Mujeres estupendas (8 page)

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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

BOOK: Mujeres estupendas
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—A alguna hubieras conocido, que bollos hay en todas partes…

—Tú ya me entiendes…

—Si te entiendo pero tampoco puedes pensar en lo que hubiera pasado porque no ha pasado y ahora tienes otras cosas…

—Ya…

—Por cierto, supongo que tu amiga Ruth sigue pensando que soy producto de tu imaginación, ¿no?

—¡Ay, Ruth!

—Sí, sí, tú ríete pero a este paso cuando la vaya a conocer voy a tener arrugas…

—¡Joder! Si es que decidió largarse en el último momento. Se plantó en Barajas y pilló el primer vuelo que salía para Barcelona. Me dijo que le costó un riñon y medio… Luego dirá que Sara es sólo un rollete…

—Claro, claro, dejar a tus amigos plantados por irte a pasar la Nochevieja con un simple rollete es de lo más normal. La verdad es que también tengo ganas de conocer a la tal Sara, conseguir que alguien haga esas cosas por estar contigo tiene su mérito…

—Bueno, la verdad es que Sara está un rato buena pero Ruth está aburrida de salir con tías así…

—¡Ah! Así que está buena, ¿eh? A ver si me voy a tener que poner celosa…

—¡Anda, boba!

—Que estoy de broma, Pilar… Pero no me refería a que estuviera buena o no sino a cómo será ella para tener a tu amiga así de enganchada. Sobre todo por cómo dices que es Ruth con el tema de las relaciones.

—No sé, tampoco la he podido conocer mucho. Cuando Sara viene a Madrid sólo quedamos con ellas a cenar o tomar algo y siempre se van enseguida. Parece maja pero no te podría decir mucho más…

—Pues algo tendrá…

—Sí, supongo…

—Oye, ¿te apetece hacer algo especial este fin de semana?

—Estar contigo…

—¡Ay, mi niña, que ñoñita se pone algunas veces!

—Claaaaroooo…

—¿No quieres hacer algo diferente?

—¿Atarte a mi cama y no dejarte ir?

—Bueno, esa es una opción a tener en cuenta…

—Pues entonces eso es lo que quiero…

COSAS QUE NUNCA SE DICEN

R
uth se ha quedado dormida apoyada en mi brazo. Con cuidado de nos despertarla la voy apartando poco a poco. Me incorporo y me siento en el borde de la cama. Hace horas que apagaron la caldera del edificio y un frío gélido me muerde la piel desnuda cuando emerjo de entre la calidez de las mantas. Me levanto y busco entre la maraña de ropa que hay sobre la silla algo con lo que cubrirme. Una vez vestida, agarro la cajetilla de tabaco de la mesilla y apago la luz de la lamparita. Salgo de la habitación para ir a sentarme en el sofá del salón. Enciendo el televisor y una gran variedad de programas de teletienda me saluda desde la pantalla. La dejo encendida pero sin volumen. Me recuesto en el sofá con aire dubitativo y un pequeño suspiro se me escapa. La cajetilla de tabaco da vueltas en mi mano.

Han pasado tres meses y la incertidumbre continúa sobrevolándome.

Tengo una relación. O, al menos, eso es lo que supone todo el mundo que nos ve a Ruth y a mí desde fuera. Sin embargo siento que no todo es tan diáfano como pueda parecer. Porque Ruth se niega a ponerle un nombre a lo que tiene conmigo. Soy su amiga. No su novia ni su pareja ni su compañera. Su amiga. Sólo su amiga. Y a veces deja caer, así, como quien no quiere la cosa, que las dos somos libres de tener otras amigas. No sé qué es lo que hará en Madrid cuando no está conmigo. Lo único que sé es que desde hace tres meses no ha habido un solo fin de semana que no hayamos estado juntas. Lo único que yo sé es que todos los días hablamos un par de horas por teléfono. Lo único que yo sé es que, en el mundo real, a eso se le suele llamar tener una relación. Pero Ruth prefiere no moverse entre los parámetros del mundo real. Esquiva cualquier conversación que implique ponerle un nombre a los hechos. A los sentimientos. Sentencia tajantemente que ella prefiere vivir el momento. Con eso lo soluciona todo.

A veces me resulta agotador. Quizá para otra esta situación sería la más idónea. No así para mí. Esto hace tiempo que dejó de ser un juego, un agradable coqueteo con la única finalidad de pasarlo bien. Yo necesito saber qué es lo que tengo, qué es lo que hay ahora. Sobre todo cuando veo que lo que tengo está pidiendo a gritos que se lo denomine como lo que es. Una pareja. Una pareja que se añora entre semana porque cada una vive en una ciudad distinta y ambas están separadas por tantos kilómetros como veces ellas se echan de menos al cabo del día. Una pareja que apenas duerme durante esos fines de semana juntas para poder apurar los minutos y poder asirse a ellos durante los interminables días que les quedan para volverse a ver. Una pareja que se quiere. Pero que nunca lo dice en voz alta.

Ruth no habla nunca de sentimientos. Aunque los demuestre sin darse cuenta. Nunca dice que me echa de menos. Pero me llama cada vez más sólo para contarme algo que le ha ocurrido, por absurdo que sea. Nunca dice que me quiere. Pero a solas derrocha conmigo toda esa dulzura de la que reniega ante los demás. Ruth no me presenta a nadie como su pareja. Pero hace planes conmigo, le habla de mí a toda la gente que conoce, se le ilumina el rostro en cada reencuentro de viernes por la tarde y se pone triste en cada despedida de domingo por la noche.

Y yo necesito saber, necesito nombrar las cosas, necesito escuchar palabras de sus labios. No siempre me basta con los hechos. No me basta con mis propias conclusiones.

Abro la cajetilla de tabaco, saco un cigarrillo y lo enciendo. Exhalo el humo subiendo las piernas al sofá, pegándolas a mi pecho, abrazándome a ellas. Qué fácil sería todo si no estuviéramos tan empeñadas en complicarlo con gilipolleces.

¿Acaso Ruth se cree que es la única que tiene miedo? ¿Acaso piensa que sólo a ella le han hecho daño? Todas nos ponemos corazas. Y más cuando cruzas la barrera de cierta edad con una larga lista de desengaños a tus espaldas. Yo también tengo miedo. Yo también me he atrincherado tras la comodidad de no dar nada por sentado. De no hablar de lo que ocurre. Pero mi miedo es doble. Por un lado es miedo a volver a sufrir, a dejar expuestos mis sentimientos ante alguien que pueda pisotearlos, a volverme vulnerable y acabar herida. Por otro es el miedo a perderla lo que me hace tener la boca cerrada. El miedo de que si le exijo algo a lo que no parece estar dispuesta, ella desaparezca de mi vida. También es culpa mía. El miedo me vuelve cobarde. Y la cobardía me hace tener aún más miedo.

Aplasto el cigarrillo en el cenicero y apago la televisión. Voy a la cocina a beber un poco de agua y regreso a mi habitación. Me meto en la cama y me tumbo en mi lado. El cuerpo de Ruth busca el mío, su pecho se pega a mi espalda, sus piernas se entrelazan con las mías, su mano repta por mi vientre en la inconsciencia de su sueño. Encuentra la mía y la aferra satisfecha. Sólo entonces deja de moverse.

Yo me quedo escuchando el silencio, roto un rato después por el sonido de la puerta del piso abriéndose. Sofía llegando de juerga una noche de sábado más. El tono grave de una voz masculina me informa que no viene sola. Oigo sus risas sofocadas y luego la puerta de su habitación cerrándose. Trato de volver a dormirme albergando el firme propósito de hablar con Ruth mañana. Y si sale corriendo, mala suerte.

Ella es la primera en despertarse a la mañana siguiente. Y lo hace juguetona, despertándome a mí a base de besos y cosquillas. Intento hacerme la remolona. Fingiéndome más dormida de lo que en realidad estoy. Le pido que me deje un rato más mordiendo las palabras, gimiendo de sueño. Nada que hacer, Ruth es inasequible al desaliento. Mi negativa le sirve de acicate para redoblar sus esfuerzos por despertarme. Acabo accediendo. Abro los ojos y le doy un beso de buenos días.

—Venga, te invito a desayunar fuera —me dice con sus enormes ojos de dibujo manga haciendo chiribitas.

—Necesito darme una ducha antes —farfullo notando que estoy más cansada de lo que pensaba.

—Venga, va. Me voy vistiendo.

Da un brinco y se levanta de la cama. Corretea desnuda por la habitación en busca de su ropa. Mientras tanto yo me arrastro hasta el cuarto de baño a darme una ducha rápida sin mojarme la cabeza. Cuando salgo Ruth ya está vestida, sentada en el sofá del salón, fumando un cigarrillo y hojeando una revista. Levanta la cabeza al verme y con señas me dice que me acerque. Al hacerlo trata de arrebatarme la toalla. Reacciono a tiempo y me zafo de ella riéndome. Me meto en mi habitación y unos minutos después salgo ya vestida.

—Cuando quieras —le digo.

Se levanta del sofá y ambas nos encaminamos a la puerta. En el ascensor se pone a buscar las gafas de sol en el bolso y se las pone antes de salir del portal. Su mano busca la mía cuando pisamos por fin la calle.

—¿Vamos a ese al que me llevaste la última vez? —me pregunta.

—¿Al Nakupenda? —pregunto yo.

—Ese mismo —asiente dándome un beso.

La miro y lamento no haber cogido las gafas de sol yo también. Sé que el miedo está tiñendo mi mirada y no quiero que se me note. Según callejeamos hacia el café los nervios se me van agarrando al estómago. Apenas hablo. Ruth no se da cuenta o finge que no lo hace. Se comporta con total naturalidad. Se detiene a comprar el periódico en un kiosco, habla de banalidades mientras yo la escucho en silencio y voy buscando en mi cabeza las palabras adecuadas para lo que le quiero decir. Llegamos al Nakupenda y nos acomodamos en una mesa. Ruth le pide a la camarera un café con leche, un zumo de naranja y una tostada. Yo sólo pido un té americano. Ruth hojea el periódico mientras esperamos que nos sirvan. Enciendo un cigarro y le echo un vistazo desganado al suplemento dominical.

No hablo enseguida. Espero a que Ruth acabe de comer y se encienda un cigarrillo con el que acompañar los últimos sorbos de café. Absorta en su propia felicidad hasta ese momento, tras dar la primera calada se percata de la expresión de mi rostro. El suyo cambia automáticamente, convirtiéndose en una mueca de contrariedad.

—Quiero hablar contigo —es lo único que le digo antes de que a ella le dé tiempo a abrir la boca.

Entonces la contrariedad se convierte en una expresión de pánico. Y me sorprende ver eso en Ruth. Es la expresión del que tiene miedo de perder algo muy querido, del que no se lo espera porque no había pensado que pudiera perderlo.

—¿Hablar de qué? —pregunta titubeante.

—De ti y de mí —respondo—. De nosotras.

El pánico da paso a una expresión de hastío. Cierra el periódico con desgana y aplasta el cigarrillo en el cenicero. Antes de que yo haya podido hablar de nuevo se ha encendido otro.

La semana pasada, cuando estuve en Madrid, cenamos la noche del sábado con Pilar. Venía de pasar la tarde con Pitu, su novia. Esa novia que ni siquiera Ruth conoce porque trabaja tanto y con horarios tan dispares que ha sido prácticamente imposible coincidir. Cuando conocí a Pilar acababa de empezar con ella. Desde entonces, en cada visita que he hecho a Ruth y hemos quedado con Pilar, la veía más y más contenta, más y más feliz. Se deshacía en halagos con su novia. Era la viva imagen de una enamorada. Si tenía dudas acerca de su relación apenas las transmitía. Durante la cena su actitud no había cambiado. Seguía hablándonos de Pitu con esa inequívoca mirada de quien piensa que ha encontrado algo extraordinario. Picada por la curiosidad le pedí que me contara cómo se habían conocido.

—Pues mira, fue muy típico. Habían abierto un nuevo bar de chicas y fui allí con unas amigas. Y una de mis amigas conocía a una de las suyas así que nos juntamos todas. Y ella y yo nos pusimos a hablar. Y, ya sabes lo que pasa, hablas y hablas y vas coqueteando y te vas insinuando. Entonces ella me cortó y me dijo: «Mira, antes de que sigas te voy a advertir: soy seca y con mala leche, aburrida y simple y la verdad es que no mucho más». Yo me eché a reír. Era tan real… —Pilar suspiró con una sonrisa de felicidad.— En un momento en que cualquiera se hubiera adornado para venderse lo mejor posible ella se mostraba tal cual era…

Psicología inversa, pensé yo, cuenta lo peor de ti para que la gente se sorprenda cuando descubra lo bueno que guardas.

—¿Y tú qué le dijiste? —le pregunté.

—¿Qué le dije? Pues nada, que me parecía bien y que me encantaría que nos aburriéramos juntas… —me dijo haciendo un guiño de complicidad.

Sonreí y miré a Ruth por el rabillo del ojo. Ajena a nosotras y nuestra conversación, estaba ocupada leyendo y contestando mensajes en su móvil. Pilar y yo cruzamos la mirada y ella hizo un gesto de solidaridad comprendiendo cuán difíciles pueden ser las cosas con alguien como Ruth, que siempre prefiere no darse por aludida cuando todas las miradas la señalan.

—¿De nosotras? —repite Ruth devolviéndome al presente—. ¿Qué pasa con nosotras? —pregunta con un leve tinte agresivo en la voz.

—¿Cómo que qué pasa? —le digo yo en el mismo tono—. Pues mira, para empezar me gustaría saber qué coño estoy haciendo contigo.

—Pues mira —comienza con una mueca burlona—, ahora mismo estás desayunando conmigo.

Claro. Desayunando. Ruth y su implacable ironía. ¿De qué otro modo si no podría contestar ella cuando se encuentra acorralada?

—No me vengas con tus sarcasmos, Ruth. ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué somos? Mira, quizá para ti esta situación sea la hostia de cómoda pero a mí me empieza a quemar. Quiero saber qué coño pinto en tu vida. Que me digas si soy un pasatiempo o qué. Quiero que dejes de decirme que somos amigas y que las dos podemos tener más «amigas» —digo con acritud haciendo comillas con los dedos. Luego tomo aire profundamente y le suelto—: Quiero que dejes de decir que vienes a Barcelona porque tienes una reunión de trabajo porque las dos sabemos que eso no es cierto. Quiero que me digas que vienes porque necesitas verme.

Esto último pilla por sorpresa a Ruth. Sus ojos transmiten todo el desconcierto que mi sentencia le ha causado. Su barbilla tiembla ligeramente y comienza a tartamudear cuando trata de llevarme la contraria.

—Pe… pero… cómo dices que no es cierto… Sí que tengo reuniones, te lo he dicho mu…

—Ruth —la interrumpo tajantemente—, tus reuniones aquí son tan ciertas como lo son las mías en Madrid… —suspiro exasperada—. ¡Por favor, Ruth, no me fastidies! Al principio podía colar pero después de tres meses ya no. Qué casualidad que las reuniones son siempre en viernes, ¿no? Y que el viernes que no las tienes tú aquí las tenga yo allí… Sí, muy creíble… —Ruth desvía la mirada de mí visiblemente incómoda.— ¡Joder! —exclamo—. ¿Tanto te cuesta admitir que vienes sólo para verme?

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