—Lo espero en mi despacho en menos de una hora, Herr Oberst Volker. —Fabel colgó.
Fabel tardó sólo veinte minutos en poner punto y final a la reunión informativa, y adjudicó a su equipo tareas de investigación y de seguimiento. Después, se quedó esperando en su despacho. Conectó el buzón de voz del móvil y les dijo a Werner y a Maria que necesitaba estar a solas unos minutos para recomponerse antes de que llegara Volker. Necesitaba recopilar las ideas, los hechos y los conceptos surgidos del impacto que había tenido al conocer la identidad de la segunda víctima. Miró por la ventana hacia el Winterhuder Stadtpark y la ciudad que se extendía detrás. Pero no miraba nada en concreto. Su mente estaba en una zona oscura: aquella mitad gris del mundo que le había descrito Yilmaz, donde el espacio ocupado por los agentes de la ley está en algún punto entre lo legal y lo conveniente, un espacio de nubes y sombras.
No es fácil ser alemán. Se lleva a cuestas el exceso de equipaje de la historia reciente mientras, en comparación, otros europeos viajan ligeros. Diez siglos de cultura y progreso quedaron eclipsados por doce años a mediados de siglo, doce años en los que el mal más extremo se convirtió en algo habitual. Aquellos doce años definieron al mundo qué era ser alemán; a la mayoría de alemanes definieron qué era ser alemán. Ahora, no eran de fiar. Y los alemanes no volverían a confiar nunca en sí mismos.
Cada alemán centraba esta desconfianza en un lugar concreto, un aspecto de la vida alemana que tuviera una resonancia discordante, inquietante. Para algunos, era algo geográfico: los alemanes del norte desconfiaban de los del sur por su provincianismo fascista; o los alemanes occidentales, los
Wessis
, desconfiaban de los
Ossis
, los alemanes del Este, por miedo a que el nazismo se hubiera conservado criogénicamente en la larga helada del comunismo y que ahora empezara a descongelarse. Para otros, era algo generacional: los manifestantes de 1968 y 1969 que se rebelaron contra la generación de la guerra y el conservadurismo tradicional alemán; la nueva generación que para dirigirse a alguien utilizaba
Du
en vez de
Sie
, desformalizando y liberalizando el propio idioma alemán.
El centro de la desconfianza de Fabel era la maquinaria oculta del Estado: los órganos internos de una democracia nueva que habían sido trasplantados de una dictadura moribunda. Y justo en el centro de todo ello, en el punto de mira de la desconfianza de Fabel, estaba el BND.
El Bundesnachrichtendienst se había creado en 1965. Formaba parte de la maquinaria de la guerra fría, como contrapeso al Stasi de la Alemania Oriental, o Staatssicherheitsdienst. El primer director del BND había sido el general Gehlen. La verdad era que desde que acabó la segunda guerra mundial, el BND había operado como la Organización Gehlen. Gehlen había sido general de la Abwehr, el servicio de inteligencia nazi, que había colocado a espías en el Reino Unido, Estados Unidos y por todo el mundo. La Abwehr también había operado como unidad de contraespionaje, localizando a agentes de la resistencia y a espías de los aliados en la Europa ocupada. En el desarrollo de sus funciones, había demostrado un apetito por las torturas ligeramente menor que la Gestapo o las SS. Después de la guerra, los norteamericanos tuvieron que hacer frente a una nueva amenaza, el comunismo soviético, y descubrieron que carecían de una red de inteligencia importante sobre la Europa del Este. Pero conocían a alguien que sí disponía de una red así: los alemanes. Así que en Pullach, cerca de Munich, se creó la «Agencia de desarrollo económico del sur de Alemania»; pusieron a Gehlen al frente, y los aliados le dijeron que podía reclutar a todo el personal que necesitara.
Gehlen recorrió los campos de internamiento y liberó a docenas de hombres de las SS, quienes se incorporaron a la nueva red de inteligencia. Y Gehlen tenía la colaboración y el consentimiento plenos de los aliados. Parecía que no era momento de ponerse sentimental por unos pocos millones de judíos.
La Organización Gehlen, y el BND, su sucesor, no tuvieron éxito, ni mucho menos. El Stasi de la Alemania Oriental infiltró a agentes suyos en la organización desde el principio, y hubo diversos fracasos bastantes espectaculares y muy públicos. Después de la reunificación de Alemania, el BND dejó de tener su
raison d'etre
original, y comenzó a buscar un nuevo papel. La lucha antiterrorista, en la que estaba implicado desde finales de los sesenta, se convirtió en su función más importante. Pero ahora había que lidiar con grupos emergentes de neonazis, así como con facciones izquierdistas como la Rote Armee-Fraktion.
A mediados de los noventa, se decidió que el BND participara en la lucha contra el crimen organizado, algo que Fabel y otros policías habían visto con mucho escepticismo. Fabel era consciente de que las sombras de las maquinarias malignas del Estado que habían introducido los nazis eran alargadas y oscuras. Y para él, el BND yacía medio escondido entre esas sombras. Fabel no confiaba en el BND. Volker era el BND.
Unas nubes se desplazaron raudas por un cielo casi despejado. Fabel siguió mirando fijamente por la ventana, como si mirara más allá de lo visible. De Volker a Klugmann. Del BND al GSG9.
Fabel tenía el expediente adulterado de Klugmann sobre la mesa. Se dio la vuelta y volvió a mirar la fotografía. El lugar que ocupaba Klugmann en la investigación había cambiado, y ahora Fabel lo miraba desde una perspectiva distinta. La cara del expediente era la misma, pero era como si Fabel la viera por primera vez e interpretara sus facciones de forma distinta. Estaba bastante seguro de que Klugmann era agente del GSG9, lo cual, técnicamente, le hacía mantener su condición de policía. Oficialmente, el GSG9 —el Grenzschutzgruppe Neun— formaba parte de la policía fronteriza de Alemania, pero la tarea de sus agentes no tenía nada que ver con comprobar pasaportes o mirar debajo de los camiones de frutas para descubrir a inmigrantes en busca de asilo. El GSG9 nació, irónicamente, de la desconfianza de Alemania hacia sí misma.
La decisión de celebrar los Juegos Olímpicos de 1972 en Múnich fue un momento decisivo de la historia de Alemania. La imagen mental que nacía al unir los conceptos de Alemania y tradición olímpica dejaría de empezar y acabar con esvásticas ondeando sobre los Juegos de Berlín de 1936.
A las cuatro y media de la madrugada del 15 de septiembre de 1972 aún era de noche cuando un grupo reducido de personas, vestidas de atletas y con bolsas de deporte, entraron sigilosamente en la villa olímpica de Munich. Su destino era el número 31 de la Connollystrasse: el alojamiento de la delegación israelí. Dieciséis horas después, por la pista de la base aérea militar de Fürstenfeldbruck, a veinticinco kilómetros al oeste de la villa olímpica, yacían desparramados los restos de metal retorcido de un helicóptero que había explotado y los cadáveres de cinco terroristas del grupo Septiembre Negro, de un policía y de nueve rehenes israelíes. Antes, en la villa olímpica, habían sido asesinados dos atletas israelíes más.
Con las atrocidades de las SS tan vivas en la memoria colectiva, Alemania se negó a sí misma, por ley, el derecho de crear una unidad antiterrorista militar de élite, como el SAS británico o el Delta Force estadounidense. El resultado de la falta de preparación de Alemania fue un intento de rescate desastroso e improvisado, llevado a cabo por tiradores sin la formación necesaria. El resultado también fue diecisiete muertos bajo la mirada impasible de los medios de comunicación de todo el mundo. Dieciséis meses después de aquello, el GSG9 comenzaba su actividad, planeado y organizado por Ulrich Wegener, un agente de cuarenta y tres años, nacido en el seno de una familia patricia de la Alemania Oriental. Wegener era una espina que las autoridades de la Alemania Oriental tenían clavada, y el Stasi lo encarceló durante dos años por hacer campaña a favor de la democracia y la reunificación. Cuando lo soltaron, Wegener escapó a la Alemania Federal y se incorporó a sus servicios de seguridad.
La premisa de la nueva unidad era sencilla: ningún miembro de las fuerzas armadas podía servir en el GSG9, sólo policías. En lugar de formar parte del ejército federal, el GSG9 era una unidad de trescientos cincuenta agentes de la policía fronteriza. En 1977, Wegener se convertiría en el héroe de la operación más exitosa del GSG9. La unidad, con la colaboración de dos observadores especiales del SAS británico, asaltó en Mogadiscio (Somalia) un Boeing 707 de Lufthansa secuestrado después de que unos terroristas, que exigían la liberación de los miembros del grupo Baader-Meinhof encarcelados en Alemania, mataran al comandante. Wegener dirigió el asalto personalmente y mató a uno de los terroristas. Fue el momento cumbre del GSG9.
Entonces, la época gloriosa acabó. En junio de 1993, el GSG9 intentó detener a Wolfgang Grams, un miembro de la Rote Armee-Fraktion en una estación de tren de Bad Klienen, en la Alemania Oriental. La operación se torció, y Grams mató a un policía e hirió a otro. El informe oficial, confirmado por pruebas forenses, afirmaba que, tras los hechos, Grams se había suicidado. Sin embargo, testigos civiles declararon haber visto que los agentes del GSG9 inmovilizaban a Grams en el suelo y le pegaban un tiro a quemarropa en la cabeza.
El escándalo subsiguiente supuso el fin de algunas carreras a nivel ministerial. Y el GSG9 se sumergió de nuevo en las sombras.
A Fabel no le entusiasmaba el GSG9, ni las unidades del Mobile y el Sonder Einsatz Kommando, diseñadas a imagen y semejanza de los equipos del SWAT estadounidense, que habían surgido en casi todos los cuerpos policiales de Alemania. La línea entre policía y soldado estaba cada vez menos clara e iba en contra de todos los instintos de Fabel. Con su opinión sobre estas unidades paramilitares no se había ganado ninguna amistad en los niveles superiores del Präsidium, en especial cuando señalaba como ejemplo a la Policía Montada del Canadá. Esta había creado una unidad parecida al GSG9. La llamaron el SERT —el equipo de fuerzas especiales de emergencia—, y era una unidad antiterrorista sumamente eficaz. Y la disolvieron. Los agentes canadienses del SERT no pudieron conciliar el imperativo de matar que imponían las operaciones antiterroristas con su instinto natural como agentes de policía de preservar y proteger la vida. Fabel había pensado siempre que ésos eran la clase de policías con los que le gustaría trabajar.
Se centró en el rostro de Klugmann de la fotografía del historial. Era una cara más flaca que la que había visto en la sala de interrogatorios encalada de la comisaría de Davidwache. Era una cara tensa; los músculos y ligamentos tirantes sujetaban con firmeza la piel al cráneo poderoso. Era el tipo de cara que decía que el cuerpo oculto al que pertenecía era fuerte y atlético. La fotografía no era tan antigua; Klugmann debió de abandonarse para crear su identidad secreta.
Lo que Fabel no comprendía del todo era por qué se utilizaba a un agente del GSG9 para una operación secreta. El sigilo del GSG9 tenía una función táctica y operativa, no se debía a que recababa información de inteligencia. Fabel no dudaba en absoluto de que si María estaba convencida de haberse cruzado con Klugmann en Weingarten, era ahí exactamente donde lo había visto. Y los dos lugares que el GSG9 utilizaba para su adiestramiento eran Hangelar y Weingarten. No había duda de que, con tantas agencias especiales implicadas, fuera cual fuera el centro de la operación, el objetivo era importante. Volker era del BND; Klugmann, del GSG9. Fabel creía que la chica muerta, Tina Kramer, en realidad también era del BND. Parecía que sólo la policía de Hamburgo había quedado excluida de la operación. Y Fabel no tenía razón alguna para dudar de la palabra de Van Heiden sobre que no sabía nada en absoluto de la operación. Entonces, ¿por qué se había dejado al margen al principal cuerpo de seguridad de Hamburgo?
Llamaron a la puerta de un modo que no era ni indeciso ni seguro. Volker entró en el despacho de Fabel sin esperar a que éste le invitara a pasar. Algo había cruzado el rostro de Volker y se había llevado con él cualquier vestigio de cordialidad. La expresión de Volker no era hostil, pero tampoco transmitía ninguna otra emoción reconocible. Fabel se dio cuenta de que era el rostro que Volker tenía detrás de su máscara de afabilidad. Los ojos oscuros estaban vacíos, y tenía la boca apretada. Volker llevaba una gruesa carpeta verde debajo del brazo. Fabel le indicó con la mano que tomara asiento.
—¿Qué es lo que quiere saber, Fabel? Le diré lo que pueda.
Cuando Fabel habló, había seriedad en su voz.
—No, Volker…, no me dirá sólo lo que pueda decirme… —Fabel le hizo una seña a Werner, quien se acercó, cerró la puerta con toda la intención, apoyó su cuerpo robusto contra ella y cruzó los brazos rollizos sobre el pecho—. Me dirá todo lo que yo quiera saber. Y si no lo hace, le prometo que lo meteré en una celda, presentaré cargos contra usted por obstruir una investigación de asesinato y filtraré la historia a la prensa antes de que sus amigos de Pullach puedan sacarlo de esto.
—Teníamos una razón muy buena para no soltar prenda, Fabel. Aún estamos en el mismo bando, ¿sabe? —El rostro de Volker seguía inexpresivo.
—¿Ah, sí? Estoy intentando resolver una serie de asesinatos sanguinarios, y ha estado ocultándome información, información clave. Mis hombres han estado perdiendo el tiempo por todo Hamburgo intentando descubrir quién era la segunda víctima mientras usted entraba y salía tranquilamente del Präsidium con su identidad en el bolsillo. Mientras tanto, asesinan a una tercera víctima. Usted va por ahí jugando a los agentes secretos, y una pobre mujer lo paga con su vida.
—No existe conexión alguna entre Tina Kramer y las otras dos víctimas.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
Volker medio lanzó la pesada carpeta verde sobre la mesa.
—Está todo ahí, Fabel. Todo lo que tenemos sobre nuestra operación. Íbamos a compartirlo con usted de todas formas. Sólo necesitábamos que Klugmann apareciera. Hemos hecho nuestras comprobaciones sobre la relación de las otras dos víctimas con Tina Kramer y no hemos encontrado nada. Tina estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Su asesino debió de elegirla al azar, como a las otras víctimas.
—Eso es una patraña, Volker. Coincidencias como ésa no existen.
—Sí existen, y en este caso es lo que fue. La agente Kramer no era nuestro agente secreto principal. Era Klugmann. Kramer tenía el piso para que Klugmann pudiera hablar con sus contactos del hampa. Lo arreglamos todo para que Klugmann fuera un ex poli corrupto, en concreto un ex agente de las fuerzas especiales que le tuviera rencor a la policía. Está todo ahí… —Volker señaló la carpeta—. La historia era que Kramer le alquilaba el piso a Klugmann con el nombre de Monique para sugerir que era puta. Pero se supone que el acuerdo era que Klugmann seguía usando el piso para sus reuniones secretas.