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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (40 page)

BOOK: Morir de amor
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Wyatt había perdido dos años porque pensaba que yo era una caprichosa. No soy una caprichosa. Para caprichosas, la abuela. Desde luego, ella ha tenido mucha más práctica. Espero ser igual que ella cuando tenga esa edad. Por ahora, sólo soy una mujer adulta razonable y lógica que gestiona su propio negocio y cree en una relación compartida entre dos personas al cincuenta por ciento. Resulta que habrá veces en que yo tendré los dos cincuenta por ciento, como ahora, cuando me han disparado o cuando esté embarazada. Pero ésas son ocasiones especiales, ¿no?

Había suficiente café en la cafetera para llenar mi taza. Gracias a Dios por la interrupción automática de las cafeteras modernas. Cuando la saqué, sólo cayó una gota en la placa caliente. Me serví y devolví la cafetera a su lugar y me apoyé contra los armarios mientras me entretenía especulando sobre lo que me intrigaba tanto de mi sueño.

Tenía los pies congelados, así que al cabo de un rato entré en la sala y cogí la libreta donde había anotado las transgresiones de Wyatt y me instalé en su sillón con la bata enrollada alrededor de los pies.

Lo que mi madre había dicho la noche anterior, es decir, hacía pocas horas, había activado todo un hilo de pensamiento. El problema era que los eslabones no estaban conectados todavía, así que, técnicamente, supongo que no había una cadena, porque los eslabones tienen que estar unidos para formar una cadena. No, ahí estaban los fragmentos esparcidos para que alguien viniera y los uniera.

Mamá había dicho más o menos lo que yo misma pensaba, pero lo había dicho de manera algo diferente. Y había regresado muy atrás en el tiempo, hasta el período de mi último año en el instituto, cuando Malinda Connors tuvo un ataque de ira porque a mí me nombraron reina de la fiesta, aunque ya fuera también jefa de las animadoras y ella opinaba que no era justo que yo detentara ambos títulos. Tampoco habrían elegido reina a Malinda porque, aunque tuviera una muy elevada opinión de sí misma y pensara que yo era el único obstáculo en su camino, su aspecto se parecía, digamos, al de la chica del cartel de Fulanas S.A.

Sin embargo, no había intentado matarme. Malinda se había casado con un imbécil y se había ido a vivir a Minneapolis. Me parece que hay una canción con esa letra.

Aun así, mi madre me hizo pensar que las raíces de aquello podían remontarse a tiempos del pasado remoto. Yo intentaba pensar en algo reciente, como la última novia de Wyatt, o mi último novio, lo que no tenía mayor sentido, porque Wyatt había sido el único que importaba y, técnicamente, no se podía definir como novio porque le habían entrado las dudas tan rápido.

Empecé a escribir cosas en la lista. Seguían siendo eslabones perdidos, pero tarde o temprano daría con aquello que me permitiría convertirlo en una cadena.

Oí la ducha arriba y supe que Wyatt se había levantado. Encendí la tele para ver el tiempo —caluroso— y luego me quedé mirando la libreta mientras pensaba en lo que haría durante el día. Ya estaba harta de quedarme sentada en casa sin hacer nada. El primer día había sido estupendo, pero ayer ya no lo había sido tanto. Si tenía que volver a quedarme en casa, me metería en todo tipo de problemas, por puro aburrimiento.

Además, me sentía bien. Llevaba siete días con los puntos de sutura y el músculo se estaba recuperando muy bien. Incluso podía vestirme sola. Los dolores después del accidente se habían suavizado, en gran parte gracias al yoga, a las bolsas de hielo y a mi experiencia en general con los músculos doloridos.

Al cabo de unos quince minutos, Wyatt bajó por las escaleras y me vio sentada frente al televisor.

—¿Ocupada con otra lista? —me preguntó con mirada de cautela al acercarse.

—Sí, pero no es de las tuyas.

—¿También llevas una lista de las transgresiones de otras personas? —Hablaba como si se sintiera agraviado, como si creyera que él era el único que se merecía una lista.

—No, es una lista de las pruebas.

Se inclinó y me saludó con un beso. Después, leyó la lista.

—¿Por que figura en la lista tu Mercedes rojo?

—Porque he soñado dos veces con él. Tiene que tener algún significado.

—Quizá porque el blanco ha quedado destrozado y te gustaría recuperar el rojo —aventuró, y me volvió a besar—. ¿Qué te gustaría comer esta mañana? ¿Otra vez crepes? ¿Huevos con salchichas?

—Estoy cansada de la comida para tíos —dije. Me levanté y lo seguí a la cocina—. ¿Por qué no tienes comida para chicas? Necesito comida para chicas.

Él se quedó quieto con la cafetera en la mano.

—¿Las mujeres no comen lo mismo que los hombres? —inquirió, como dudando. De verdad, acababa siendo exasperante.

—¿Estás seguro de que has estado casado? ¿Acaso no sabes nada de nada?

Terminó de servir el café y devolvió la cafetera a su lugar.

—Por aquel entonces no prestaba demasiada atención. Tú has comido lo mismo que yo.

—Sólo para no ser maleducada, ya que te molestabas tanto por alimentarme.

Pensó en lo que le dije un momento y luego replicó:

—Deja que me tome el café y volvemos a hablar de esto. Entretanto, voy a preparar el desayuno, y tú te lo comerás porque es lo único que tengo y me niego a que te mueras de hambre.

Madre mía, se pone a cien por cualquier cosa.

—Fruta —dije, amablemente—. Melocotones, pomelos, tostadas de pan integral. Y yogur. A veces, un poco de cereales. Eso es comida para chicas.

—Tengo cereales —dijo.

—Hablo de cereales
sanos
. —Sus gustos en cereales iban de Froot Loops a Cap'n Crunch.

—¿Por qué preocuparse de comer cosas sanas? Si puedes comer yogur y sobrevivir, puedes comer cualquier cosa. Es asqueroso, casi tan malo como el requesón.

Estaba de acuerdo con él en lo del requesón, así que no salí en su defensa. Al contrario, dije:

—No tienes por qué comerlo. Sólo tienes que tener comida para chicas y me la comeré yo. Quiero decir, si es que voy a quedarme.

—Te vas a quedar, ésa no es la cuestión. —Se metió una mano en el bolsillo y sacó algo y me lo lanzó—. Toma.

Era una pequeña caja forrada de terciopelo. La di vueltas en mi mano pero no la abrí. Si era lo que yo pensaba… se la lancé enseguida de vuelta. Él la cogió al vuelo con una mano y se me quedó mirando con el ceño fruncido.

—¿No lo quieres?

—¿Querer qué?

—El anillo de compromiso.

—Ah, ¿es eso lo que hay en la caja? ¿Me has
lanzado
así el anillo de compromiso? —Madre mía, aquello era una transgresión tan grave que pensé que la escribiría en letras mayúsculas ocupando toda una página. Se la mostraría a nuestros hijos cuando crecieran para que aprendieran a cómo
no
hacer ciertas cosas.

Wyatt inclinó la cabeza a un lado mientras pensaba en ello un instante. Luego me miró, de pie y descalza, empequeñecida por su bata, con los ojos entrecerrados y esperando a ver qué hacía él. Me sonrió brevemente y se me acercó, me cogió la mano derecha y se la llevó a los labios. Luego se arrodilló con gesto elegante y me volvió a besar la mano.

—Te amo —dijo—. ¿Te quieres casar conmigo? —me preguntó, con voz grave.

—Sí, quiero —dije, con una voz igual de grave. Y luego me lancé en sus brazos, con lo cual le hice perder el equilibrio. Quedamos los dos tendidos en el suelo, salvo que esta vez él quedó abajo, así que se estaba bien. Nos besamos unas cuantas veces y luego yo me desprendí de la bata y lo que se puede imaginar que ocurriría ocurrió.

Tras aquello, él recuperó la caja de terciopelo de cerca de la puerta, donde había ido a parar al dejarla caer, y la abrió de golpe. Sacó un diamante sencillo y solitario, sobrecogedoramente bello. Me cogió la mano izquierda y deslizó suavemente el anillo en mi dedo cordial.

Miré el diamante y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Oye, no llores —dijo él, y me alzó el mentón para besarme con gesto cariñoso—. ¿Por qué lloras?

—Porque te amo y es bello —dije, y me tragué las lágrimas. A veces hacía las cosas justo como debía ser y cuando eso sucedía, era más de lo que yo podía soportar—. ¿Cuándo lo has comprado? No se me ocurre en qué momento has podido tener tiempo.

Él replicó con un bufido.

—El viernes pasado. Lo he llevado conmigo más de una semana.

¿El viernes pasado? ¿Un día después del asesinato de Nicole? ¿Antes de seguirme a la playa? Me quedé boquiabierta.

Él me puso un dedo bajo el mentón y me lo empujó hacia arriba, hasta cerrarme la boca.

—Entonces ya estaba seguro. Estuve seguro en cuanto te vi el jueves por la noche, sentada en tu despacho con tu pelo recogido en una coleta y con esa camiseta rosa que tenía a todos los hombres arrastrando la lengua por el suelo. Sentí tanto alivio al saber que no eras tú la víctima que casi me flaquearon las rodillas. Supe en ese momento que lo único que había hecho durante los últimos dos años era rehuir lo inevitable. Y ahí mismo me propuse acorralarte lo antes posible y al día siguiente compré el anillo.

Intentaba asimilar lo que me decía. Mientras yo me ocupaba de protegerme a mí misma hasta que él decidiera que me quería como ya sabía que podía quererme si se lo permitía, él ya se había decidido e intentaba convencerme a mí. Una vez más, la realidad había sido alterada. A ese ritmo, acabaría el día sin tener una clara noción de qué era real y qué no.

Puede que los hombres y las mujeres pertenezcan a la misma especie, pero para mí aquello era una prueba positiva de que no éramos iguales. Eso, en realidad, no importaba, porque él hacía verdaderos esfuerzos. Me había comprado un arbusto, ¿no? Y un anillo precioso.

—¿Qué piensas hacer hoy? —me preguntó mientras desayunábamos huevos revueltos, tostadas y salchichas. Yo comía más o menos una tercera parte de lo que comía él.

—No lo sé —le dije, enredando las piernas en las patas de la silla—. Estoy aburrida. Haré algo.

Él hizo una mueca.

—Es lo que me temía. Vístete y ven conmigo a trabajar. Así al menos sabré que estás a salvo.

—No quiero ofenderte, pero estar en tu despacho es más aburrido que estar aquí.

—Eres una mujer dura —dijo él, sin una pizca de simpatía—. Lo soportarás.

No quería aceptar un no como respuesta. Su registro en ese plano era puñeteramente insistente. Así que decidí que me dolía el brazo después de habernos revolcado por el suelo, y él tuvo que ayudarme a ponerme maquillaje en los pómulos magullados. Luego, me fue imposible arreglarme el pelo como quería y le dije que me tendría que hacer un moño. Al cabo de dos intentos, soltó un gruñido, dijo una palabrota y añadió:

—Ya está. Ya me has castigado lo suficiente. Tenemos que irnos o llegaré tarde.

—Tendrías que aprender a hacer moños —le dije, mirándolo con mis Ojos Grandes—. Sé que nuestra hija pequeña a veces llevará el pelo recogido en un moño, y querrá que se lo haga su papá.

Él casi se derritió bajo la arremetida de los Grandes Ojos y ante la mención de la hija pequeña, pero enseguida se repuso. Aquel hombre tenía un carácter muy fuerte para haber aguantado la doble sacudida.

—Sólo tendremos hijos —aseveró, y me hizo levantarme—. Nada de niñas. Necesitaré todos los refuerzos posibles antes de que traigas al mundo a otra peleona como tú.

Alcancé a coger mi libreta antes de que me levantara en vilo y me llevara hasta el garaje y literalmente me depositara en el Crown Vic. Si tenía que ir a pasar el rato en una comisaría de policía, podía aprovechar para trabajar en las pistas que tenía.

Cuando llegamos al ayuntamiento y él me hizo entrar en la comisaría de policía, la primera persona que vi fue al agente Vyskosigh. Iba vestido de paisano, así que supuse que en ese momento acababa su turno. Se detuvo y me saludó con un leve gesto de la mano.

—He disfrutado del postre que nos mandó, señorita Mallory —dijo—. Si no hubiera tardado en acabar mi turno, no me habrían dejado nada. A veces las cosas pasan para que suceda lo mejor.

—Me alegro de que le haya gustado —dije, sonriéndole—. Si no le importa que se lo pregunte, ¿adónde va a hacer ejercicio? Ya veo que va al gimnasio.

La pregunta lo cogió por sorpresa, y enseguida se recuperó adoptando cierto aire interesante.

—En la YMCA.

—Cuando acabe todo esto y yo pueda volver al trabajo, me gustaría enseñarle Cuerpos Colosales. Ofrecemos algunos servicios que la YMCA no tiene, y nuestras instalaciones son de primera.

—Eché una mirada la semana pasada —dijo, asintiendo con la cabeza—. Me impresionó lo que vi.

Wyatt me empujaba discretamente con todo el cuerpo y, cuando doblamos por el pasillo para ir hasta el ascensor, miré hacia atrás.

—Adiós —le dije al agente Vyzcosigh.

—Deja ya de flirtear —gruñó Wyatt.

—No estaba flirteando. Me ocupaba de los negocios, y ya está.

Se abrieron las puertas del ascensor y entramos.

Wyatt pulsó el botón de su planta.

—A eso se le llama flirtear. Así que déjalo.

El jefe Gray estaba hablando con un grupo de inspectores, entre los cuales vi a MacInnes y Forester, y levantó la vista cuando vio a Wyatt que se dirigía conmigo a su despacho. El jefe llevaba un traje marrón oscuro y una camisa azul clara. Lo saludé con una gran sonrisa y con los pulgares hacia arriba, y él se alisó la corbata con gesto tímido.

—Puede que no haya sido una idea brillante traerte aquí —dijo Wyatt, y me sentó en su silla—. Pero ahora ya es demasiado tarde, así que quédate sentada y dedícate a escribir listas, ¿vale? Aquí hay tíos que tienen el colesterol alto, así que procura no sonreírles ni provocarles un infarto. No flirtees con nadie que tenga más de cuarenta años, o que tenga sobrepeso, o esté casado, que tenga menos de cuarenta años o esté soltero. ¿Entendido?

—Yo no flirteo —le dije a la defensiva, y saqué mi libreta. Me costaba creer que su actitud fuera tan de perro del hortelano. Quizá valiera la pena anotarlo.

—Las pruebas dicen lo contrario. Desde que le dijiste al jefe Gray que le sentaba mejor el azul, se ha puesto una camisa azul todos los días. Quizá deberías sugerirle otros colores.

—Qué tierno —dije, con una gran sonrisa—. Las debió comprar ese mismo día.

Wyatt se quedó mirando el techo un rato, y luego me preguntó:

—¿Quieres una taza de café? ¿O una Coca-cola
Diet
?

—No, gracias, estoy bien. ¿Dónde estarás tú, ahora que yo ocupo tu mesa?

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