—Bueno, ¿y en qué habéis quedado? —me pregunta Sofía expectante.
—¿En qué hemos quedado? —pregunto yo a mi vez con perplejidad.
No se puede decir que hayamos quedado en algo. Tras el sábado y el domingo sin apenas salir de su casa recogí mis cosas para ir al aeropuerto. En ningún momento Ruth planteó la posibilidad de acompañarme hasta allí. Dejó caer que había quedado, no sé muy bien con quién, tal vez con Pilar, quizá con los chicos. No lo sé. Tampoco me lo dijo. Bajamos a la calle. Las dos con cara de circunstancias. Ella con las gafas de sol otra vez puestas aunque ya anochecía. Yo con la cabeza gacha agarrando mi bolsa de viaje. Ruth miraba hacia la calzada en busca de un taxi libre que me llevase al aeropuerto. Yo no sabía qué sería más apropiado decir en el momento de la despedida. La vi alzar la mano y un taxi se detuvo frente a nosotras. Ruth se giró hacia mí con una amplia sonrisa y sin previo aviso apretó sus labios a los míos con fuerza. Unos segundos después se separó de mí con expresión satisfecha. Ya nos veremos, me dijo. Por un momento no supe qué contestar. Luego solté un «sí, ya nos veremos».
Y le volví a dar un breve beso. El taxista parecía impacientarse en el interior del auto. Abrí la portezuela y me deslicé en el interior un poco azorada. Ruth cerró y me dedicó una última mirada bajándose un poco las gafas por el caballete de la nariz. Cuando se separó le dije al taxista el destino de la carrera y nos pusimos en marcha. Ruth quedó atrás, en el borde de la acera, viendo alejarse el coche. Me giré sólo un momento para verla. Luego me recosté en el asiento con una gran sensación de mareo.
Llegué al aeropuerto y embarqué en mi vuelo como una autómata. El viaje transcurrió con una tremenda sensación de abotargamiento. Aterricé en Barcelona y seguía sin saber cómo sentirme. ¿Qué es lo que ha pasado con Ruth? Ni yo misma lo sé. ¿Qué va a pasar a partir de ahora? No me lo imagino. Ni siquiera sé si volveremos a vernos. Una parte de mí se niega a volver a rebajarme con una nueva visita si sólo voy a ser un mero pasatiempo para ella. Una visita con la que desfogarse hasta que la sensación de novedad se agote por sí sola.
—¿Cuándo os vais a volver a ver? —me inquiere Sofía.
—No lo sé.
—Pero te gusta, ¿verdad? —pregunta en tono de afirmación.
—Sí —respondo—. Me gusta mucho.
La vuelta a la rutina se me hace cuesta arriba. Mis compañeros de trabajo me notan ausente y no se cortan en decírmelo. Claro que ellos ni siquiera saben de mi escapada a Madrid durante el fin de semana. Nadie en el trabajo sabe nada de mi día a día fuera de las paredes de esta oficina en la que todos nos recluimos de lunes a viernes durante tantas horas. Soy muy celosa de mi intimidad. En los cuatro años que llevo trabajando en esta empresa no les he dado muchas pistas acerca de lo que hago cuando salgo por la puerta. No es que sea una de esas personas que no quieren saber nada de sus compañeros y se dedican sólo a currar. En muchas ocasiones he salido a cenar y a tomar copas con ellos. Y lo paso bien. Pero no es la gente con la que quiero compartir mi tiempo de ocio.
Por supuesto que me han preguntado si salgo con alguien. Sobre todo las chicas, llevadas por ese impulso marujil que parecen tener inscrito en el código genético y que las incita a hacer un informe completo de la vida y milagros de todo ser viviente que se encuentre en su radio de acción. Lo malo es que cuantas más veces contestas con una negativa más empeño ponen ellas en averiguar si lo que dices es cierto. Y, claro, hay cosas que yo no quiero que sepan. Sobre todo el hecho de que a veces salga con mujeres. No creo que se lo tomaran mal. Dentro de su carácter convencional las considero lo suficientemente abiertas como para no escandalizarse por algo así. No obstante saber que si ellas estuvieran al corriente de ese detalle, estarían elucubrando todo el tiempo sobre lo que hago o dejo de hacer me incomoda y no me hace sentir la suficiente confianza como para contárselo. Sin embargo mi secreto está a salvo. Porque salgo con mujeres, sí. Pero también salgo con hombres… Bueno, a decir verdad, sólo he salido con uno en los últimos cinco años, Pablo. Y se dio la casualidad de que me vieron con él en varias ocasiones, lo que apaciguó su curiosidad unas décimas pese a que se acrecentó su deseo de que les contara más acerca de qué clase de relación nos unía.
Pablo ha sido el único hombre del que me he llegado a enamorar. Hubo más hombres en el pasado. Y mujeres también. Después de Pablo no ha habido más hombres. Ni siquiera para una sola noche. Sólo mujeres. Aveces me planteo si debería aceptar que soy lesbiana y no bisexual, como siempre he creído. A veces me planteo si no me adjudiqué la etiqueta de bisexual porque era incapaz de asumir mi lesbianismo completamente. Otras pienso que por qué coño me tengo que colgar yo misma una etiqueta cuando eso es algo que los demás ya harán por mí aunque no quiera. Bastante me costó a mí, en plena adolescencia, darme cuenta de que el cariño que sentía hacia algunas amigas no era un simple cariño fraternal, que había un poso de deseo sexual que durante años intenté ocultarme, cuando salía con el noviete de turno y miraba a mi amiga Nuria bailar en la pista de baile de la única discoteca (nombre demasiado generoso para lo que era un simple
pub
con un rincón para bailar) del pueblo en que nací y del que salí para estudiar sintiendo que lo que realmente hacía era huir como alma que lleva el diablo.
Supongo que una parte de mí sabía exactamente que lo que sentía por Nuria no era esa típica amistad íntima entre dos adolescentes que se cuentan sus confidencias. Que el ramalazo de celos que sentía cada vez que Nuria tonteaba o se besuqueaba con alguno de los chicos de los pueblos cercanos no eran lógicos en una amistad sin mácula como se suponía que era la nuestra. Sin embargo, nunca fingí mi deseo por el sexo opuesto. Aunque, tras mi primera relación con una mujer, me diese cuenta de que con un hombre no era nunca tan intenso como lo que sentía estando con alguien de mi mismo sexo. Con un hombre podía divertirme, podía pasarlo bien, podía quererlo y podía sentirme dolida cuando la relación acababa. Pero la primera vez con una mujer fue como un mazazo en la boca del estómago. No era comparable. A un nivel sexual podía sentir atracción por ambos sexos. A un nivel emocional sólo me enamoraba de mujeres.
Y esto fue así hasta que apareció Pablo. He oído decir a muchas lesbianas que he conocido, las que sentían menos rechazo físico hacia el sexo masculino, que sólo podrían enamorarse de un hombre si este fuera absolutamente extraordinario. Y yo pensaba que también sería así si algún día, por alguna circunstancia, me enamoraba de verdad de alguno. Pero Pablo no era precisamente un dechado de virtudes y perfección. Era un chico del montón, con aspiraciones del montón y un físico bastante corriente. Pero me enamoré de él de un modo casi irracional. Durante mucho tiempo llegué casi a convencerme de que tal vez todas mis historias con mujeres habían sido una etapa de experimentación, que aquello que estaba viviendo con él era ese amor adulto, calmado y tranquilo que dicen que llega en un momento dado y te hace sentar la cabeza. Que había llegado el momento de ir por el camino correcto y olvidarme de extravagancias de veinteañera.
Y a punto estuvo de ocurrir todo eso. Me refiero a la vida convencional, el piso modesto pero acogedor en una ciudad de las afueras, una boda sencilla rodeada de familiares y amigos y un par de churumbeles al cabo de un tiempo. Pablo y yo ya nos empezábamos a plantear todo esto. Y, pese a que yo parecía la primera convencida, una parte de mí comenzó a ir dejando pistas que le permitieran averiguar a mi novio que no siempre había habido hombres en mi vida. Mi subconsciente o, quizá, mi verdadero deseo, me traicionó. Y aunque para otro hombre esto no hubiera sido más que un detalle morboso del pasado de su novia, aquí hay que explicar que Pablo había tenido, tiempo atrás, otra novia, de la que estuvo profundamente enamorado, que lo dejó por una mujer. Así que no le hacía demasiada gracia todo ese rollo de la bisexualidad. Desconfiaba de todo aquél o aquella que manifestase deseo por ambos sexos tildándolos de inestables, hipócritas e indignos de su confianza. Poco a poco Pablo fue dándose cuenta de lo que pasaba, fue haciendo preguntas que yo no tuve reparo en contestar hasta que me hizo esa fatídica pregunta que requería una respuesta clara y firme: «¿También te gustan las mujeres?». Yo era —soy— de la opinión de que la confianza en una pareja es un pilar básico. Así que no veía razón para mentirle. Tampoco creía que fuera a reaccionar como lo hizo. Más bien al contrario, creí que algo así lo excitaría, que quizá pensase que eso dejaba una puerta abierta para cumplir esa fantasía de casi todo hombre heterosexual de montárselo con dos mujeres (que yo quisiera o no entrar en ese juego era algo que no me planteaba en ese momento). Pero la reacción de Pablo fue del todo desproporcionada. Me acusó de haberle estado mintiendo durante el tiempo que habíamos estado juntos. Dijo haber perdido toda la confianza en mí en un solo momento. Así que, según él, tal y como estaban las cosas, era mejor que lo dejáramos.
La ruptura me hizo llorar como jamás pensé que lloraría por un hombre. Sentí como si estuviera perdiendo mi última oportunidad de hacer lo correcto. Pese a no saber con exactitud si realmente quería hacerlo. Se suponía que lo correcto era casarme con Pablo y pasar mi vida con él. Pero no sabía si de verdad quería hacerle frente a todo lo que conllevaba tener un proyecto de futuro con una mujer, llevar a cabo lo que para mí era un simulacro de matrimonio.
Pasé unos meses horribles. No me apetecía hacer nada. Iba y venía entre la oficina y mi casa sin hacer ninguna parada intermedia. Sofía se esforzaba en hacerme salir pero de nada servía. Necesitaba estar sola. No ver a nadie. No salir con nadie. Regodearme un poco en mi miseria hasta poder reírme de todo cuando ya hubiera pasado lo peor. Cada uno encaja como puede las rupturas. Unos se vuelcan en los que tienen alrededor, otros se encierran en sí mismos. Yo siempre he sido de estas últimas.
Pese a todo, la recuperación fue inusualmente rápida. Y las secuelas apenas fueron perceptibles, incluso para mí misma. Aunque reconozco que la aparición de Begoña supuso una gran ayuda. La de una mujer que se metió en mi vida para cambiar, sin que apenas ella lo pretendiera, todos mis esquemas mentales, todo en lo que había creído siempre.
Begoña tenía —y sigue teniendo, claro— quince años más que yo. Era una abogada con cierto prestigio que dedicaba parte de su tiempo a causas sociales, casi todas ellas vinculadas al mundo gay o a la lucha por la igualdad de la mujer. Tenía un pequeño despacho en el que llevaba casos particulares y por las tardes regalaba su tiempo en varias asociaciones ofreciendo asesoría jurídica gratuita. Pero pese a que mi trabajo —un puesto administrativo en una editorial de libros jurídicos— tiene mucho que ver con su ocupación, la conocí en una discoteca de ambiente una noche en la que salí con unos amigos gays. Nuestro primer tema de conversación fue ese. Yo comencé la carrera de Derecho pero nunca llegué a licenciarme, acuciada como estaba por seguir viviendo en Barcelona y no tener suficiente dinero para costearme una carrera sin trabajar. Nunca he podido ser una de esas personas que estudian y trabajan a la vez. Lo intenté y fracasé estrepitosamente. Así que tuve que decidir. Volver a mi pueblo con un futuro incierto frente a mí estaba descartado. La relación con mis padres, que nunca fue muy estrecha, se había ido deteriorando por lo que la decisión obvia era quedarme y para ello tendría que dedicarme sólo a trabajar. Me paseé por decenas de trabajos temporales hasta que por fin encontré uno que me quiso tener permanentemente en su plantilla. Begoña me preguntó si no había pensado en retomar los estudios ahora que tenía más estabilidad. Negué con la cabeza. No me veía capaz. No creía tener las fuerzas ni la disciplina necesaria para compaginar ambas cosas. Ella meneó la cabeza. «Lo que pasa es que no quieres —me dijo—. Si te lo plantearas podrías hacer todo lo que quisieras». No hablamos mucho más aquella vez, era un jueves por la noche y ella sólo había salido a tomar una copa con uno de los chicos de mi grupo, al que conocía de una de las asociaciones con las que colaboraba. Antes de irse me pidió el teléfono con un gran surtido de excusas: que su despacho estaba cerca de las oficinas de mi editorial, que quería comentar conmigo algunas cosas acerca de nuestro catálogo y, también, claro, charlar sin esa ensordecedora música de fondo.
Al martes siguiente me llamó a media mañana y me preguntó que si tenía tiempo de comer con ella. Yo no tenía mucho trabajo aquel día y accedí sin pensármelo demasiado. Pese a que no era la primera vez todavía no estaba acostumbrada a que una mujer tratara de seducirme y casi nunca me daba cuenta de las verdaderas intenciones hasta que no era exageradamente obvio. Begoña me conminó a reunirme con ella en un restaurante que estaba a cuatro calles de mi oficina. Cuando llegué ella aún no lo había hecho y me entretuve en la barra tomando una cerveza. Pasado un rato, me giré por instinto hacia la puerta justo en el momento en el que ella entraba. A sus cuarenta y algunos Begoña era una mujer sumamente atractiva. Aunque más que por un físico apabullante lo era por la seguridad y confianza en sí misma que imprimía a sus gestos y que irradiaba en cada palabra que pronunciaba. Al igual que en la anterior ocasión, la de la discoteca, ese día también vestía un traje sastre de corte masculino. Además, poseía una androginia que provocó mi deseo de repente. La boca se me secó al verla. Mi recuerdo de ella era bastante nebuloso, provocado por el sueño y el cansancio que arrastraba la primera vez y la onírica iluminación de la discoteca. En el restaurante apareció frente a mí en todo su esplendor. Dicen que en los demás buscamos aquellas características de las que carecemos. Yo me considero una persona débil e insegura, aunque intentando ocultarlo la gente perciba justamente lo contrario, y al ver a Begoña personificar todas esas virtudes que me gustaría poseer comencé a sentir una atracción brutal hacia ella. Una atracción tan fuerte que no sabía si iba a ser capaz de controlar.
Para suerte mía las intenciones de Begoña iban justamente en la dirección que yo quería. Tras aquella comida hubo algunos encuentros más hasta que una cosa llevó a la otra y acabamos besándonos en una cafetería de las Ramblas, dando comienzo así a nuestra relación.
La historia con Begoña no fue muy larga, apenas seis o siete meses. Sin embargo sí que fue una de las relaciones más intensas que he tenido jamás. Begoña era tremendamente apasionada en todo lo que hacía, fuese con los casos que llevaba, en sus ideales o en la cama. Era una concentración de energía tan pura que contagiaba de entusiasmo a quien se cruzara con ella más de diez minutos. Yo sentía una mezcla de admiración y atracción animal que a veces llegaba a ser dolorosa. Con ella asistí a decenas de charlas, coloquios y conferencias sobre política y activismo gay y feminista. Me recomendó montones de libros que debía leer, tanto novelas como ensayos. Su vocación didáctica era tan inagotable como ella misma. Pero yo era un hueso demasiado duro de roer. A mí me incomodaban —todavía me pasa en ocasiones— las manifestaciones de afecto en público y más si estábamos en lugares donde un beso entre dos mujeres pudiese llamar la atención. Yo era el tipo de persona a la que le había costado más de dos años atreverse a entrar en una librería gay. Unos cuantos más dejarme caer por la manifestación anual del Orgullo, siempre protegida por una gorra y unas gafas de sol y siendo literalmente arrastrada por alguno de mis amigos. No me gusta ser el centro de atención. No me gusta que la gente me prejuzgue ni que me identifique con ningún arquetipo antes de haber podido conocerme. Que la gente sólo pueda ver en mí a una lesbiana me pone de los nervios. Pero Begoña era todo lo contrario a mí. Era el tipo de activista que siempre da la cara y habla alto para que se la oiga bien. Trasladaba su compromiso a todas las facetas de su vida con naturalidad. Y eso a mí me hacía sentirme incómoda. No me veía capaz de soportar ser sometida a un juicio continuo por parte de los demás acerca de lo que para mí es una parte de mi intimidad.