Fue entonces, en Los Ángeles, cuando me encontró Denise Tual. Yo había conocido a Denise en París, casada con Pierre Batcheff, que hacía el papel principal en
Un chien andalou
. Después, se casó con Ronal Tual.
Me alegró mucho volver a verla. Me preguntó si quería realizar en París la versión cinematográfica de La casa de Bernarda Alba, de Lorca. A mí no me gustaba mucho esta obra, que conocía un éxito tremendo en París, pero acepté la oferta de Denise.
Como ella tenía que pasar tres o cuatro días en México —sigamos con admiración las sutiles sinuosidades del azar—, la acompañé. Desde el hotel «Montejo», en México, ciudad en que por primera vez ponía los pies, llamé a Nueva York a Paquita, el hermano de Federico. Me informó que unos productores londinenses le ofrecían por los derechos de la obra el doble de dinero que Denise. Comprendí que todo había terminado y se lo dije a Denise.
Una vez más, me encontraba sin ningún proyecto en una ciudad desconocida.
Fue entonces cuando Denise me puso en contacto con el productor Óscar Dancigers, a quien yo había conocido en los «Deux Magots», en París, antes de la guerra, presentado por Jacques Prévert.
Óscar me preguntó:
—Tengo algo para usted. ¿Quiere quedarse en México?
Cuando me preguntan si no lamento no haberme convertido en un director hollywoodense, como muchos otros directores llegados de Europa, respondo que no lo sé. El azar no actúa más que una vez y no rectifica casi nunca. Me parece, sin embargo, que en Hollywood, atrapado en el sistema americano y aun disponiendo de medios sin comparación posible con los exiguos presupuestos con los que habría de desenvolverme en México, mis películas hubieran sido completamente distintas. ¿Qué películas? No lo sé. No las he hecho.
En consecuencia, no lamento nada.
Años más tarde, en Madrid, Nicolas Ray me invitó a almorzar. Hablamos de diversas cosas, y, luego, me dijo:
—¿Cómo se las arregla usted, Buñuel, para realizar películas tan interesantes con unos presupuestos tan pequeños?
Le respondí que, para mí, el problema no se planteaba. Era o eso o nada.
Yo plegaba mi historia a la cantidad de dinero de que disponía. En México, nunca había superado los veinticuatro días de rodaje (salvo para
Robinsón Crusoe
, y ya diré por qué). Pero sabía que la modestia de mis presupuestos era también la condición de mi libertad. Y le dije:
—Usted, que es un director célebre —atravesaba entonces su período de gloria—, haga un experimento. Usted se lo puede permitir todo. Intente conquistar esa libertad. Por ejemplo, acaba de rodar una película por cinco millones de dólares. Ruede ahora una película por cuatrocientos mil, y verá por sí mismo la diferencia.
Exclamó:
—¡Ni pensarlo! Si hiciera tal cosa, todo el mundo en Hollywood pensaría que estoy en decadencia, que las cosas me van muy mal. Estaría perdido. ¡Nunca volvería a rodar nada!
Hablaba completamente en serio. La conversación me entristeció. Por mi parte, creo que nunca hubiera podido acomodarme a un sistema semejante.
En toda mi vida, solamente he rodado dos películas en lengua inglesa, financiadas por compañías americanas. Son, por otra parte, dos películas que recuerdo con agrado,
Robinsón Crusoe
, en 1952, y T
he Young One
(
La joven
), en 1960.
El productor Georges Pepper y el famoso guionista Hugo Butler, que hablaba de corrido el español, me propusieron la idea de
Robinsón Crusoe
.
Poco entusiasmado al principio, empecé a interesarme en la historia durante el transcurso del rodaje, introduje algunos elementos de vida sexual (sueño y realidad) y la escena del delirio en que Robinsón vuelve a ver a su padre.
Durante el rodaje, que se desarrolló en la costa mexicana del Pacífico, no lejos de Manzanillo, yo me hallaba prácticamente a las órdenes del operador jefe, Alex Philips, un americano que vivía en México, especialista en primeros planos. Se trataba de una especie de película-cobaya: por primera vez en América, se rodaba en Eastmancolor. Philips esperaba mucho tiempo antes de decirme que se podía rodar (y de ahí la duración de la realización, tres meses, caso único para mí) y las tomas salían para Los Ángeles todos los días.
Robinsón Crusoe
tuvo mucho éxito en casi todas partes. La película, cuyo coste no llegó a trescientos mil dólares, fue pasada varias veces en la Televisión americana. En medio de algunos recuerdos desagradables del rodaje — obligación de matar a un pequeño jabalí—, recuerdo la hazaña del nadador mexicano que franqueó las altas olas al principio de la película doblando a Robinsón. Durante tres días al año en el mes de julio se alzan olas enormes en este lugar de la costa. Fue un habitante de un pequeño puerto, adiestrado en este ejercicio, quien las franqueó magníficamente.
Por esta película en inglés, producida por Óscar Dancigers y que constituyó un éxito, cobré un total de diez mil dólares, suma más bien irrisoria. Pero nunca me han gustado las discusiones financieras, y no tenía agente ni abogado para defenderme. Enterados de mi salario, Pepper y Butler me ofrecieron el veinte por ciento de su porcentaje sobre los beneficios, pero lo rechacé.
Nunca en la vida he discutido la cantidad que se me ofrecía por un contrato.
Soy por completo incapaz de ello. Aceptaba o rehusaba, según los casos, pero jamás discutía. No creo haber hecho nunca por dinero una cosa indeseable.
Puedo decir que lo que no haga por un dólar no lo hago por un millón de dólares.
Muchos piensan que
The Young One
(
La joven
) fue rodada en Carolina del Sur, en los Estados Unidos. Nada de eso. La película fue rodada íntegramente en México, en la región de Acapulco y en los estudios «Churubusco», en la ciudad de México. Pepper fue el productor. Butler escribió el guión.
Los técnicos eran todos mexicanos, y los actores, norteamericanos, a excepción de Claudio Brook, que hacía el papel de pastor y hablaba un inglés perfecto. Volvería a estar con Claudio varias veces, en
Simón del desierto
,
El Ángel exterminador
,
La Vía láctea
.
La actriz que hacía el papel de muchacha, de trece o catorce años, no poseía ninguna experiencia teatral ni talento alguno especial. Además, sus temibles padres no se separaban de ella ni un instante, obligándole a trabajar con plena entrega, a obedecer exactamente al director. A veces, lloraba. Es quizás a todas estas condiciones —a su inexperiencia, a su temor— a lo que debe su extraordinaria presencia en la película. Así ocurre a menudo con los niños. Los niños y los enanos han sido los mejores actores de mis películas.
Hoy es de buen tono declararse antimaniqueo. El primer escritorcillo que escribe un primer librito nos advierte que, a sus ojos, no hay cosa peor que el maniqueísmo (sin saber muy bien, por otra parte, de qué se trata). Esta moda se ha hecho tan común, que a veces me asaltan sinceros deseos de proclamarme maniqueo y obrar en consecuencia.
En cualquier caso, en el interior del sistema moral americano, perfectamente codificado para uso del cine, había siempre buenos y malos.
The Young One
pretendía reaccionar contra esta vieja actitud. El negro era bueno y malo, lo mismo que el blanco, que decía al negro, en el momento en que éste iba a ser ahorcado por una supuesta violación: «No puedo verte como un ser humano.
» Este rechazo al maniqueísmo fue, probablemente, la razón principal del fracaso de la película. Estrenada en Nueva York en la Navidad de 1960, fue atacada desde todas partes. A decir verdad, la película no gustó a nadie, Un periódico de Harlem escribió, incluso, que habría que colgarme cabeza abajo de un farol de la Quinta Avenida. Reacciones violentas que me han perseguido toda la vida.
Sin embargo, yo hice esta película con amor, Pero no tuvo suerte. El sistema moral no podía aceptarla. Tampoco tuvo éxito en Europa, y hoy no se proyecta casi nunca.
Entre los otros proyectos americanos que nunca realicé debo citar
The loved ones
, adaptación de una novela de Evelyn Waugh, que contaba una historia de amor en el ambiente de los servicios funerarios americanos y que me gustaba enormemente.
Escribí la adaptación en colaboración con Hugo Butler, y Pepper marchó a intentar vender el guión a una importante compañía americana. Pero la muerte era un tema tabú que más valía dejar dormir en paz.
El director de una compañía citó a Peter para las diez de la mañana. Pepper llega puntualmente, se le hace pasar a un saloncito en el que esperan otras personas.
Transcurren unos minutos. De pronto, se enciende una pantalla de televisión, y aparece en la pantalla el rostro del director, que dice:
—Buenos días, Mr. Pepper. Gracias por haber venido. Hemos tenido conocimiento de su proyecto, pero no nos interesa por el momento. Espero que algún día tengamos ocasión de trabajar juntos. Hasta la vista, Mr. Pepper.
Y ¡clac!, el televisor se apaga.
Incluso al propio Georges Pepper, que era americano, este procedimiento le pareció bastante sorprendente. Por mi parte, encuentro terrible la historia.
Finalmente, revendimos los derechos del libro, y la película fue realizada por Tony Richardson, pero nunca tuve ocasión de verla.
Otro proyecto que me tentó mucho, la adaptación de
Lord of the flies
(
El señor de las moscas
). Nos fue imposible adquirir los derechos. Peter Brook realizó la película, que yo no he visto.
Entre los libros que he leído, hay uno que me ha impresionado con la misma fuerza que un puñetazo. Es
Johnny cogió su fusil
, de Dalton Trumbo. Un soldado ha perdido en la guerra casi todas las partes de su cuerpo y se encuentra en una cama de hospital con solamente su conciencia, intentando comunicarse con los que le rodean, a quienes no ve ni oye.
Yo debía hacer la película, pagada por Alatriste, en 1962 o 1963. Dalton Trumbo, que escribía el guión (era uno de los guionistas más célebres de Hollywood), vino en varias ocasiones a México para trabajar conmigo. Yo hablaba y hablaba, él se limitaba a tomar notas. Aunque finalmente no conservó más que unas pocas de mis ideas, tuvo la gentileza de poner nuestros dos nombres en el guión. Pero yo rehusé.
El proyecto zozobró. Diez años después, Trumbo consiguió realizar él mismo la película. La vi en Cannes y acompañé a Trumbo en su conferencia de Prensa. Quedaba algo interesante en esta película demasiado larga, desdichadamente ilustrada con sueños académicos.
Para acabar, por último, con mis proyectos americanos, añadiré que Woody Allen me propuso interpretar mi propio papel en
Anny Hall
. Se me ofrecían treinta mil dólares por dos días de trabajo, pero debía permanecer una semana en Nueva York. Tras algunas vacilaciones, rehusé. Finalmente, fue Mac Luhan quien interpretó su papel, en el vestíbulo de un cine. Vi la película más tarde, y no me gustó mucho.
En diversas ocasiones, productores americanos y europeos me propusieron realizar una película basada en
Bajo el volcán
, la novela de Malcolm Lowry que se desarrolla íntegramente en Cuernavaca. Leí y releí el libro, sin poder imaginar una solución realmente cinematográfica. Con sólo la acción exterior, parece de una banalidad extrema. Todo se desarrolla en el interior del personaje principal. ¿Cómo traducir a imágenes los conflictos de este mundo interior? Leí ocho adaptaciones diferentes. Ninguna me convenció, Sé, por otra parte, que varios directores se han sentido como yo, tentados por la belleza del libro y que, hasta el momento, todos han renunciado.
En 1940, tras mi nombramiento para el Museo de Arte Moderno, había tenido que someterme a un minucioso examen en el que se me formularon toda clase de preguntas, en particular acerca de mis relaciones con el comunismo.
Eso para convertirme en inmigrante oficial. Después de lo cual, me fui con mi familia a Canadá, en donde regresé al cabo de unas horas por Niagara Falls.
Mera formalidad.
En 1955, el problema se planteó de nuevo y con más severidad. Volvía de París tras el rodaje de
Cela s’appelle l’aurore
, cuando fui detenido en el aeropuerto.
Se me hizo pasar a una salita, y supe allí que figuraba en el comité de apoyo a la revista
España Libre
, violentamente antifranquista, que había atacado a los Estados Unidos. Como, al mismo tiempo, figuraba entre los firmantes de un manifiesto contra la bomba atómica, fui sometido a un nuevo interrogatorio, en el que se repitieron las mismas preguntas sobre mis opiniones políticas. Se me incluyó en la famosa lista negra. Cada vez que pasaba por los Estados Unidos, me veía sometido a las mismas medidas discriminatorias, tratado como un gángster. Esta inclusión en la lista negra no desapareció hasta 1975.
No regresé a Los Ángeles hasta 1972, con motivo de la presentación en el festival de
El discreto encanto de la burguesía
. Volví a encontrar con placer las tranquilas avenidas de Beverly Hills, la impresión de orden y seguridad, la amabilidad americana. Un día, recibí de Georges Cukor una invitación a comer, invitación extraordinaria, pues no le conocía. Invitaba también a Serge Silberman y Jean-Claude Carrière, que estaban conmigo, y a mi hijo Rafael, que vive en Los Ángeles. Irían también, nos decía, «varios amigos».
Fue una comida extraordinaria. Llegados los primeros a la magnífica mansión de Cukor, que nos recibió calurosamente, vimos entrar, medio llevado por una especie de esclavo negro provisto de poderosos músculos, a un viejo espectro vacilante, con un parche en el ojo, a quien reconocí como John Ford.
Nunca habíamos coincidido. Con gran sorpresa por mi parte, pues creía que ignoraba hasta mi existencia, se sentó a mi lado en un sofá y dijo alegrarse de mi regreso a Hollywood. Me anunció, incluso, que preparaba una película —
a big western
—, cuando habría de morir pocos meses después.
En este momento de la conversación, oímos el arrastrarse de unos pasos sobre el parquet. Me volví. Hitchcock entraba en la sala, todo rechoncho y sonrosado, y se dirigía hacia mí con los brazos extendidos. Tampoco le conocía personalmente, pero sabía que en varias ocasiones había cantado públicamente mis alabanzas. Se sentó junto a mí y, luego, exigió estar a mi izquierda durante la comida. Con un brazo pasado sobre mis hombros, casi echado sobre mí, no cesaba de hablar de su bodega, de su régimen (comía muy poco) y, sobre todo, de la pierna cortada de Tristana: «¡Ah, esa pierna…! » Llegaron luego William Wyler, Billy Wilder, Georges Stevens, Ruben Mamoulian, Robert Wise y un director mucho más joven, Robert Mulligan.