El más joven de los dos hombres se dirigió hacia la puerta y enfocó la linterna hacia lo que en su día había sido un vestuario.
—Nadie.
El hombre más viejo siguió con su ensimismamiento.
—Salí con una chica que vivía a una manzana de aquí. Incluso la traje aquí un día a bañarnos. —Al hablar, parecía que estuviera reconstruyendo el pasado, que intentara verlo todo como había sido antes, no como era ahora. Regresó al presente. Miró al hombre más joven, que ahora apuntaba con la pistola a la cabeza, cubierta con un saco, de una figura arrodillada en el borde de la piscina y que tenía las manos atadas a la espalda. El hombre más viejo respiró hondo. Cuando habló, lo hizo sin ira, sin malicia, sin emoción—. Mátalo.
El «¡No!» que gritó la figura arrodillada quedó interrumpido por el ruido sordo de la automática silenciada. Perdió la estabilidad y cayó a la piscina.
—Un barrio decente… —dijo el hombre más viejo mientras caminaba hacia la puerta.
CUXHAVEN
Tardaron casi dos horas en llegar a Cuxhaven, pero el viaje fue agradable: era un día cálido y soleado, y el rato en el coche le dio la oportunidad a Fabel de hablar con Susanne, quien se había apuntado de inmediato a la oportunidad de cambiar de escenario. También tuvo ocasión de concretar su cita para cenar. Se habían ido relajando cada vez más en la compañía del otro y ahora compartían una intimidad tácita.
Fabel sólo hizo una parada, cuando se detuvo en el área de descanso de Aussendeich de la que Sülberg le había dado detalles por teléfono. Había un bosquecillo de árboles espesos que no dejaban ver el área de descanso desde la carretera y que la protegían del viento que azotaba las llanuras que la rodeaban. La chica muerta había salido tambaleándose de esa arboleda y se había cruzado en el camino del camión. Fabel recorrió con la mirada el área de aparcamiento. El único coche que había era su BMW, e imaginó que de noche aún sería un lugar más solitario. A la otra chica la habían dejado en la misma carretera, pero a unos veinte kilómetros más atrás en dirección a Hamburgo.
El edificio de siete pisos del Stadtkrankenhaus de Cuxhaven estaba situado en una plaza verde con césped y árboles detrás del Altenwalder Chaussee. Fabel y Susanne fueron conducidos a una sala de espera luminosa con grandes ventanas que daban a unos parterres perfectamente cuidados y a un pequeño césped cuadrado. Llevaban diez minutos esperando cuando se abrió la puerta y entró un agente de la Schutzpolizei bajito y arrugado. Todo su rostro parecía dispuesto alrededor de una sonrisa ancha y sincera.
—¿Hauptkommissar Fabel? ¿Frau Doktor Eckhardt? Soy el Hauptkommissar Sülberg. —Sülberg les estrechó la mano a los dos y se disculpó porque el doctor Stern no estaría disponible hasta dentro de otros veinte minutos, así que les sugirió que fueran directamente a interrogar a la chica.
Michaela Palmer era alta y de extremidades largas. Fabel sabía por el informe que había recibido de Sülberg que tenía veintitrés años. Tenía el pelo rubio muy claro, y parecía su color natural. Habría sido hermosa si no hubiera tenido la nariz un poco demasiado larga, lo cual desbarataba el equilibrio perfecto de sus facciones. Tenía la piel dorada; Fabel pensó que no se debía al sol del norte de Alemania, y por los datos que había recabado sobre ella, tampoco a que viajara con frecuencia a climas más soleados. Era un bronceado de salón de belleza que le daba un aspecto de salud exagerado y contrastaba con el paño de gasa blanca que tenía en la frente. Sólo debajo de los ojos azules el bronceado artificial no lograba ocultar las sombras oscuras de lo que le había ocurrido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Su habitación estaba en el tercer piso del Stadtkrankenhaus de Cuxhaven, y Fabel no pudo evitar pensar en lo afortunada que era por no haber recalado en el sótano. En el depósito de cadáveres.
Fabel señaló la cama y pidió permiso para sentarse con un gesto. Michaela asintió con la cabeza y se movió un poco para hacerle sitio. El albornoz blanco de felpa que llevaba se deslizó y dejó al descubierto un muslo bronceado. La chica lo agarró con un movimiento veloz. Sus acciones, sobre todo su forma de mover los ojos, parecían los de un zorro acorralado; como si estuviera a punto de huir. Fabel esbozó la sonrisa más tranquilizadora que pudo.
—Soy Kriminalhauptkommissar de la policía de Hamburgo. —Fabel omitió que pertenecía a la Mordkommission por miedo a hacer añicos las ya frágiles defensas de Michaela. Tenía que llevar aquel interrogatorio con mucho tacto, o su testigo se desmoronaría—. Y ella es la doctora Eckhardt. Es psicóloga y sabe mucho sobre la clase de droga que te administraron. Me gustaría hacerte unas preguntas. ¿Te parece bien?
Michaela asintió con la cabeza.
—¿Qué quieren saber? No recuerdo demasiado. Ese es el problema… —Michaela frunció el ceño—. No recuerdo nada en absoluto. Y no es sólo que no recuerde el secuestro; hay trozos de los días anteriores que se me han borrado. —Miró a Fabel inquisitivamente—. ¿Por qué me pasa eso? Son cosas de antes de que me drogaran. ¿Por qué no recuerdo lo que pasó antes?
Fabel se volvió hacia Susanne.
—La clase de droga que te administraron daña la capacidad de memoria del cerebro —le explicó—. Te darás cuenta de que hay algunas cosas de antes de que te drogaran que parecen haberse borrado de tu memoria. Por regla general, estas cosas las irás recordando, al menos en parte. Pero aquello que no puedes recordar sobre lo que pasó mientras estabas drogada…, eso no lo recuperarás. Lo cual seguramente es algo bueno. —Susanne se acercó—. Escucha, Michaela, tengo que advertirte de que, por desgracia, tendrás
flashbacks
muy reales de las cosas que sí recuerdas del ataque.
Michaela reprimió un sollozo.
—No quiero recordar nada. —Miró a Fabel fijamente a los ojos—. Por favor, no me obligue a recordar.
—Nadie puede obligarte a recordar, Michaela —dijo Susanne, y le echó hacia atrás un mechón rubio rizado, como si consolara a una niña que acaba de despertarse de una pesadilla—. Lo que no está ahí, no está. Pero lo que sí puedas recordar quizá nos ayude a atrapar a este monstruo.
—Había más de uno. —Michaela bajó la vista y tiró del albornoz de felpa—. Fueron más de un hombre los que lo hicieron. Al principio pensé que sólo había uno, porque la cara era la misma. Pero los cuerpos eran distintos.
—Lo siento, Michaela, no lo entiendo —dijo Fabel—. ¿Qué quieres decir con que tenían la misma cara pero cuerpos distintos?
—Pues eso. Lo siento, ya sé que no tiene ningún sentido, pero sé que uno de ellos era gordo y mayor y que el otro era joven y delgado. Pero todos tenían la misma cara horrible.
«Mierda», pensó Fabel. Lo sentía mucho por la chica, pero aquel viaje había sido en balde: no le sacarían nada útil.
—¿Puedes describirnos la cara que viste? ¿La cara que dices que tenían todos?
Michaela se estremeció.
—Era horrible. Carecía de expresión. No pude verla muy bien, pero estoy segura de que tenía barba y de que sólo tenía un ojo.
—¿Cómo?
Michaela meneó la cabeza como si intentara quitarse algo de encima.
—Sí. Sólo tenía un ojo. Era como si el otro ojo fuera sólo una cuenca… toda negra y… —La chica se vino abajo.
—No pasa nada, Michaela —dijo Fabel—. Tómate tu tiempo. —Susanne pasó el brazo por los hombros temblorosos de la chica. Se quedaron en silencio un rato hasta que Michaela se recompuso.
—¿Cuántos crees que eran? —le preguntó Fabel al final.
—No lo sé. Sólo recuerdo trozos. Creo que tres. Como mínimo tres…
Fabel colocó la mano sobre la de Michaela. Ella apartó la suya como si le escociera. Entonces, con el ceño fruncido, se centró en la mano que Fabel había retirado.
—Había algo. Uno de ellos tenía una cicatriz en el dorso de la mano. De la izquierda. De hecho, eran más bien dos cicatrices que se cruzaban. Tenían la forma de una espoleta.
—¿Estás segura? —preguntó Fabel.
Michaela soltó una risa amarga.
—Es una de las pocas cosas que recuerdo con claridad. —Volvió a levantar la vista, suplicante—. No tiene sentido. ¿Por qué recuerdo eso?
—No lo sé, Michaela —dijo Fabel sonriendo del modo más tranquilizador que pudo—. Pero podría ser útil. Muy útil. —Sacó su libreta, la dejó en la cama y colocó su bolígrafo encima—. ¿Podrías dibujar cómo era?
La muchacha cogió el bolígrafo y la libreta, frunció el ceño un momento y luego dibujó dos líneas veloces, decididas. Era, en efecto, la forma de una espoleta, pero con una ligera deformación en ambos extremos.
—Ya está —dijo con determinación.
—Gracias —dijo Fabel, y se puso en pie—. Siento muchísimo lo que te ha pasado, Michaela. Te prometo que haremos lo que esté en nuestras manos para descubrir quién lo hizo.
Michaela asintió sin levantar la vista. Entonces le pasó algo. Sus ojos empezaron a moverse rápidamente de nuevo y frunció el ceño porque se esforzaba por concentrarse intensamente.
—Espere… Hay algo más… Estaba en una discoteca… Yo… No recuerdo cómo se llamaba. Había un hombre. Me dio agua…, estaba salada…
—Lo sabemos, Michaela, ya se lo has contado a Herr Sülberg. ¿Recuerdas algo de él? Lo que sea.
—Los ojos… Tenía los ojos verdes. Fríos, brillantes. Y eran verdes…
Al salir, Fabel y Susanne se detuvieron en el despacho del doctor Stern. El cuerpo alto de Stern estaba inclinado sobre la mesa cubierta de carpetas, gráficos y tarjetas amarillas desparramadas en capas como hojas caídas de los árboles. Fabel pensó en su propia naturaleza excesivamente ordenada; en que en su despacho, en su casa, en su vida, todo tenía su sitio. Cuando las cosas se amontonaban, tenía que poner orden o se bloqueaba. A Fabel le parecía un punto débil de su personalidad: algo que levantaba una valla alrededor de su naturaleza por lo demás intuitiva. Y era más que una pequeña característica retentiva.
Stern se puso en pie, y su rostro fuerte y atractivo esbozó una sonrisa ancha y cordial.
—¿Hauptkommissar Fabel? ¿Frau Doktor Eckhardt?
Fabel extendió la mano.
—Herr Doktor Stern. Gracias por su tiempo.
—No hay de qué. —Stern buscó en el caos de su mesa y cogió una carpeta—. Le he sacado una copia del informe que redacté para la policía local. —Stern señaló con la cabeza en dirección a Sülberg, quien acababa de entrar en el despacho.
—Gracias. —Fabel cogió la carpeta, pero no la abrió en seguida—. ¿Estaría en lo cierto si dijera que a la chica la drogaron con Rohypnol, la droga de las citas con violación?
—La drogaron, sí. Y con Rohypnol. Pero no únicamente. Como digo en el informe, sólo he hallado restos apenas perceptibles de Rohypnol en la sangre. El Rohypnol se metaboliza despacio; suele permanecer en la sangre durante varias horas después de la ingestión.
—¿Podría ser que la dosis fuera suficiente como para aturdiría, pero lo bastante suave como para que ya hubiera desaparecido?
Fue Susanne quien respondió.
—No. Incluso después de desaparecer de la sangre, permanece como metabolito en la orina durante más de 72 horas. —Se volvió hacia Stern—. Me imagino que le ha hecho análisis de orina, ¿no?
Stern asintió con la cabeza.
—Hemos encontrado aminoflunitrezapam-7 en la orina. Restos residuales apenas apreciables. Como ha señalado la doctora Eckhardt, si a Michaela le hubieran administrado una dosis fuerte de Rohypnol en los últimos tres días, habríamos encontrado restos más significativos.
—¿Pero la drogaron? —preguntó Fabel.
—Por supuesto. Michaela presentaba quemaduras químicas poco visibles, casi inapreciables, más una inflamación dérmica en la boca y la garganta que otra cosa. Y cuando le pregunté por los momentos de claridad que tuvo durante su estado de alteración, me hablo de que no había sentido miedo.
—Claro —dijo Susanne—. ¿Algún tipo de cóctel con gamahidroxibutirato?
—Seguramente… —Stern se encogió de hombros—. Pero el gamahidroxibutirato se metaboliza tan deprisa que no he hallado restos que lo demuestren…
—¿De qué gama? —La conversación iba demasiado rápido y se había vuelto demasiado técnica para Fabel.
—Lo siento. —Stern hizo un gesto de disculpa—. El gamahidroxibutirato, del GHB. También conocido como éxtasis líquido, oro bebible, biberón.
De nuevo, Susanne retomó el hilo.
—Es un calmante del sistema nervioso central bastante dañino. Hace lo mismo que el Rohypnol, pero es potencialmente más peligroso. Aunque parezca mentira, hasta hace poco se vendía en tiendas dietéticas como suplemento para culturistas. En medicina se utiliza muy poco, así que la mayoría de la producción se lleva a cabo de manera ilegal.
—Y como se fabrica en laboratorios clandestinos sin que pase ningún tipo de control —continuó Stern—, hay grandes variaciones en cuanto a su pureza. A menudo las sustancias químicas que se utilizan para sintetizarlo y estabilizarlo son muy tóxicas.
—¿Y cree que fueron esas sustancias químicas tóxicas las que le provocaron las quemaduras en la boca? —preguntó Susanne.
—Sí…, el GHB también puede tener efectos secundarios muy extraños. Incluso en dosis pequeñas puede provocar náuseas, vómitos, delirios, alucinaciones, crisis y, por supuesto, pérdida de conciencia. Uno de los efectos secundarios puede ser la sensación de no tener miedo, y Michaela dice que no estaba asustada. Si le administraron un cóctel tanto de flunitrazepam como de clonazepam con gamahidroxibutirato, el riesgo de que se produjera una anestesia general, sufriera una crisis respiratoria e incluso entrara en coma habría sido realmente muy alto. Michaela ha tenido suerte de no acabar conectada a un respirador. Como dice Frau Doktor Eckhardt, el GHB es un producto especialmente dañino. El atacante utilizó una combinación de otras drogas que tuvieron un efecto sinérgico. Quizá su intención no era matar a sus víctimas, pero no le importaba demasiado si sobrevivían o no a la experiencia.
—¿Y el GHB se produce ilegalmente sólo para ser utilizado como droga de las citas con violación? —preguntó Fabel.
—No. De hecho, es muy popular en el ambiente de discotecas y
raves
. Se utiliza mucho para bajar los subidones del éxtasis y la cocaína. Estoy seguro de que su departamento de narcóticos tendrá mucha experiencia en el tema en el ambiente nocturno de Hamburgo.
—¿Cómo se ingiere? ¿Es insípido, como el Rohypnol?
—Casi. Disuelto, tiene un sabor ligeramente salado. De hecho, uno de los nombres que se le da en la calle es Agua Salada. Aparte de eso, es bastante fácil de administrar en una bebida alcohólica, lo que aumentaría su eficacia, o en forma de polvos escondidos en la comida.