Tras los aperitivos, nos sentamos a la mesa, en la penumbra de un amplio comedor iluminado con candelabros. Se celebraba en mi honor una extraña reunión de fantasmas que nunca se habían encontrado así reunidos y que hablan todos de los
good old days
, de los buenos tiempos. De
Ben-Hur
a
West Side Story
, de
Some like it hot
a
Notorious
, de
Stagecoach
a
Giant
, cuántas películas alrededor de aquella mesa…
Después de la comida, alguien tuvo la idea de llamar a un fotógrafo de Prensa para que tomase el retrato de familia. La fotografía sería uno de los
collector’s items
del año. Desgraciadamente, John Ford no figura en ella. Su esclavo negro había ido a buscarlo en medio de la comida. Nos dijo débilmente adiós y se marchó para no volver a vernos más, tropezando con las mesas.
En el transcurso de la comida se hicieron varios brindis. Georges Stevens, en particular, levantó su copa «por lo que, pese a nuestras diferencias de origen y de creencias, nos reúne alrededor de esta mesa».
Yo me levanté y acepté brindar con él, pero, siempre receloso de la solidaridad cultural, con la que siempre se cuenta demasiado, «bebo —dije—, pero me quedan mis dudas».
Al día siguiente, Fritz Lang me invitó a visitarlo en su casa. Demasiado fatigado, no había podido asistir a la comida celebrada en casa de Cukor. Yo tenía entonces setenta y dos años. Fritz Lang rebasaba los ochenta.
Nos veíamos por primera vez. Charlamos durante una hora, y tuve tiempo de decirle el decisivo papel que sus películas habían ejercido en la elección de mi vida, Luego, antes de separarnos —y ello no entra dentro de mis costumbres—, le pedí que me dedicase una fotografía.
Bastante sorprendido, buscó una y me la firmó. Pero era una fotografía de su vejez. Le pregunté si no tendría, además, una fotografía de los años veinte, de la época de
Der müde Tod
y de
Metrópolis
.
Encontró una y escribió una magnífica dedicatoria. Luego, me despedí de él y regresé al hotel.
No sé muy bien qué hice de esas fotografías. Una, se la di a un cineasta mexicano, Arturo Ripstein, La otra debe de estar en alguna parte.
Me sentía tan poco atraído por la América Latina que siempre decía a mis amigos: «Si desaparezco, buscadme en cualquier parte, menos allí.» Sin embargo, vivo en México desde hace 36 años. Soy, incluso, ciudadano mexicano desde 1949. Al final de la guerra civil, numerosos españoles eligieron México como tierra de exilio, y entre ellos muchos de mis mejores amigos. Estos españoles pertenecían a todas las clases sociales. Había entre ellos obreros, pero también escritores, científicos, que se adaptaban sin demasiado esfuerzo a su nuevo país.
En lo que a mí se refiere, cuando Óscar Dancigers me propuso realizar una película en México, yo estaba a punto de obtener en los Estados Unidos mis
second papers
y hacerme ciudadano norteamericano. En aquel momento, conocí a Fernando Benítez, gran etnólogo mexicano, que me preguntó si deseaba permanecer en México. Al responderle afirmativamente, me envió a casa de don Héctor Pérez Martínez, un ministro a quien todo destinaba a ser presidente si la muerte no hubiera decidido otra cosa. Me recibió al día siguiente y me aseguró que podría obtener fácilmente un visado para toda mi familia. Volví a ver a Óscar, le di mi conformidad e hice un viaje a Los Ángeles, de donde regresé con mi mujer y mis dos hijos.
Entre 1946 y 1964, desde
Gran Casino
hasta
Simón del desierto
, he rodado en México veinte películas (sobre un total de 32). A excepción de
Robinsón Crusoe
y de
The Young One
de las que ya he hablado, todas estas películas han sido rodadas en lengua española y con actores y técnicos mexicanos. El tiempo de rodaje varió entre 18 y 24 días —lo cual es sumamente rápido—, excepto
Robinsón Crusoe
. Medios reducidos, sueldo modestísimo. En dos ocasiones, hice tres películas al año.
La necesidad en que me encontraba de vivir de mi trabajo y mantener con él a mi familia explica, quizá, que esas películas sean hoy diversamente apreciadas, cosa que comprendo. A veces, he tenido que aceptar temas que yo no había elegido y trabajar con actores muy mal adaptados a sus papeles. Sin embargo, lo he dicho a menudo, creo no haber rodado nunca una sola escena que fuese contraria a mis convicciones, a mi moral personal. En estas desiguales películas, nada me parece indigno. Y añado que mis relaciones de trabajo con los técnicos mexicanos han sido la mayor parte del tiempo excelentes.
No me apetece pasar revista a todas mis películas y decir lo que pienso de ellas, no es cosa mía hacerlo. Además, no creo que una vida pueda confundirse con un trabajo. Quisiera, simplemente, a todo lo largo de estos años mexicanos, decir de cada una de esas películas lo que he retenido, lo que me ha llamado la atención (a menudo, se tratará de un detalle), recuerdos que quizás ayuden a conocer a México de un modo bastante diferente, desde el lado del cine.
Para mi primera película mexicana,
Gran Casino
, Óscar Dancigers tenía contratadas a dos grandes figuras latinoamericanas, el cantante Jorge Negrete, extremadamente popular, verdadero charro mexicano que cantaba el
benedicite
antes de sentarse a la mesa y no se separaba nunca de su profesor de equitación, y la cantante argentina Libertad Lamarque. Se trataba, pues, de una película musical. Yo propuse una historia de Michel Veber que se desarrollaba en los medios petrolíferos.
La idea fue aceptada. Por primera vez, me dirigí al balneario de San José Purúa, en Michoacán, gran hotel termal situado en un espléndido cañón semitropical, donde escribiría más de veinte películas. Refugio verdegueante y florido al que, no sin razón, se le llama un paraíso, al que acuden regularmente autobuses de turistas americanos para pasar veinticuatro horas fascinantes.
Toman a la misma hora el mismo baño radiactivo, beben el mismo vaso de agua mineral, seguido del mismo daiquiri, de la misma comida, y por la mañana temprano se van.
Yo no había estado detrás de una cámara desde Madrid, desde hacía quince años. No obstante, si bien el argumento de la película no tiene ningún interés, creo que la técnica es bastante buena.
En el relato, muy melodramático, Libertad llegaba de Argentina para buscar al asesino de su hermano. Al principio, sospechaba de Negrete, antes de que los dos protagonistas se reconciliasen y llegara la inevitable escena de amor. Como todas las escenas de amor convencionales, ésta me fastidiaba e intenté destruirla.
Por eso es por lo que le pedí a Negrete que cogiese un palo durante la escena y lo hundiera mecánicamente en el barro petrolífero, a sus pies. Luego, rodé un primer plano de otra mano, con el palo removiendo el barro. En la pantalla, inevitablemente, se pensaba en otra cosa distinta del petróleo.
Pese a las dos grandes figuras, la película sólo obtuvo un modesto éxito.
Entonces, se me «castigó». Permanecí dos años y medio sin trabajar, hurgándome la nariz, viendo volar las moscas. Vivíamos del dinero que me mandaba mi madre. Moreno Villa venía a verme todos los días.
Empecé a escribir un guión con uno de los más grandes poetas españoles, Juan Larrea. La película, titulada
Ilegible hijo de flauta
, se presentaba como una película de carácter surrealista con algunas ideas muy buenas, pero agrupadas en torno a una tesis discutible: la vieja Europa está acabada, un nuevo espíritu se alza en la América Latina. Óscar Dancigers intentó, en vano, montar la película. Mucho más tarde, en 1980, una revista mexicana,
Vuelta
, publicó el guión. Pero, sin decirme nada, Larrea le había añadido elementos simbólicos que no me gustan.
En 1949, Dancigers me comunicó un nuevo proyecto. Fernando Soler, gran actor mexicano, iba a realizar para él una película en la que desempeñaba también el papel principal. Considerando que la tarea era excesiva para un solo hombre, buscaba un realizador honrado y dócil. Óscar me ofrecía ese papel.
Acepté inmediatamente.
La película se titula
El gran calavera
.
No creo que presente el menor interés. Pero obtuvo un éxito tal que Óscar me dijo: «Vamos a hacer juntos una verdadera película. Busquemos el tema.»
Óscar encontraba interesante la idea de una película sobre los niños pobres y semiabandonados que vivían a salto de mata (a mí mismo me gustaba mucho
Sciuscia
[
El limpiabotas
], de Vittorio de Sica).
Durante cuatro o cinco meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las «ciudades perdidas», es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente.
Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película. Entre los numerosos insultos que recibiría después del estreno, Ignacio Palacios escribió, por ejemplo, que era inadmisible que yo hubiera puesto tres camas de bronce en una de las barracas de madera. Pero era cierto. Yo había visto esas camas de bronce en una barraca de madera. Algunas parejas se privaban de todo para comprarlas después de casarse.
Al escribir el guión, yo quería introducir algunas imágenes inexplicables, muy rápidas, que habrían hecho decir a los espectadores: ¿he visto bien? Por ejemplo, cuando los chicos siguen al ciego en el descampado pasaban ante un gran edificio en construcción, y yo quería instalar una orquesta de cien músicos tocando en los andamios sin que se les oyera. Óscar Dancigers, que temía al fracaso de la película, me lo prohibió.
Me prohibió incluso mostrar un sombrero de copa cuando la madre de Pedro —el personaje principal— rechaza a su hijo que regresa a la casa. Por cierto que a causa de esta escena la peluquera presentó su dimisión. Aseguraba que ninguna madre mexicana se comportaría así. Unos días antes, yo había leído en un periódico que una madre mexicana había tirado a su hijo pequeño por la portezuela del tren.
De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: «Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?» Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.
La película fue rodada en veintiún días. Como en todas mis películas, terminé dentro del tiempo previsto. Creo que nunca he sobrepasado ni en una sola hora el plan de trabajo. Añadiré que nunca he necesitado más de tres o cuatro días para el montaje, debido ello a mi método de rodaje, y que nunca he gastado más de veinte mil metros de película, lo que es poco.
Por el guión y la dirección de
Los olvidados
cobré dos mil dólares en total.
Y nunca he percibido el menor porcentaje.
Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión. La Prensa atacaba a la película. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro.
Al término de la proyección privada, mientras que Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia, un horror contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente, Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.
A finales de 1950, volví a París para presentarla. Caminando por las calles, que volvía a encontrar después de más de diez años de ausencia, sentía llenárseme de lágrimas los ojos. Todos mis amigos surrealistas vieron la película en el «Studio 28» y se sintieron, creo, impresionados por ella. Sin embargo, al día siguiente Georges Sadoul me mandó recado de que tenía que hablarme de algo grave. Nos reunimos en un café cercano a la plaza de l’
Étoille
, y me confió, agitado e, incluso, demudado, que el partido comunista acababa de pedirle que no hablara de la película. Sorprendido, pregunté por qué.
—Porque es una película burguesa —me respondió.
—¿Una película burguesa? ¿Cómo es eso?
—En primer lugar —me dijo—, se ve a través del cristal de una tienda a uno de los jóvenes abordado por un pederasta que le hace proposiciones. Llega entonces un agente de Policía, y el pederasta huye. Eso significa que la Policía desempeña un papel útil: ¡no es posible decir tal cosa! Y, al final, en el reformatorio, muestras a un director muy amable, muy humano, que deja a un niño salir para comprar cigarrillos.
Estos argumentos me parecían pueriles, ridículos, y le dije a Sadoul que no podía hacer nada. Por suerte, unos meses después el director soviético Pudovkin vio la película y escribió un artículo entusiasta en
Pravda
. La actitud del partido comunista francés cambió de la noche a la mañana. Y Sadoul se mostró muy contento de ello.
Éste es uno de los comportamientos de los partidos comunistas con los que siempre he estado en desacuerdo. Existe otro, a menudo ligado al primero, que siempre me ha chocado, el que consiste en afirmar después de la «traición» de un camarada: «¡Escondía bien su juego, pero traicionaba desde el principio!»
En París, con ocasión de las proyecciones privadas, otro adversario de la película fue el embajador de México, Torres Bodet, hombre cultivado que había pasado largos años en España e, incluso, había colaborado en la
Gaceta Literaria
. También él estimaba que
Los olvidados
deshonraba a su país.
Todo cambió después del festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz —hombre del que Breton me habló por primera vez a quien admiro desde hace mucho— distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.