—Esa es mi chica —dijo ella, que a todas luces aprobaba su decisión.
—¿Por qué estás despierta a estas horas? Has contestado tan rápido que se diría que estabas durmiendo junto al teléfono. —Me picaba un poco la curiosidad porque Mamá siempre dormía con el teléfono a su lado cuando estaba preocupada por alguna de nosotras. Era una costumbre que había adoptado desde que yo empecé a salir con chicos a los quince años.
—No he dormido con el teléfono desde que Jenni se graduó en el instituto. Lo que pasa es que sigo trabajando en estos famosos impuestos trimestrales, y este estúpido ordenador se me sigue colapsando, y no puede leer sus programas. Ahora está imprimiendo una jerga incomprensible. Me encantaría enviar la declaración escrita con ese código porque las instrucciones del departamento de Hacienda son tan claras que ni siquiera ellos saben lo que hacen. ¿Cómo crees que quedaría?
—No quedaría bien. Hacienda no tiene sentido del humor.
—Ya lo sé —dijo ella, triste. De haber sabido que esta máquina me dejaría tirada, habría hecho todo esto a mano mucho más rápido, pero tengo todos mis archivos en el ordenador. A partir de ahora voy a guardar copias en papel.
—¿No tienes copia de seguridad?
—Claro que sí. Pregúntame si funciona.
—Entonces creo que tienes un problema muy gordo.
—Ya lo sé, y estoy harta de todo este pastel. Pero se ha convertido en una cuestión de honor, y no dejaré que me venza este monstruo descerebrado.
Eso quería decir que iría mucho más allá del punto en que una persona normal habría tirado la toalla y llevado el bicho a una clínica informática.
Luego se me ocurrió algo y miré a Wyatt.
—¿Puedo contarle a Mamá lo de los pelos que habéis encontrado?
Él se lo pensó un momento y luego asintió.
—¿Qué pelos? —me preguntó Mamá.
—Los forenses han encontrado unos pelos de color oscuro, de unos veinticinco centímetros de largo, en los bajos de mi coche. ¿Se te ocurre alguien con ese largo de pelo que quisiera matarme?
—Humm. —Era el ruido que decía que Mamá estaba pensando—. ¿Es pelo negro o simplemente oscuro?
Le transmití la pregunta a Wyatt. Él puso esa cara que decía que quería saber qué diferencia había, pero luego pensó en ello y vio la diferencia.
—Yo diría que negro.
—Negro —dije.
—¿Natural o teñido?
Mamá se había enrollado.
—¿Natural o teñido? —le pregunté a Wyatt.
—Todavía no lo sabemos. Tienen que analizar las pruebas.
—Todavía lo están mirando —le dije a Mamá—. ¿Se te ha ocurrido alguien?
—Por ejemplo, Malinda Connors.
—Mamá, eso ocurrió hace quince años, el día que le pegué, en la fiesta de la Reina de la Fiesta. Seguro que a estas alturas se le habrá pasado.
—No estoy tan segura. A mí siempre me pareció que esa chica era de naturaleza vengativa.
—Pero demasiado impaciente. No podría haber esperado tanto tiempo.
—Es verdad. Humm. Tiene que ser alguien que tiene celos de ti por algún motivo. Pregúntale a Wyatt con quién salía antes de que empezarais todo esto.
—Ya hemos pensado en eso. Según él, no hay candidatas.
—A menos que haya vivido como un monje, hay candidatas.
—Ya lo sé, pero ni siquiera quiere darme los nombres para que yo lleve a cabo mis investigaciones.
Wyatt vino a sentarse a mi lado en la cama.
—¿De qué estáis hablando?
—De ti y tus mujeres —dije, dándole la espalda y apartándome para que no escuchara la conversación.
—No tengo mujeres —dijo, exasperado.
—¿Has oído eso? —le pregunté a Mamá.
—Lo he oído. Sólo que no me lo creo. Pregúntale cuánto tiempo duró su abstinencia antes de conocerte.
Hay que señalar que mi madre suponía que su abstinencia ya había concluido. El hecho de que le importara tan poco mi actual vida amorosa era una señal de que aprobaba a Wyatt en toda regla, lo cual no es poca cosa. Contar con la aprobación de Mamá es un elemento fundamental de la sana y alegre convivencia en familia.
Lo miré por encima del hombro.
—Mamá quiere saber cuánto tiempo estuviste sin probar nada, antes de que nos comprometiéramos.
Su expresión era de auténtica alarma.
—No es verdad. Ella no ha dicho eso.
—Sí que lo ha dicho. Toma. Te lo dirá en persona.
Le pasé el teléfono y él lo cogió con gesto cauto.
—Hola —dijo, y luego escuchó. Vi que en sus mejillas comenzaban a brotar dos manchas rojas. Se tapó los ojos, como si quisiera esconderse de la pregunta.
—Eh… ¿seis semanas? —dijo, con voz tímida—. Puede ser. Tal vez un poco más. Le paso a Blair.
Me devolvió el teléfono con un movimiento rapidísimo. Lo cogí y pregunté:
—¿Qué piensas?
—Seis semanas es un tiempo largo de espera si estás loca por alguien o tienes una fijación con él —dijo Mamá—. Lo más probable es que esté limpio. ¿Y tú? ¿Has tenido algún medio novio que luego se haya metido con alguna chalada que cultivara unos celos intensos hacia sus antiguas relaciones?
Medio novio significa un par de citas, pero nada serio entre medio, y cada cual acababa alejándose de la órbita del otro. Desde Wyatt, había salido con unos cuantos de ésos y, en ese momento, ni siquiera estaba segura de que pudiera recordar sus nombres.
—No he seguido manteniendo los contactos, pero supongo que puedo averiguarlo —dije. Eso, si lograba recordar los nombres.
—Es la única posibilidad que se me ocurre —dijo Mamá—. Dile a Wyatt que arregle este asunto rápido, porque se acerca la fecha del cumpleaños de tu abuela y no podremos celebrarlo si tú sigues escondida.
Después de colgar, le transmití ese último mensaje y él asintió, como si tomara nota de ello, pero estoy bastante segura de que Wyatt todavía no entendía quién era la abuela. No tenía ni idea de la ira que se abatiría sobre nuestras cabezas si le hacíamos el más mínimo desaire. La abuela decía que ya no le quedaban muchos cumpleaños por celebrar, así que si de verdad la queríamos, tendríamos que sacarle todo el partido posible. La abuela, la madre de mi madre, como habréis adivinado, cumplirá setenta y cuatro años el próximo cumpleaños, así que ni siquiera es tan vieja, pero sabe manipular lo de su edad para conseguir lo que quiere.
Así es. Es una cosa curiosa la genética, ¿no os parece?
Le lancé una mirada encendida.
—Venga, dímelo, ¿cómo se llama?
Él sabía perfectamente de qué le hablaba.
—Lo sabía —dijo, sacudiendo la cabeza—. Sabía que te pegarías a ese detalle como una sanguijuela. No fue nada. Me encontré con una vieja amiga… en una conferencia y… no fue nada.
—Salvo que te acostaste con ella —dije, con tono acusador.
—Tiene el pelo rojo —dijo—. Y trabaja como inspectora en… joder, no pienso decir dónde trabaja. Tan tonto no soy. Mañana estarías llamándola por teléfono para acusarla de intento de asesinato o para intercambiar vuestras impresiones acerca de mí.
—Si es poli, sabe disparar.
—Blair, confía en mí, por favor. Si pensara que hubiera la más mínima posibilidad de que ella hiciera algo así, ¿crees que vacilaría un segundo antes de detenerla para interrogarla?
Respondí con un suspiro. Tenía una manera de decir las cosas que me dejaba escaso margen de maniobra, y se había dado cuenta rápidamente de ello.
—Pero se trata de alguien que tiene celos de mí —dije—. Mamá tiene razón. Yo tengo razón. Se trata de un asunto personal.
—Estoy de acuerdo. —Se incorporó y empezó a quitarse la ropa—. Pero son más de las doce. Estoy cansado, y tú también, y podremos hablar de esto cuando tengamos los resultados de los análisis del pelo. Sabremos si nos las vemos con un pelo moreno de verdad o con alguien que se lo ha teñido para disimular su aspecto antes de pasar a la acción.
Tenía razón en lo de estar cansados, así que decidí que también tenía razón con esto otro. Me quité la ropa y me metí desnuda entre las sábanas frías. Él puso el termostato en Hipotermia Segunda Fase, apagó las luces y se metió en la cama conmigo. En ese momento descubrí que había mentido con lo de estar cansado.
E
sa noche volví a soñar con mi Mercedes rojo. En este sueño no había puente, sólo una mujer que me apuntaba frente a mi coche con una pistola. Observé que su pelo no era negro. Era de un color castaño claro, un tono casi rubio pero que no llegaba a ser rubio. Lo curioso era que yo estaba estacionada delante del piso donde vivíamos con Jason cuando nos casamos. No vivimos mucho tiempo allí, puede que un año, antes de comprar una casa. Cuando nos divorciamos, no tuve problemas para dejarle la casa a Jason y los pagos pendientes a cambio del capital con que comencé Cuerpos Colosales.
Aunque en el sueño la mujer me apuntaba con la pistola, yo no tenía miedo. Más que asustada, me sentía exasperada con ella por ser tan tonta. Al final, bajaba del coche y me alejaba caminando, lo cual demuestra lo absurdos que son los sueños, porque yo nunca abandonaría así mi Mercedes.
Me desperté sintiéndome intrigada, que es una manera muy rara de sentirse al despertar. Desde luego, todavía estaba en la cama, así que nada había ocurrido que pudiera intrigarme.
Hacía tanto frío en la habitación que temí que el trasero se me fuera a congelar si salía de la cama. No sé por qué a Wyatt le gustaba poner el aire acondicionado tan alto por la noche, a menos que tuviera algo de esquimal. Levanté la cabeza para mirar el reloj: las cinco y cinco de la madrugada. Faltaban todavía veinticinco minutos para que sonara la alarma, pero si yo estaba despierta, no veía motivo alguno para que Wyatt siguiera durmiendo, así que le di en un costado.
—Ah. Auch —dijo, con voz pastosa, y se dio la vuelta. Con su mano enorme me frotó el vientre—. ¿Estás bien? ¿Otra pesadilla?
—No, he tenido un sueño, pero no era una pesadilla. Estoy despierta y la habitación está fría como una nevera industrial. Me da miedo levantarme del frío que hace.
Emitió un ruido, una mezcla de gruñido y bostezo, y miró el reloj.
—Todavía no es la hora de levantarse —dijo, y volvió a hundirse en la almohada.
Le volví a dar en el costado.
—Sí que es la hora. Tengo que pensar en una cosa.
—¿No puedes pensar mientras yo duermo?
—Claro que podría, si no insistieras en que todo se congele por la noche, y si tuviera una taza de café. Creo que deberías subir el termostato a, digamos, unos cuatro grados, y así podré empezar a derretirme y, ya que estás levantado, podrías prestarme una de tus camisas de franela para abrigarme.
Él volvió a gruñir y se tendió de espaldas.
—Vale, vale. —Farfulló un par de frases, dejó la cama y salió al pasillo, donde estaba el termostato. Al cabo de unos segundos, el aire frío paró. El aire seguía frío, pero al menos no circulaba. Luego Wyatt volvió a la habitación y se metió en el fondo del armario, de donde salió con algo largo y oscuro. Lo tiró encima de la cama y luego volvió a meterse bajo las sábanas.
—Nos veremos en veinte minutos —murmuró, y volvió a dormirse con la misma facilidad.
Cogí la prenda larga y oscura y me envolví con ella. Era una bata, agradable y gruesa. Cuando bajé de la cama y me puse de pie, los pesados pliegues de tela me llegaban hasta los tobillos. Me apreté el cinturón al salir de puntillas de la habitación (no quería molestarlo) y encendí las luces de la escalera para no romperme el cuello al bajar.
La cafetera estaba programada para encenderse a las cinco y veinticinco, pero yo no quería esperar tanto. Le di al interruptor, se encendió el testigo rojo y el trasto empezó con sus pitidos y borboteos que anunciaban que ya llegaban los refuerzos.
Cogí una taza del armario y me quedé esperando. Cuando mis pies descalzos entraron en contacto con el suelo, sentí tanto frío que los dedos se me doblaron hacia arriba. Si teníamos hijos, pensé, Wyatt tendría que renunciar a la costumbre de poner el aire acondicionado tan alto por las noches.
Sentí una especie de sacudida en el estómago, como sucede cuando uno llega a la parte de arriba de la montaña rusa, y me creí atrapada en una sensación de irrealidad. Era como ocupar dos planos de existencia a la vez: el mundo real y el mundo de los sueños. El sueño era Wyatt, lo era desde el momento en que lo conocí, y yo había aceptado haber perdido la oportunidad. Ahora, de pronto, el mundo de los sueños también era el mundo real, y me estaba costando trabajo asimilarlo.
En poco más de una semana, todo se había invertido. Wyatt me dijo que me amaba. Que nos íbamos a casar. Yo le creí las dos cosas, puesto que les había dicho lo mismo a mis padres, a su madre y a todo el cuerpo de policía. Y no sólo eso, de hecho, si él sentía por mí lo mismo que yo sentía por él, entendía que al principio le hubiera entrado el miedo, porque ¿cómo se enfrenta uno a un problema como ése?
Las mujeres pueden lidiar mejor que los hombres con esas cosas, porque somos más duras. Al fin y al cabo, la mayoría de nosotras crece pensando que algún día se quedará embarazada y tendrá hijos, y cuando una piensa en lo que eso significa de verdad para el cuerpo de la mujer, es un milagro que les dejemos acercarse a menos de un kilómetro.
Los hombres se creen sometidos a una gran presión porque tienen que afeitarse todos los días. Y yo os pregunto: comparado con lo que deben soportar las mujeres, ¿no es eso una prueba de que los hombres son unos blandengues?