

A los ojos de las personas adultas, Zezi aparece como un chupete completamente normal: un producto en serie de la industria de masas orientada hacia el niño pequeño. Pero nuestra pelirroja hijita se niega a tocar siquiera cualquier otro chupete.

—¡Zezi! —grita una y otra vez.

Al oír ya el primer Zezi, todo el personal de la casa se arrastra de rodillas buscando el objeto deseado. La exclamación de alivio proferida por el que lo ha encontrado tiene para nosotros un significado parecido al que probablemente tuvo para Colón la exclamación: «¡Tierra!». Tan pronto ha sido encontrado Zezi, Renana se calma en cuestión de segundos y chupa tranquilamente la boquilla amarilla de Zezi, rodeada por los miembros completamente extenuados de su familia.

—Esto es una señal —dice el doctor—, una señal inequívoca de que a la niña le falta el amor de sus padres.

Esto es mentira. Nosotros dos, la mejor de todas las esposas y yo amamos mucho a Renana cuando no llora. Ello depende únicamente de Zezi. Con Zezi todo va bien, sin Zezi todo es un verdadero infierno. Cuando alguna vez nos decidimos a pasar una velada en alguna otra parte, la mejor de todas las esposas siente unos temblores histéricos a la menor llamada telefónica. Seguramente es la niñera que nos llama para decirnos que es imposible encontrar a Zezi y que a Renana se le ha puesto ya la cara colorada como un tomate. En tales casos, nos precipitamos enseguida al coche y regresamos a casa con la rapidez del sonido y, en caso necesario, pasando por encima de los cadáveres de varios agentes de tráfico. Y generalmente tenemos que sacar a la niñera de debajo de muchos muebles derribados.

Lo que ocurriría si Zezi se perdiese definitivamente es algo que no nos atrevemos a pensarlo.

En cambio, nos preocupa grandemente la cuestión relativa a cómo sabe Renana que Zezi es Zezi.

Una tarde, mientras Renana dormía, corrí con el sagrado chupete a la farmacia en donde lo habíamos comprado y pedí un ejemplar exactamente igual, del mismo color, del mismo tamaño, del mismo año de fabricación. Me dieron una pieza perfecta, que en nada se diferenciaba del original, corrí a casa y se lo di a Renana.

Sus manecitas lo cogieron y lo arrojaron haciéndole trazar un arco en el aire:

—¡Éste no es Zezi! ¡Yo quiero a Zezi! ¡Zezi!

La pobre y ajetreada madre de Renana era de la opinión de que a los finos nervios olfativos de la niña les había llamado la atención una diferencia en el olor que se habría originado mediante el desgaste de Zezi. Nunca olvidaré la cara que puso el boticario cuando le pedí cierta cantidad de chupetes usados. Fue una cara de total repugnancia. No nos quedaba otro remedio que adquirir unos cuantos chupetes nuevos y hacerlos envejecer en un improvisado laboratorio. Compramos los productos químicos necesarios, agua oxigenada y cosas así, sumergimos un chupete de muestra y esperamos a que adquiriera el color verdoso de Zezi. Renana descubrió inmediatamente el timo y se echó a berrear pidiendo su Zezi.

—La única solución —dijo el médico— son unas gotas de tranquilizante.

Pero tampoco sirvieron de nada. Una noche en que nos encontrábamos en la ópera, fila sexta, centro, durante un sensible pasaje de
pianissimo
, se nos acercó sigilosamente el taquillero jefe y nos susurró en la oscuridad:

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