Mujeres estupendas (7 page)

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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

BOOK: Mujeres estupendas
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Ruth asiente preguntándose si Ali es todavía una espinita para su amiga. Luego les dice a Pilar y a su amigo que va al guardarropa a dejar las cosas y que si quieren algo de beber. El amigo declina la invitación pero Pilar le pide un cubata. «Para resarcirme», dice. Ruth se pierde en la muchedumbre y baja hasta el guardarropa. Saca el dinero y el tabaco del bolso y vuelve arriba. Le pide las copas a uno de los camareros que deambulan entre la gente y le indica el lugar en el que va a estar. Vuelve con Pilar y su amigo. El camarero trae las copas y Ruth, tras pagar, le da un trago a la suya con avidez. Pilar le pregunta por Sara. Y Ruth se extraña. Su cara lo expresa. Por un momento no sabe qué decir, no sabe a qué se refiere Pilar con ese «¿Y Sara?». Sara está en Barcelona. ¿Qué pinta en esa conversación? Vuelve a sentir esa agitación interna, la misma que sintió cuando Sara llamó un rato antes. Una agitación muy parecida a la ansiedad. Ruth se enciende un cigarro, le da un nuevo trago a la copa y responde: «¿Sara? Pues bien». Pilar se le queda mirando como si fuera a decir algo. No lo hace. También da un sorbo a su copa.

El tiempo va pasando lento y rápido a la vez. El tiempo en un garito, el tiempo de la noche, no se mide con los mismos parámetros que a la luz del día. La música y las conversaciones se mezclan en una cacofonía a ratos estridente, a ratos meramente soportable. La iluminación adorna lo que Ruth ve con pinceladas oníricas. Esas luces tenues, coloreadas, que deforman lo que el ojo ve. Ese puto foco que te sorprende en plena cara y te hace daño a la vista. El alcohol es el que termina de alterar los sentidos. Porque a Ruth le van entrando las copas con una facilidad mayor que la habitual. Como en tantas otras ocasiones, se siente envuelta en un sueño. Y no deja de ser sorprendente que alguien como ella, que tantas noches ha gastado apurando hasta el último minuto en bares y discotecas, en
afters
y pisos de desconocidos, siga sorprendiéndose al descubrirse en ese estado de artificial felicidad, esa euforia constante, esa agradable desorientación que hace que nada de lo que hay fuera importe. Ruth baila sola, mecida por la inercia de los movimientos de la gente que la rodea. A ratos mantiene superficiales conversaciones con Pilar que sería incapaz de reproducir segundos después. Se bebe las copas en tres tragos. Y su amigo el camarero acude presuroso con un nuevo destornillador a un leve gesto que haga Ruth alzando la mano. «Te vas a pillar un pedo de cojones», le advierte Pilar riendo. «Eso intento», responde Ruth mezclando el vodka con la naranja. Hace mucho que no se emborracha. Y tiene ganas. Porque emborracharse es la mejor manera de que nada de lo que tienes en la cabeza importe realmente.

Pilar y su amigo dicen que se van justo en el momento en que Ruth descubre unos ojos que no la pierden de vista. Que la observan con una mezcla de diversión y picardía. Ruth responde a la mirada los segundos suficientes como para hacerle saber que tal vez acepte el reto que le están proponiendo al mirarla así. Luego se vuelve hacia Pilar con cara de circunstancias y le dice que ella piensa quedarse un rato más. Se dan un par de besos. Otro par al amigo. «¡A ver qué haces!», le grita Pilar ya alejándose. «¡Nada bueno, seguro!», responde Ruth del mismo modo. Alza la copa en señal de despedida. Pilar y su amigo se pierden entre la gente. Ruth se gira en busca de esos ojos que la escudriñaban un momento antes. Los ojos se han ido acercando y ahora están junto a ella. Su propietaria es una mujer más alta que Ruth, tal vez unos diez centímetros, y también algo mayor que ella. De cabello corto y algo andrógina. No particularmente atractiva pero lo suficiente para llamar la atención de Ruth. «¿Tus amigos te han dejado sola?», le pregunta la mujer y Ruth piensa en lo parecida que es esa formula a la que un rato antes han empleado el grupo de chicos para abordar a sus compañeras. Aunque en este caso la pregunta es algo más acertada. Es obvio que en ese momento Ruth sí está sola. Por eso juega a ser la chica desamparada necesitada de compañía para apurar la noche. La mujer le pregunta cómo se llama y Ruth nota un acento extranjero en la voz. Al hacérselo notar a la mujer es cuando ésta le dice que es inglesa y que se llama Diane. «Pero hablas muy bien español, ¿no?», señala Ruth. Diane asiente y le explica que lleva veinte años viviendo en España. Se sonríen la una a la otra pero también a sí mismas. Saben lo que va a ocurrir y ninguna va a poner ninguna objeción. Comienzan a bailar muy juntas, acercando sus cuerpos sin pudor alguno. Sin dejar de sonreír mientras sus caras van acercándose, sus labios rozándose traviesos. Cuando se encienden las luces del local ya llevan tiempo besándose sin descanso.

Salen del Escape abrazadas por la cintura. Fuera se va agolpando la multitud que ha sido interrumpida en sus danzas y cortejos. Algunos se despiden encaminándose a la boca de metro de la plaza. Otros aguardan a que salgan sus amigos, todavía en el interior. Una chica está preguntando a todo el mundo si no saben de algún sitio donde continuar la marcha. Ruth levanta la cabeza. Aún es de noche pero el cielo ya luce ese tono purpúreo previo al amanecer. Ese color que ha admirado embobada tantas veces en situaciones similares. Un color que la hace sentir una nostalgia irremediable por algo que nunca acaba de recordar. Al bajar la cabeza siente nauseas y se da cuenta de golpe de lo borracha que está. Diane lo nota y le pregunta si está bien. Ruth menea la cabeza y cierra los ojos con fuerza. Instintivamente se aparta de ella y busca un rincón en el que vomitar. Se sitúa entre dos coches e inclina el cuerpo pero tras la arcada inicial nada sale de su interior. Diane se coloca tras ella y le sujeta el pelo en la nuca. Ruth se incorpora aún con los ojos cerrados, incapaz de articular una palabra coherentemente. Empieza a caminar dando traspiés. Diane la detiene, coge uno de los brazos de Ruth y se lo pone encima de sus hombros, la agarra fuertemente de la cintura y dice tajante: «Vamos a casa».

Diane la lleva casi en volandas. Callejean. Callejean mucho. Ruth se ríe a ratos con esa risa de borracha que tanto desprecia en otras personas. Ruth tropieza constantemente. Y vuelve a reírse. De sí misma. De la situación. Ha perdido el control. Lo sabe y no le importa. Se deja llevar por esos brazos que la van conduciendo por las calles del centro. Con los ojos entrecerrados, apenas consciente de lo que ve, cree reconocer que se adentran en el barrio de Huertas. El mareo continua. Se hace más fuerte en su cabeza.

Pero ello no le impide seguir riendo. De repente Diane se detiene frente a un viejo edificio. Introduce una llave en la cerradura de un enorme portón y penetran en el interior. Comienzan a subir por unas desvencijadas escaleras de madera. Es entonces cuando Ruth deja de reír y se percata de su estado. De su lamentable estado que a duras penas le permite hablar. Se detienen en uno de los rellanos. Ruth ni siquiera sabe cuántos pisos han subido. Diane abre la puerta de un piso y la conduce hasta un angosto cuarto de estar. Se queda plantada en medio y deja que Diane le quite el abrigo. Vuelve a sentir arcadas y logra vocalizar la palabra baño. Diane vuelve a agarrarla y la lleva hasta él. «Déjame sola», farfulla Ruth. Diane sale del baño pero deja la puerta entornada. Ruth se abalanza hacia el inodoro en el momento en que su estómago decide por ella que es el momento de vaciar todo el contenido etílico que alberga. Pero hacerlo no consigue que se sienta mejor. Tira de la cadena y se lava la cara en el lavabo. Sale del baño y se reúne de nuevo con Diane. Ella le pregunta si quiere algo. «Acostarme», musita Ruth dejándose caer en un futón. Diane la vuelve a agarrar y la lleva a una habitación contigua donde hay una cama. Ruth intenta enfocar la vista y en un momento de lucidez se pregunta si, pese a su estado, la inglesita desconocida pretenderá follar con ella. Como si quisiera responder a su pregunta, Diane la sienta en el borde de la cama y comienza a quitarle las botas y los pantalones. Cuando intenta hacer lo mismo con su camisa, Ruth trata de oponer resistencia. «No seas tonta, te vas a morir de calor en la cama», la reprende en un tono maternal que poco tiene de sexual. Después le quita el sujetador. Ruth se siente ridicula allí, sentada en aquella cama con sólo unas braguitas. Diane la tumba en la cama y siente cómo el liviano peso de un edredón nórdico le cubre el cuerpo por entero. Cierra los ojos. Siente cómo Diane también se desviste y da vueltas por la habitación. Luego la cama cruje bajo su peso al tumbarse junto a ella. Sus cuerpos se juntan y Ruth nota que Diane se ha quedado también sólo con unas braguitas. El roce de su cuerpo desnudo junto al de ella la excita por un momento. Pero Diane no intenta nada. Sólo la abraza y le pregunta si está bien. «Sí», murmura Ruth antes de ir perdiendo la conciencia poco a poco.

Cuando Ruth despierta siente que su cabeza es un paraje post nuclear. Desorientada, abre los ojos y echa un vistazo a su alrededor. No le sorprende descubrir una mujer desnuda a su lado pero tarda algunos momentos en recordar quién es. El mismo tiempo que tarda su vejiga en reclamar su atención. Se levanta con cuidado, sale de la habitación y trata de recordar dónde estaba el baño. Pero la casa es demasiado pequeña como para tardar en encontrarlo. Se sienta en el inodoro y mientras vacía su cuerpo de todo resto de alcohol que pudiera quedar, descubre que se le ha adelantado la regla. Busca compresas o tampones en los armaritos del baño. Encuentra lo primero, se limpia y tira el envoltorio en una papelera metálica que hay bajo el lavabo. Decide que lo mejor que puede hacer en ese momento es volver a la cama. Se queda dormida enseguida.

Horas después se despierta de nuevo pero esta vez Diane ya no está junto a ella. La resaca promete ser espantosa pero ya no aguanta ni un minuto más en la cama. Se levanta y busca su ropa con la mirada. La encuentra amontonada en una silla plegable que hay en un rincón. Se viste y sale de la habitación. Encuentra a Diane hecha un ovillo sobre el sofá tomando una taza de café y mirando la televisión. Diane alza la cabeza al verla aparecer. Ruth siente vergüenza de sí misma en ese momento. Baja los ojos y sonríe tímidamente. «¿Te encuentras mejor?», le pregunta. Ruth asiente sin saber qué hacer, si sentarse junto a ella en el sofá o quedarse de pie. Diane toma la iniciativa levantándose. «¿Quieres un café?» «Sí, por favor. Con leche.» Ruth se queda sola en la estancia y opta por sentarse. Encuentra una cajetilla de tabaco sobre la mesita y enciende un cigarrillo. Un par de minutos después Diane reaparece con una taza humeante. Se la tiende a Ruth. Da un primer trago que es recibido con entusiasmo por su estómago. Deja la taza sobre la mesita. Diane y Ruth se miran sin saber qué decirse.

Comienzan a hablar de nada en particular, el trabajo de Diane, el trabajo de Ruth, la edad de Diane —cuarenta y cinco— que sorprende a Ruth, las costumbres españolas y las costumbres inglesas. En ningún momento hablan de lo que ocurrió la noche anterior. Tampoco de lo que no ocurrió y pareció que sí iba a suceder. La complicidad de los besos en el Escape ha dado paso a una diplomática incomodidad por ambas partes. Unas palabras de cortesía con las que agradecer lo que Diane ha hecho por Ruth. La bondad de los desconocidos de la que tantos hablan.

Ruth termina de tomar el café. Mira a su alrededor mientras busca en su cabeza la mejor fórmula para irse. «Será mejor que me vaya», es lo único que se le ocurre en ese momento. Diane se limita a asentir con la cabeza. Sin duda no va a poner resistencia a la decisión de una desconocida. Ruth deja entonces la taza sobre la mesita y se levanta del sofá.

Coge su abrigo y su bolso y se encamina a la puerta del piso. Diane la sigue. En el umbral, con la puerta ya abierta, las dos se miran. Ruth se mueve dubitativa. Finalmente pone una mano sobre el hombro de Diane y deposita un breve beso en su mejilla. «Nos vemos», dice a modo de despedida antes de comenzar a bajar las escaleras. «Nos vemos», responde Diane. Ruth escucha cómo se cierra la puerta. Cierra los ojos por un momento y suspira aliviada, por alguna razón liberada. Sale del portal y deambulando sin rumbo llega hasta la calle Atocha, cerca de Antón Martín. Decide coger el metro. Piensa que es la mejor forma de que su cuerpo esté al mismo nivel que su ánimo. Bajo suelo.

Al sentarse en un asiento del vagón casi vacío, abre el bolso y saca su móvil para ver qué hora es. En la pantalla se encuentra un aviso de mensaje. Un mensaje enviado por Sara a las seis de la mañana. «No me he atrevido a decírtelo antes pero… te echo de menos.» La ansiedad vuelve a presionar sobre sus hombros. El pánico regresa a su estómago castigado. Guarda el móvil con gestos casi culpables, cierra los ojos y recuesta la cabeza sobre el cristal de la ventanilla. Sólo espera no tardar mucho en llegar a casa.

INTERLUDIO

—¡Vaya cebollón que se pilló tu amiga Ali anoche, cariño!

—Joder, ya te digo. No sé qué le pasa últimamente, si antes ella no probaba el alcohol…

—Y el pobre de su compañero de piso cargando con ella toda la noche, vaya manera de empezar el año…

—¡Jo! Pues tú no viste la que se pilló hace un par de meses en la fiesta del festival de cine, esa también fue de ordago. Y a David también le tocó cargar con ella…

—Pero ese chico es hetero, ¿no?

—Sí, es hetero. Si lo raro de todo esto es que Ali haya pasado de «no quiero tener nada que ver con varoncitos» a vivir con tres tíos y uno de ellos hetero…

—Mujer, tampoco es tan raro…

—Eso lo dices porque no has conocido a Ali antes. Era de lo más radical que me he encontrado nunca. Y mira que a mí los tíos heteros me hacen poca gracia pero es que lo suyo ya era exageración. Desconfiaba hasta de los chicos gays…

—Bueno, la gente cambia, y como tú me has dicho muchas veces, en el fondo es una niña todavía… Ahora es cuando está empezando a vivir la vida.

—No, si al final le está viniendo bien lo de haberse ido de casa. Pero, qué quieres que te diga, si yo tuviera la familia que tiene ella habría acabado la carrera tranquilamente y aún así me habrían tenido que arrancar de casa con espátula…

—¡Qué morro tienes!

—Morro no, cariño, aquí la mayoría de las que nos fuimos de casa jovencitas fue porque con nuestros padres no hubiéramos tenido ningún tipo de libertad… Y, bueno, yo me fui también porque el panorama que tenía en mi puto pueblo era para cortarse las venas…

—Jo, Pilar, cómo te gusta exagerar…

—No son exageraciones, Pitu. ¡Puff! Sólo imaginarme estar ahora mismo en mi pueblo ayudando a mi padre en la tienda y sin poder conocer chicas porque allí decir que eres lesbiana es echarte una cruz al hombro…

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