Sin embargo, ahora lo único que podía hacer era esperar.
El propietario de aquel apartamento era un yugoslavo de unos sesenta años. Klugmann había supuesto que seguramente era un inmigrante ilegal; pero después había descubierto que trabajaba de jardinero para el Ayuntamiento en el Sternschanzen-Park, arreglando parterres y recogiendo las jeringuillas usadas. Trabajaba siempre el turno de día, que empezaba a las once. El yugoslavo no llegaría a casa hasta las ocho. Klugmann tenía tiempo hasta entonces para intentar fugarse.
Ahora habría un poli apostado en la calle todo el día, lo cual le dificultaría salir de allí. La mayor ventaja que tenía es que pensaran que ya había abandonado el edificio y estuvieran esperando a que volviera, no a que saliera. Se sentó con la espalda contra la puerta y examinó la habitación. Quizá encontraba algo que ponerse; que le hiciera parecer mayor. El poli no ataría cabos. Estaría demasiado ocupado buscando a un joven que entrase, no a un viejo que saliera. Oyó voces en el descansillo: Fabel estaba echando la bronca al equipo de vigilancia por haberlo perdido. Klugmann se permitió una sonrisa. Oyó unos pasos y se pegó con fuerza a la puerta. Llamaron: el golpe con el puño de un policía. Klugmann respiraba despacio y de forma regular. Volvieron a llamar.
—Policía. ¿Hay alguien en casa?
Le pareció que pasaba una eternidad antes de oír los pies de los policías moviéndose por el descansillo y luego el eco de sus pasos bajando los escalones de piedra. Llamaron a la puerta de abajo. Klugmann sabía que aquel piso también estaría vacío a esa hora. Oyó que una mujer decía «mierda», y luego el sonido del muelle de la puerta principal. Dos polis fuera, y Fabel y Meyer arriba. Escudriñó el piso buscando cualquier cosa que pudiera servirle de disfraz para cuando más tarde se marchara. Y se quedó esperando.
VIERLANDE, A LAS AFUERAS DE HAMBURGO
El tráfico estaba complicado en la ciudad y Fabel se alegró de haber salido con tiempo para tomar la B5 que atravesaba el centro y bajaba hacia Billbrook.
Ahora la ciudad ya no se aferraba al borde de la carretera, y el paisaje se extendía como el paño liso y suave de una mesa de billar. Fabel había dejado el móvil de Klugmann a Maria Klee para que la sección técnica extrajera de él tanta información como fuera posible. Anna Wolff y Paul Lindemann probablemente aún seguían llamando a las puertas para intentar recalentar el frío rastro de Klugmann. Los dos eran buenos agentes. Klugmann debía de habérselas ingeniado bien para escapar de ellos.
Justo después de Bergedorf, Fabel giró al sur hacia Neuengamme. Podría haber sido Holanda: un paisaje tan llano que era como si la naturaleza lo hubiera planchado, alisando cada arruga.
Cualquier posible monotonía en el paisaje quedaba disipada por los densos grupos de árboles, las iglesias de tejados rojos, los molinos de estilo holandés y las casas Fachwerk restauradas y mantenidas meticulosamente con sus vigas descubiertas y tejados de paja bien arreglados. La red de diques y canales que entretejían aquella extensión de tierra llana y verde la convertían en un centón.
A medida que se acercaba a Neuengamme, notó el aleteo débil de una ansiedad tenue e imprecisa. Aquella tierra tenía mucha historia para Fabel. Allí era donde se juntaban tantas cosas buenas y malas. Era algo íntimo. Para Fabel, diversas clases de historia se fundían en aquella curva improbable del Elba: la personal, la profesional, la nacional.
Cuando tenía unos diez años, Fabel tuvo que asumir el peso de la historia de su país, como todos los niños alemanes de su generación. Eso significó perder la inocencia y aceptar lo que había sucedido. Preguntó a su padre por las cosas que había oído. Por Alemania. Por ellos mismos. Por los judíos. Fabel recordaba la tristeza que asomó a los ojos de su padre mientras se esforzaba por explicarle a un niño de diez años la monstruosidad monumental de lo que se había hecho en nombre de Alemania. Poco tiempo después, su padre había emprendido el largo viaje a aquella zona. A este lugar de casas bonitas con entramado de madera y paisaje llano. A Neuengamme.
Más de 55.000 prisioneros trabajaron aquí, en un campo improvisado en una fábrica de ladrillos abandonada. Los británicos lo liberaron, como hicieron con Bergen-Belsen, y con la eficacia y sentido práctico típicos de los anglosajones lo devolvieron a los alemanes en 1948, con la sugerencia de que sería una buena cárcel. Y en eso se convirtió. Hasta 1989, un monumento al Holocausto y la cárcel de Vierlande compartieron el mismo lugar. Al final, el Senat de Hamburgo vio la extraña y amarga ironía que suponía continuar confinando a seres humanos en un lugar en el que se habían cometido tales atrocidades en nombre del Estado, y la penitenciaría de Vierlande se trasladó fuera del antiguo campo.
Y ahora Fabel iba a Vierlande a enfrentarse, por primera vez en más de una década, con una parte de su historia personal que creía haber enterrado hacía tiempo.
El funcionario de prisiones condujo a Fabel al estudio de Dorn. Era una habitación muy luminosa y amplia con pósteres grandes y alegres de monumentos históricos alemanes en las paredes: las puertas fortificadas de Lübeck, la Porta Nigra de Tréveris, la catedral de Colonia. La habitación estaba llena de estanterías, y a Fabel le dio la sensación de que se parecía más a la biblioteca de una escuela que al viejo estudio de Dorn en la Universidad de Hamburgo. Cuando Fabel entró, Dorn y un hombre más joven estaban inclinados sobre una obra de referencia. El hombre más joven era más alto que Dorn, y la camiseta que llevaba dejaba al descubierto unos brazos muy musculados y tatuados. Su aspecto de bruto no casaba con la intensa concentración que ponía en el texto. Dorn levantó la vista, vio a Fabel y se excusó con el matón erudito, que se marchó con el tomo y su libreta bajo el brazo.
—Jan… —Dorn extendió la mano—. Me alegro de que hayas podido venir. Por favor, siéntate.
El tiempo había salpicado más de blanco el bigote recortado y la perilla, y se había asentado con más intensidad alrededor de los ojos; pero aparte de eso, Mathias Dorn estaba prácticamente igual a como Fabel lo recordaba de la época en que había sido su tutor de historia europea: un hombre bajito, pulcro y compacto de ojos azul porcelana y facciones un poco demasiado delicadas. Fabel estrechó la mano débil.
—Yo también me alegro de verlo, Herr Professor —mintió. Para Fabel, Dorn y los sentimientos que éste le despertaba pertenecían al pasado. Fabel deseó que se hubieran quedado allí. Se sentó a la mesa enfrente de Dorn. Sobre ésta, había una fotografía: una joven de unos veinte años, cuyas facciones tenían una delicadeza de porcelana similar a la del profesor. De forma involuntaria, Fabel se sintió atraído por la foto, y le asombró lo poco familiar que le resultaba ahora aquel rostro.
—Me sorprendió descubrir que estaba aquí —dijo Fabel.
—Sólo vengo dos días a la semana. —Dorn sonrió—. Suficiente como para sacarme el título de «historiador residente». Es un concepto extraño, eso de tener a un historiador en la cárcel. Divido mi tiempo entre esto y el museo conmemorativo del campo de concentración de Neuengamme.
—Quería decir que me sorprende que quisiera trabajar con criminales después de… —Fabel se dio cuenta de que había comenzado una frase que no quería, o no necesitaba, terminar. Dorn interpretó el significado y sonrió.
—De hecho, es muy gratificante. Algunos de los reclusos han desarrollado unas ganas increíbles por aprender historia. Aunque parezca extraño, les ayuda a dar sentido a su propia historia. Pero capto lo que quieres decir. Supongo que tenía mis propios planes cuando solicité el puesto. Necesitaba comprender, estar cerca de hombres que habían matado, supongo. Para, bueno, darle algún sentido a lo que pasó.
—¿Y lo ha logrado?
—¿Te ha ayudado a ti hacerte policía?
—No sé si ésa fue la razón por la que me hice policía.
De nuevo, Fabel mintió. Los dos sabían que era su historia personal común lo que había llevado a un historiador de talento como Fabel a hacerse detective de homicidios. Dorn dejó el tema.
—Quería hablar contigo sobre este asesinato que estás investigando —le dijo.
—Asesinatos —le corrigió Fabel—. Ha habido otro. La han asesinado igual que a Ursula Kastner.
—Dios mío, es horrible. Confirma lo que yo pensaba. Por eso quería verte.
—Siga. Por favor, profesor…
Dorn cogió un ejemplar reciente del
Hamburger Morgenpost
. Estaba abierto por un artículo dedicado al asesinato de Kastner.
—Como tú —continuó Dorn—, bueno, me vi obligado a interesarme por la mente psicótica. Odio decirlo, pero a pesar de su destructividad innata, a veces puede tener una forma de creatividad retorcida. —Clavó un dedo en el artículo—. Jan, creo que en este caso te enfrentas a alguien muy creativo, además de peligroso. No hay duda de que la psicosis de este tipo está muy bien… informada, supongo que sería la palabra que mejor lo describiría.
—¿Qué quiere decir?
Dorn volvió a dejar el periódico sobre la mesa. Levantó la mano con un gesto que sugería a Fabel que tendría que tomarse las cosas con calma y esperar a que expusiera su tesis. Era un gesto al que Fabel se había acostumbrado cuando era un ávido estudiante.
—¿Quiénes somos? —preguntó Dorn—. ¿Qué somos? Los alemanes, me refiero.
Fabel frunció el ceño.
—No entiendo…
—El concepto de la identidad alemana… ¿qué es?
Fabel se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Y no me importa. Ningún otro tema ha causado a Alemania, y al mundo, tanto sufrimiento y destrucción.
—Correcto —dijo Dorn—. El concepto de la identidad alemana es un mito. Un mito que nuestro pintorcillo austríaco de brocha gorda convirtió en una historia falsa hasta que Alemania se la creyó. Una de las lecciones más importantes que he aprendido como historiador es que sólo existe el presente. Sólo el presente tiene una forma inmutable, inflexible; el pasado es lo que nosotros elegimos hacer de él. Nuestro presente moldea la historia, no al revés. Hemos dedicado los últimos dos siglos a reinventar nuestro pasado: a remodelar nuestra identidad cuando nunca la hemos tenido. El hecho es que no existe una raza alemana. Somos una mezcolanza de escandinavos y eslavos, celtas, itálicos y alpinos…; un batiburrillo unido por una lengua y una cultura, no por una etnicidad.
—¿Adonde quiere llegar? ¿Qué tiene que ver todo eso con estos asesinatos?
Dorn sonrió.
—¿Crees que el dios Tuisto nació de la tierra de Alemania? ¿Y que a través de sus tres hijos fue el creador de las tres tribus puras de germanos?
—Claro que no. Es sólo mitología.
—¿Crees en el dios Wotan? ¿O en el panteón escandinavo de los dioses, encabezado por el equivalente de Wotan, Odín?
—No —respondió Fabel—. Lo mismo, sólo es mitología. Mire, no entiendo qué tiene que ver esto con… —De nuevo, Dorn levantó la mano para hacer callar a Fabel.
—Sí que son mitos. Falsedades. Pero, como ya has señalado, creer en mitos puede ser algo poderoso y destructivo. —Dorn cogió con rapidez el periódico y se lo lanzó a Fabel—. Él sí cree en ellos.
—¿Qué? —la confusión de Fabel era auténtica—. ¿Quién?
—Tu asesino. Cada vez que mata de esta forma, está aludiendo a algo… —Dorn miró al techo, pero era evidente que su mente estaba en otra parte—. Ha viajado mil años en el tiempo…, ha penetrado en la oscuridad del pasado para quedarse con un fragmento que dé sentido a su presente. Sería algo extraordinario si no fuera tan espantoso.
Dorn salió de repente de su ensimismamiento y miró de nuevo a Fabel.
—¿Está diciendo que hay algún tipo de conexión mitológica o histórica en estos asesinatos? —preguntó Fabel.
—El Águila de Sangre.
Dorn sostuvo la mirada de Fabel.
—¿El qué?
—El Águila de Sangre. Los motivos de tu asesino no son sexuales, sino religiosos. Está haciendo sacrificios.
—¿Sacrificios? ¿El Águila de Sangre? Lo siento, profesor, pero ¿de qué demonios está hablando?
—Como sabes, esta zona del norte de Alemania fue la patria de los escandinavos. Fueron los sajones los que fundaron la aldea de Hamm. Los francos y los obodritas eslavos la conquistaron y la convirtieron en Hammaburgo. Y luego llegaron los vikingos de Dinamarca. Fíjate en Altona, en el centro mismo de la Hamburgo moderna; fue una ciudad danesa hasta el siglo XVIII. La nuestra es la sangre de los vikingos…, entre otros, por supuesto. Los dioses a los que se adoraba eran Freya, Balder, Thor, Loki…, Odín. Estos dioses nórdicos estaban lejos de ser perfectos. Eran temperamentales, petulantes, envidiosos, avariciosos e iracundos. El sabio Odín, el padre de los dioses, el Zeus nórdico, no era ninguna excepción. Era su favor por encima de todo lo que ansiaban nuestros antepasados. —Dorn hizo una pausa. Alargó el brazo y cogió dos tomos que había sobre la mesa—. Odín exigía sacrificios. Como todos los dioses. Pero cuanto más importante era el dios, mayor era el sacrificio. Por ejemplo, Adam de Bremen escribió en sus crónicas sobre, bueno, supongo que podría llamarse así, una «fiesta» en Ubsola, o Uppsala, como se conoce hoy en día. Esta fiesta se celebraba cada nueve años y duraba nueve días. Todo el mundo (rey, cacique o plebeyo) tenía que hacer una ofrenda. De hecho, un rey vikingo cristianizado, el rey Inge I, fue depuesto por no tomar parte. En cada uno de los nueve días que duraba la fiesta, se cortaba el cuello a nueve seres vivos machos (ganado, aves y humanos) y se los colgaba del revés en la arboleda que había al lado del templo. Asombroso. Todo porque el número nueve era importante en el culto a Odín. Bueno, lo que digo es que Odín exigía sacrificios humanos. Y que una de las formas que a menudo tomaban estos sacrificios era la del Águila de Sangre.
—¿Qué consistía en…? —Fabel notó que la adrenalina recorría su cuerpo.
—Era una ofrenda que llegaba por sus propios medios a la guarida de Odín. Un humano al que se le daban las alas de un águila.
—¿Y cómo funcionaba la cosa exactamente? —preguntó Fabel, aunque ya conocía la respuesta.
Dorn miró directamente a Fabel a los ojos y sin pestañear.
—Se cogía a un prisionero. Quizá a una mujer que se traían de los asaltos vikingos. La desnudaban y la ataban, brazos y piernas abiertos. Luego, el sacerdote de Odín cogía un sable y le abría el abdomen…
Fabel notó que el corazón empezaba a latirle con fuerza mientras Dorn hablaba.