Me enseñan en la revista cinematográfica
Motion Pictures Herald
un artículo en el que se dice que un extraño personaje, Luis Buñuel, autor de una película resueltamente escandalosa titulada
La Edad de oro
, ostenta un alto cargo en el Museo de Arte Moderno.
Me encojo de hombros, ya otras veces me han insultado, y me trae sin cuidado, pero las secretarias dicen: «¡No, no, esto es muy serio!» Voy a la sala de proyección, y el operador, que también ha leído el artículo, me recibe señalándome con el dedo y diciendo:
Bab boy
!
Voy a ver a Iris Barry. La encuentro también llorando. Parece como si se me hubiera condenado a la silla eléctrica. Hace ya un año, me dice, desde la publicación del libro de Dalí, que el Departamento de Estado, influido por Prendergast, ejerce presiones sobre el Museo para que me echen a la calle.
Ahora, a causa de este artículo, el escándalo es público.
Ocurría esto el mismo día en que la escuadra americana desembarcaba en África. Iris llama al director del Museo, Mr. Bar, que me aconseja resistir.
Yo prefiero dimitir, y, de la noche a la mañana, me encuentro en la calle.
Otro período negro, tanto más cuando que mi ciática se había vuelto tan dolorosa que, algunos días, me veía obligado a desplazarme con muletas. Gracias a Wladimir Pozner, fui contratado para grabar los textos de documentales sobre el Ejército americano, el Cuerpo de Ingenieros, de Artillería, etc. Estas películas eran seguidamente distribuidas por toda América Latina. Yo tenía cuarenta y tres años.
Después de mi dimisión, cito un día a Dalí en el bar del «Sherry Netherland ». Llega, muy puntual, y pide champaña. Furioso, dispuesto a pegarle, le digo que es un cerdo, que por culpa suya estoy en la calle. Él me responde con esta frase, que no olvidaré jamás:
—Escucha, he escrito ese libro para hacerme un pedestal a mí mismo. No para hacértelo a ti.
Me guardé la bofetada en el bolsillo. Con ayuda del champaña —y de los recuerdos y el sentimiento—, nos separamos casi amigos. Pero la ruptura es profunda. No volvería a verlo más que una sola vez.
Picasso era pintor, y no era nada más que pintor. Dalí iba mucho más allá.
Aun cuando ciertos aspectos de su personalidad son abominables —la manía de la publicidad personal, del exhibicionismo, la búsqueda frenética de gestos o frases originales, que para mí son tan viejas como «amaos los unos a los otros»—, es un auténtico genio, un escritor, un conversador, un pensador sin igual. Hemos sido amigos íntimos durante mucho tiempo, y nuestra colaboración en el guión de
Un chien andalou
me deja el recuerdo maravilloso de una total armonía de gustos.
Lo que se ignora es que se trata del individuo menos práctico del mundo.
Se le toma por un prodigioso hombre de negocios, por un empedernido financiero.
En realidad, hasta su encuentro con Gala no tenía ningún sentido del dinero. Por ejemplo, Jeanne, mi mujer, tenía que ocuparse de sacarle el billete del tren. Un día, estábamos en Madrid con Lorca. Federico le pide que cruce la calle Alcalá para sacar unas entradas en el «Apolo», donde se representaba una zarzuela. Dalí sale, permanece ausente media hora y vuelve sin entradas, diciendo: «No entiendo nada. No sé cómo hay que hacerlo.» En París, su tía tenía que cogerle del brazo para hacerle cruzar el boulevard.
Cuando pagaba, olvidaba pedir las vueltas, y todo así. Bajo la influencia de Gala, que le hipnotizó, pasó de un extremo al otro, e hizo del dinero (o, mejor dicho, del oro) el dios que dominaría la segunda parte de su vida. Pero estoy seguro de que, aun hoy, carece de todo verdadero sentido práctico.
Un día, en Montmartre, voy a visitarlo a su hotel y le encuentro desnudo de cintura para arriba y con un apósito en la espalda. Habiendo creído sentir una chinche o algún otro insecto —en realidad, se trataba de un grano o una verruga—, se había cortado la espalda con una navaja de afeitar y sangraba abundantemente. El dueño del hotel mandó llamar a un médico. Todo eso por una chinche imaginaria.
Ha contado muchas mentiras y, sin embargo, es incapaz de mentir. Cuando, por ejemplo, para escandalizar al público americano, escribe que un día, visitando un museo de Historia Natural, se sintió violentamente excitado por los esqueletos de los dinosaurios, hasta el punto de verse obligado a sodomizar a Gala en un pasillo, está mintiendo, evidentemente. Pero se siente tan deslumbrado por sí mismo que todo lo que dice le impresiona con la fuerza ciega de la verdad.
Su vida sexual fue prácticamente inexistente. Era un imaginativo, de tendencias ligeramente sádicas. Por completo asexuado, de joven se burlaba sin cesar de sus amigos que amaban y buscaban a las mujeres…, hasta el día en que, desvirgado por Gala, me escribió una carta de seis páginas para explicarme a su manera todas las maravillas del amor físico.
Gala es la única mujer con la que ha hecho realmente el amor. Llegó a seducir a otras mujeres, sobre todo multimillonarias americanas, pero se conformaba, por ejemplo, con desnudarlas en su apartamento, freír un par de huevos, colocárselos a las mujeres sobre los hombros y despedirlas sin decir palabra.
Cuando, hacia principios de los años treinta, fue por primera vez a Nueva York —viaje organizado por un marchante de cuadros—, fue presentado a los multimillonarios, por los que ya sentía verdadera debilidad, e invitado a un baile de disfraces. América entera estaba entonces traumatizada por el secuestro del niño Lindbergh, el hijo del famoso aviador. Gala hizo su entrada en el baile, vestida con ropas infantiles y con la cara, el cuello, y los hombros, manchados de sangre. Dalí decía al presentarla:
—Va vestida de hijo de Lindbergh asesinado.
Esto fue muy mal recibido. Se trataba de un personaje casi sagrado, de una historia que no se podía tocar bajo ningún pretexto. Dalí, severamente reprendido por su marchante, dio a toda prisa marcha atrás y contó a los periodistas, en lenguaje hermético-psicoanalítico, que el disfraz de Gala se inspiraba, en realidad, en el complejo X. Se trataba de un disfraz freudiano.
De regreso en París, hubo de enfrentarse al grupo. Su falta era grave: repudio público de un acto surrealista. El propio André Breton me contó que en aquella reunión, a la que yo no asistí Salvador Dalí cayó de rodillas, con los ojos llenos de lágrimas y las manos juntas, jurando que los periodistas habían mentido y que él siempre había dicho, siempre había afirmado, que se trataba del asesinado hijo de Lindbergh.
Cuando, mucho más tarde, vivía en Nueva York, en los años sesenta, recibió un día la visita de tres mexicanos que preparaban una película. Carlos Fuentes había escrito el guión, Juan Ibáñez se encargaba de la dirección. Con ellos se encontraba el director de producción Amerigo.
No pedían a Dalí más que una cosa: la autorización para filmarle entrando en el bar del «San Regis» y dirigiéndose a su mesa habitual, llevando, como todos los días, una pequeña pantera (o un leopardo) al extremo de una cadena de oro.
Dalí les recibió en el bar y les envió inmediatamente a Gala, «que se ocupa de esas cosas».
Gala recibe a los tres hombres, les invita a tomar asiento y les pregunta:
—¿Qué desean? Ellos presentan su petición. Gala les escucha y les pregunta, bruscamente:
—¿Les gusta a ustedes el bistec? ¿El buen bistec, grueso y bien tierno?
Un poco desconcertados, creyendo que les está invitando a almorzar, los tres responden afirmativamente.
Gala les dice entonces:
—A Dalí también le gustan los bistecs. ¿Y saben ustedes cuánto vale un buen bistec?
Ellos no saben qué decir.
Gala les pide entonces un precio exorbitante —diez mil dólares—, y los tres hombres se van con las manos vacías.
Dalí, como Lorca, tenía un miedo terrible al sufrimiento físico y a la muerte.
Había escrito una vez que no conocía nada más excitante que el espectáculo de un vagón de tercera lleno de obreros muertos, aplastados en un accidente.
Descubrió la muerte el día en que un príncipe que él conocía, una especie de árbitro de las elegancias mundanas, el príncipe Mdinavi, invitado a Cataluña por el pintor Sert, se mató en un accidente de automóvil. Aquel día, Sert y la mayoría de sus invitados se encontraban en el mar a bordo de un yate. Dalí se había quedado en Palamós para trabajar. Él fue el primero en ser informado de la muerte del príncipe Mdinavi. Acudió al lugar del accidente y se declaró totalmente trastornado.
La muerte de un príncipe era para él una verdadera muerte. No tenía nada que ver con un vagón lleno de cadáveres de obreros.
No hemos vuelto a vernos desde hace treinta y cinco años. Un día, en 1966, en Madrid, mientras trabajaba con Carrière en el guión de
Belle de Jour
, recibo de Cadaqués un extraordinario telegrama en francés (colmo del esnobismo) y muy ampuloso, en el que me pide que vaya inmediatamente a verle para escribir con él la continuación de
Un chien andalou
. Precisa: «Tengo ideas que te harán llorar de alegría», y añade que está dispuesto a acudir a Madrid si yo no puedo ir a Cadaqués.
Le respondí con el conocido proverbio de que «agua pasada no mueve molino ».
Poco después, me mandó otro telegrama para felicitarme por el León de Oro que
Belle de Jour
ganó en Venecia. Quiso también obtener mi colaboración en una revista que se disponía a lanzar y que se llamaba
Rinoceronte
. No le contesté.
En 1979, con ocasión de la gran exposición Dalí en París, en el Museo Beaubourg, acepté prestarle el retrato que me hizo en otro tiempo, cuando éramos estudiantes en Madrid, un minucioso retrato que realizó dividiendo el lienzo en pequeños cuadros, midiendo exactamente mi nariz, mis labios, y en el que, a petición mía, añadió varias nubes largas y ahiladas que me habían gustado en un cuadro de Mantegna.
Con motivo de esta exposición, teníamos que reunimos en París, pero, como se trataba de un banquete oficial, con fotógrafos y publicidad, rehusé asistir.
Cuando pienso en él, pese a todos los recuerdos de nuestra juventud, pese a la admiración que todavía hoy me inspira una parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad.
Hace algunos años, yo declaré en una entrevista que, de todos modos, me gustaría tomar una copa de champaña con él antes de morir. Él leyó la entrevista y dijo: «A mí también, pero no bebo.»
Me encontraba, pues, sin empleo en 1944, en Nueva York, atormentado por violentos ataques de ciática. El presidente de la Sociedad de Quiroprácticos de Nueva York estuvo a punto de convertirme en un inválido definitivo, tan brutales eran sus métodos. Apoyado en muletas, entro un día en uno de los despachos de la «Warner Brothers». Se me propone volver a Los Ángeles para ocuparme de nuevo de versiones españolas. Acepto.
Hago el viaje en tren con mi mujer y mis dos hijos (el segundo, Rafael, nació en Nueva York en 1940). Yo sufría tanto a consecuencia de la ciática que debía permanecer acostado sobre una tabla. Por fortuna, en Los Ángeles, otro quiropráctico, una mujer, tras dos o tres meses de cuidados muy suaves, me libraría definitivamente de ella.
Esta vez, permanecí dos años en Los Ángeles. El primer años, viví normalmente de mi trabajo. El segundo, perdido ese trabajo, viví de lo que había ahorrado de las ganancias obtenidas en el año anterior. Concluía la época de las versiones diferentes. Con el fin de la guerra, estaba claro que los países del mundo entero se iban a mostrar ávidos de productos americanos, de actores americanos. En España, por ejemplo, todo indicaba que el público prefería a Humphrey Bogart hablando en español —aun bastante mal doblado y por inverosímil que pareciese—, que un actor español interpretando el mismo papel.
El doblaje ganaba definitivamente la partida. No tardaría en realizarse, no ya en Hollywood, sino en cada país en que se proyectase la película.
En el curso de esta tercera estancia, volví a ver con frecuencia a René Clair, y también a Eric von Stroheim, por quien sentía viva simpatía. Resignado a no hacer cine jamás, de vez en cuando anotaba, no obstante, una idea en unas cuantas páginas, por ejemplo, la historia de la niña perdida, que sus padres buscan y que, sin embargo, está con ellos (situación que utilicé mucho más tarde en
El fantasma de la libertad
), o, incluso, una película en dos bobinas que mostraría a unos personajes humanos comportándose exactamente igual que insectos, como una abeja, como una araña.
He hablado también de un proyecto de película con Man Ray. Paseando en coche, descubrí un día un inmenso vertedero de basuras de Los Ángeles: una fosa de cerca de dos kilómetros de longitud y doscientos o trescientos metros de profundidad. Había allí de todo, desperdicios, pianos de cola, casas enteras.
En el fondo de la fosa, en una parte despejada en medio de los amontonamientos de desechos, se veían dos o tres casitas habitadas.
De una de esas casas vi salir una muchacha de catorce o quince años, e imaginé que ella vivía una historia de amor en este decorado de fin del mundo.
Man Ray se mostró de acuerdo en trabajar conmigo, pero imposible encontrar dinero.
Con Rubin Barcia, el escritor español que se ocupaba de los doblajes, trabajé en la misma época sobre el guión de una película de misterio,
La novia de medianoche
, en la que se veía (creo) reaparecer a una muchacha muerta…, historia racional en el fondo, en la que todo quedaba explicado, al final. Tampoco en este caso se presentó ninguna posibilidad de producción.
Intenté, igualmente, trabajar para Robert Florey, que preparaba
La bestia de cinco dedos
. Muy amistosamente, me ofreció escribir una secuencia de la película, que debía interpretar Peter Lorre. Imaginé una escena —en la que se veía una mano viva, la bestia— que se desarrollaba en una biblioteca. A Peter Lorre y Florey les gustó mi trabajo. Fueron al despacho del productor para hablarle de él, pidiéndome que esperase a la puerta. Al salir, poco después, Florey me hizo un gesto negativo con el dedo pulgar. Rechazado.
Más tarde, vi la película en México. Mi escena estaba allí, entera. Me disponía a entablar una demanda judicial, cuando alguien me dijo: «La “Warner Brothers” tiene 64 abogados, nada más que en Nueva York. Atáquelos, si quiere.» No hice nada.