Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonreían al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco como si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: «¡Refúteme a Buñuel!» Y es cuestión de dos minutos.
Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: «¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía es para los filósofos.» A lo cual, yo opondría la frase de André Breton: «Un filósofo a quien yo entienda es un cerdo.» Comparto plenamente su opinión…, aunque a veces me cueste entender lo que dice Breton.
En 1939, yo me encontraba en los Bajos Pirineos, en Bayona. Mi papel como encargado de la propaganda consistía en ocuparme del lanzamiento por encima de los Pirineos de pequeños globos cargados de octavillas. Unos amigos comunistas, que más tarde serían fusilados por los nazis, se encargaban de lanzar los globos los días en que los vientos parecían favorables.
Esta actividad se me antojaba un tanto ridícula. Los globos partían a la aventura, las octavillas caían en cualquier parte, en los campos, en los bosques, ¿y qué influencia puede tener un trocito de papel llegado nadie sabe de dónde? El inventor de este sistema, un periodista americano amigo de España, aportaba toda su ayuda a la República.
Me entrevisté con el embajador de España en París, el último, Marcelino Pascua, ex director de Sanidad Pública en España, y le comuniqué mis dudas.
¿No había nada mejor que hacer? Se rodaban entonces en los Estados Unidos películas que mostraban la guerra de España. Henry Fonda actuó en una de ellas. En Hollywood se preparaba
Cargo of Innocents
, sobre la evacuación de Bilbao.
Estas películas contenían a veces burdos errores en lo referente al color local.
Por ello, Pascua me propuso que regresara a Hollywood y consiguiera un contrato como
technical
o
historical advisor
. Me quedaba un poco de dinero del sueldo cobrado durante tres años. Varios amigos, entre ellos Sánchez Ventura y una americana que había hecho mucho por la República española, añadieron lo que faltaba para pagar mi viaje, el de mi mujer y el de mi hijo.
Mi antiguo supervisor, Frank Davis, debía ser el productor de
Cargo of Innocents
.
Me aceptó inmediatamente como asesor histórico, precisando que eso no representaba gran cosa a ojos de los americanos, y me hizo leer el guión, casi terminado. Me disponía a comenzar mi trabajo, cuando llegó una orden de Washington. La Asociación General de Productores Americanos, obedeciendo, claro es, a las directrices del Gobierno, prohibía pura y simplemente toda película sobre la guerra de España, ya fuera a favor de los republicanos o de los fascistas.
Permanecí unos meses en Hollywood. Mi dinero se esfumaba poco a poco.
No teniendo con qué pagarme el viaje de vuelta a Europa, intenté ganarme la vida. Incluso concerté una cita con Chaplin para tratar de venderle algunos gags, pero Chaplin, que había rehusado firmar un llamamiento en favor de la República —mientras que John Wayne, por ejemplo, presidía un comité en favor de Franco— me dio plantón.
A propósito de esto, una coincidencia: uno de estos gags, nacido de un sueño, consistía en mostrar un revólver que disparaba una bala con tan poca fuerza que el proyectil caía al suelo nada más salir del cañón. Este mismo gag figura en
El gran dictador
, con el obús del gigantesco cañón. Coincidencia fortuita. Chaplin no había tenido conocimiento de mi idea.
Imposible encontrar trabajo. Vuelvo a ver a René Clair, a la sazón uno de los directores más célebres del mundo. Rechazaba todos los proyectos que se le ofrecían. Ninguno le agradaba. Me confió, sin embargo, que debía necesariamente rodar una película en los tres meses siguientes, so pena de ser considerado como un «bluf europeo». La película que eligió fue Me casé con una bruja, que a mí me pareció bastante buena. Trabajaría durante toda la guerra en Hollywood.
Yo estaba aislado y sin recursos. No obstante, los Noailles me escribieron para preguntarme si no podría encontrar algún trabajo interesante para Aldous Huxley. ¡Deliciosa ingenuidad! ¿Cómo iba a poder yo, oscuro y casi solo, ayudar a un ilustre escritor? En aquellos momentos tuve noticias de que había sido movilizada mi quinta.
Tenía que ir al frente. Escribí a nuestro embajador en Washington para ponerme a su disposición, pidiéndole que me repatriase, así como a mi mujer.
Me respondió diciendo que no era momento oportuno. La situación estaba poco clara. En cuanto se me necesitara, me avisarían.
Pocas semanas después, terminaba la guerra.
Abandonando Hollywood, donde no podía hacer nada, decidí ir a Nueva York para buscar trabajo. Período negro. Dispuesto a hacer cualquier cosa.
Nueva York ha conservado durante mucho tiempo la reputación —¿la leyenda?— de ciudad hospitalaria y generosa, de trabajo fácil. Trabé conocimiento con un mecánico catalán, un tal Gali. Llegado hacia 1920 con un amigo violinista, fueron contratados nada más llegar, el violinista en la Orquesta Filarmónica, y Gali, el mecánico, como bailarín en un gran hotel.
Otros tiempos. Gali me presentó a otro catalán, más o menos introducido en el hampa, el cual conocía a una especie de medio gángster que dirigía el sindicato de cocineros. Me dieron una carta y me dijeron que me presentase en un hotel. Bien protegido, estaba seguro de encontrar trabajo en las cocinas.
Al final, no fui allí. Acababa de conocer a una mujer a la que debo mucho, una inglesa, Iris Barry, casada con el vicepresidente del Museo de Arte Moderno, Dick Abbot. Iris Barry me había enviado un telegrama prometiéndome dar alojamiento. Corrí a verla.
Me habló de un gran proyecto. Nelson Rockefeller quería crear un comité de propaganda destinado a los países de América Latina y denominado
Coordination of Inter-American Affairs
. Solamente se estaba a la espera de la autorización del Gobierno, que siempre había mostrado la más absoluta indiferencia por la propaganda, y muy especialmente en el cine. Sin embargo, acababa de empezar en Europa la Segunda Guerra Mundial.
Iris me propuso trabajar para ese comité, cuya creación iba a decidirse sin tardanza, y yo acepté.
—Antes —me dijo—, para que se le conozca a usted un poco, voy a pedirle una cosa. Un primer secretario de la Embajada alemana —Iris me hizo prometer secreto— nos ha hecho llegar clandestinamente dos películas alemanas de propaganda. La primera es
El triunfo de la voluntad
, de Leni Riefensthal, la segunda muestra la conquista de Polonia por el Ejército nazi. Usted sabe que los medios gubernamentales americanos, contrariamente a los alemanes, no creen en la eficacia de la propaganda cinematográfica. Vamos a demostrarles que están equivocados. Tome las dos películas alemanas, vuelva a montarlas, pues son demasiado largas, redúzcalas a la mitad, a diez o doce bobinas, y se las proyectaremos a quien tiene la facultad de decidir para que vean toda su fuerza.
Se me asignó una ayudante alemana, pues, aunque empezaba a hablar bastante bien el inglés, gracias a una asidua asistencia a las clases nocturnas, ignoraba casi por completo el alemán (lengua, no obstante, que me atrae). Había que mantener una continuidad en los discursos de Hitler y Goebbels, aun reduciéndolos a la mitad.
Yo trabajaba en una sala de montaje, y eso me llevó dos o tres semanas.
Las películas eran ideológicamente horribles, pero soberbiamente hechas, muy impresionantes. Con ocasión del Congreso de Nuremberg, habían sido levantadas cuatro inmensas columnas con el único fin de instalar cámaras en ellas.
Rehice el montaje, los encadenados. Todo se desarrolló perfectamente. Las películas reducidas fueron mostradas por todas partes a título de ejemplo, a senadores y en consulados. René Clair y Charlie Chaplin las vieron juntos un día. Sus reacciones fueron totalmente opuestas. René Clair, horrorizado por la fuerza de las películas, me dijo: «¡No muestren eso, si no estamos perdidos!» Chaplin, por el contrario, reía como un loco. Llegó, incluso, a caerse al suelo de tanto reír. ¿Por qué? ¿Era a causa de
El Dictador
? Hoy es el día en que aún no puedo entenderlo.
Durante este tiempo, Nelson Rockefeller había obtenido todos los permisos necesarios para la creación del Comité para Asuntos Interamericanos.
Por la misma época, fue organizado un gran cóctel en el Museo de Arte Moderno. Iris Barry me dijo que iba a ponerme en presencia de un multimillonario dependiente de Rockefeller, que decidiría definitivamente mi suerte.
El día del cóctel, este hombre presidía como un rey una de las salas del Museo. La gente hacía cola para serle presentada.
—Cuando le haga una seña —me dijo Iris Barry, muy ajetreada, yendo de un grupo a otro—, póngase en la cola.
Seguí el misterioso ceremonial y esperé en compañía de Charles Laughton y de su mujer Elsa Lanchester, que volvería a ver con frecuencia. Cuando Iris me hizo su seña, me agregué a la cola, esperé y, finalmente, llegué a presencia del multimillonario.
—
How long have you been here, Mr. Buñuel?
—
For about six months
.
—
How wonderfull
.
El mismo día, al terminar el cóctel, en el bar del «Plaza», sostuve con él una seria conversación en presencia de Iris. Me preguntó si yo era comunista.
Respondía que era republicano español. Al final de la conversación, estaba contratado en el Museo de Arte Moderno. Al día siguiente, tenía un despacho, una veintena de empleados y el título de
Chief Editor
.
Mi misión: seleccionar películas de propaganda antinazi con la ayuda de Iris Barry (en esta ocasión me entrevisté con Joseph Losey, que nos trajo un cortometraje) y distribuirlas en tres lenguas, inglés, español y portugués. Estaban destinadas a América del Norte y del Sur. Por nuestra propia cuenta, produciríamos dos.
Yo vivía en la esquina de la Calle 86 y la Segunda Avenida, en pleno corazón del barrio nazi. Al comienzo de la guerra, se desarrollaban en las calles de Nueva York frecuentes manifestaciones en favor del régimen nazi, que, muchas veces, chocaban violentamente con contramanifestaciones de signo opuesto. Cuando Estados Unidos entró en guerra contra Alemania, desaparecieron.
Nueva York conocía el oscurecimiento nocturno ordenado por la defensa pasiva y temía los bombardeos. En el Museo de Arte Moderno, como en todas partes, se multiplicaban los ejercicios de alarma.
Alexander Calder, excelente amigo que nos alojaba, abandonó su apartamento para irse a vivir a Connecticut. Yo compré muebles y me hice cargo del alquiler. Había encontrado a varios miembros del grupo surrealista, André Breton, Max Ernst, Marcel Duchamp, Seligmann. El más extraño, el más bohemio del grupo, el pintor Tanguy, con su siempre hirsuto mechón de pelo, se hallaba también en Nueva York, casado con una verdadera princesa italiana que intentaba prohibirle el alcohol. Un día, a su llegada, formamos en dos filas ante ellos, abriéndoles calle de honor a su paso. Todos intentábamos proseguir mal que bien, en plena guerra, nuestra actividad. Con Duchamp y Fernand Léger, también en Nueva York, proyectamos incluso rodar una película pornográfica en la terraza de un edificio. Pero el riesgo nos pareció demasiado grande: diez años de cárcel.
En Nueva York, encontré a Saint-Exupéry, a quien ya conocía y que nos asombraba con sus trucos de ilusionismo. Veía también a Claude Lévy- Strauss, que participaba a veces en nuestras encuestas surrealistas, y a Léonora Carrington, recién salida de una casa de salud de Santander, en España, donde la había encerrado su familia inglesa.
Léonora, separada de Max Ernst, compartía, al parecer, la vida de un escritor mexicano, Renato Leduc. Un día, al llegar a la casa en que nos reuníamos, perteneciente a un tal Mr. Reiss, entró en el cuarto de baño y se duchó completamente vestida. Después de lo cual, chorreando, vino a sentarse en una butaca del salón y me miró fijamente. Instantes después, me cogió del brazo y me dijo, en español:
—Es usted guapo, me recuerda a mi guardián.
Mucho más tarde, durante el rodaje de
La Vía láctea
, Delphine Seyrig me contaría que, de pequeña, se había sentado un día en mis rodillas en el transcurso de una de estas reuniones…
Dalí, célebre ya, estaba también en Nueva York.
Hacía varios años que nuestros caminos divergían. Ya en febrero de 1934, al día siguiente de los disturbios de París, yo fui a verlo. Conmovido por lo que acababa de ocurrir, encontré a Dalí —casado ya con Gala— modelando una mujer desnuda a cuatro patas y, más precisamente, aumentando el volumen de sus nalgas. Respondió a mi emoción con la más absoluta indiferencia.
Más tarde, durante la guerra de España, manifestó en varias ocasiones sus simpatías por los fascistas. Propuso, incluso, a la Falange un monumento conmemorativo bastante extravagante. Se trataba de fundir juntos, confundidos, los huesos de todos los muertos de la guerra. Luego, en cada kilómetro, entre Madrid y El Escorial, se alzarían una cincuentena de pedestales sobre los que se colocarían esqueletos hechos con los huesos verdaderos. Estos esqueletos serían de tamaño progresivamente mayor. El primero, a la salida de Madrid, tendría sólo unos centímetros de altura. El último, al llegar a El Escorial, alcanzaría los tres o cuatro metros.
Como es de suponer, el proyecto fue rechazado.
En su libro
La vida secreta de Salvador Dalí
, que apareció en aquellos momentos, habló de mí como de un ateo. En cierto modo, esto era más grave que una acusación de comunismo.
Por la misma época, un tal Mr. Prendergast, representante de los intereses católicos en Washington, empezó a utilizar su influencia en los medios gubernamentales para que yo fuera despedido del Museo. Personalmente, yo no estaba al corriente de nada, Mis amigos lograron sofocar todo escándalo durante un año, sin hablarme de ello.
Un día, llego a mi despacho y me encuentro a mis dos secretarias llorando.