David se sienta tan al borde de la silla que le falta poco para caerse al suelo. Inclina el cuerpo hacia la pantalla y cruza las manos bajo la barbilla dispuesto a escuchar. Antes de que Ali haya empezado a hablar, Ruth sabe, por la expresión de su cara, que la arenga del psicólogo le ha inflado el ánimo y se va a dejar llevar por su lado más visceral. Sabe que se alterará en su exposición y que eso es lo peor que puede hacer porque sus oponentes aprovecharán cualquier resquicio en su discurso para golpear donde más puede dolerle. Ali titubea antes de hablar, mira a sus compañeros, mira sus notas y, finalmente, comienza: «Miren, tengo diecinueve años, estudio una carrera universitaria, colaboro en varias asociaciones y, además, me gustan las mujeres. Cualquier examen psicológico o psiquiátrico al que pudiera someterme no encontraría ninguna deficiencia en mi desarrollo. Y sí, me he criado en una familia compuesta por una pareja de mujeres. Que mi sexualidad se haya encaminado hacia las personas de mi mismo sexo es un hecho totalmente circunstancial. Mis dos madres me han educado en el respeto y la tolerancia hacia todas las formas de familia. Nunca me empujaron hacia una sexualidad en concreto sino que me enseñaron que había diferentes opciones. Tampoco me faltaron referentes masculinos en mi educación por parte de abuelos, tíos, primos y demás familiares varones. Sé lo qué es un padre y una madre. Y para mí un padre o una madre son aquellas personas que inculcan a un niño una serie de valores morales y éticos, que le procuran un techo, una alimentación, un cuidado y una educación adecuada independientemente de que les unan unos lazos biológicos y sanguíneos. A diferencia de muchísimas parejas heterosexuales que traen hijos al mundo de un modo, digamos, "gratuito" o fortuito, cuando gays y lesbianas queremos tener hijos, sean biológicos o adoptados, nos supone un gran esfuerzo. Dicho esfuerzo nunca es producto de un capricho momentáneo sino de una sólida convicción en nuestra capacidad para educar y proporcionar amor a ese hijo o hija…». La breve pausa que hace Ali para mirar sus notas antes de proseguir, la periodista del lado contrario aprovecha para meter baza: «Todo eso queda muy bonito en la teoría pero en la práctica un niño con padres homosexuales sufrirá durante toda su infancia discriminación en la escuela y en todo su entorno cotidiano por esta causa. Y esa discriminación puede acabar creándole grandes secuelas psicológicas…», la mujer intenta continuar pero Ali la interrumpe elevando la voz. «Usted misma es la causante de esa discriminación en el mismo momento en que pronuncia esa frase. Usted es la que da por hecho que ser homosexual es un problema sin darse cuenta de que es precisamente usted quien lo crea. Usted será la que eduque a sus hijos en la intolerancia obligándoles implícitamente a discriminar a ese niño sólo porque tiene dos padres o dos madres o porque es hijo de madre soltera o por cualquier otra razón que a usted no le parezca "decente"», Ali hace las consabidas comillas tan utilizadas en el debate. La cara de David se crispa al ver a Ali exaltarse. En el salón de la casa de Ruth todos contienen el aliento. «¡Mis hijos están perfectamente educados! —salta la periodista—. Además, vosotros mismos decís la cantidad de suicidios que hay entre adolescentes que se creen homosexuales. Un hijo criado por dos hombres o por dos mujeres nunca estaría seguro de su sexualidad y podría escoger el camino equivocado y también podría querer suicidarse debido a toda la confusión que se le ha creado.» Ruth lo sabía. Han metido la mano en una herida abierta. Los ojos de Ali están vidriosos y la furia tiñe su mirada. La ve tomar aire antes de hablar mucho más pausadamente, tratando de contener su ira. «Le voy a contar una historia. Hace un mes, una chica con la que estuve saliendo se suicidó. No era una adolescente, tenía veinticuatro años. Sus padres eran tan respetables y decentes como dicen serlo ustedes. Ultracatólicos y conservadores, como ustedes. Durante años estuvieron maltratando psicológicamente a su hija, insultándola, intentando curar una enfermedad que no es tal, persiguiéndola, anulándola como persona hasta que al final ella no pudo aguantar más y decidió que era preferible morir a seguir aguantando ese trato humillante de vejaciones y desprecios.» Aunque intenta controlarse, Ali se va alterando más y más. David menea la cabeza con preocupación. El resto sigue conteniendo el aliento. «Sus padres, esos padres tan respetables y decentes, tan devotos de dios, ni siquiera se dignaron a asistir al entierro de su propia hija. Porque preferían una hija muerta antes que una hija lesbiana. Y según ustedes —el tono de voz de Ali ya es exageradamente alto— esos son padres más idóneos para un niño que una pareja de hombres o de mujeres que lo dan todo por tener un hijo. Según ustedes es preferible que unos padres vayan asesinando lentamente a sus hijos por ser homosexuales que dos personas cuyo único delito es quererse y tratar de formar una familia. Ustedes son los que con su hipocresía y falsa moral provocan la intolerancia y la discriminación. Nosotros lo único que hacemos es tratar de vivir nuestra vida.»
Los ánimos en plató se han revolucionado durante el
speech
de Ali. Los invitados comienzan a hablar todos a la vez haciendo que no se entienda nada. Hábilmente la presentadora corta el debate y anuncia una pausa para la publicidad. En casa de Ruth todos estallan en exclamaciones. David saca su móvil e intenta llamar a Ali pero tiene el móvil apagado. «Sabía que pasaría esto —dice Ruth cabizbaja—. Esa gente sabe cómo hacer daño.»
Dos días después todos acuden a la manifestación. El matrimonio gay ha sido aprobado y, por una vez, hay un motivo real de celebración. Ruth, Sara, Juan, Diego y Pilar se apostan en Cibeles, en la esquina del edificio de Correos, para ver pasar a las carrozas. A todos los inunda una extraña sensación. La certeza de vivir en un país que los ha dejado de considerar ciudadanos de segunda categoría, con las mismas obligaciones pero sin los mismos derechos. Ahora son, al menos ante la ley, iguales al resto. Ruth abraza a Sara desde atrás, apoyando la barbilla en su hombro. Su mirada es nostálgica aunque sus gafas de sol la oculten. Su cabeza recuerda manifestaciones pasadas, ilusiones extinguidas, momentos que cayeron en el olvido. La actitud de Juan parece ser similar a la suya. «Nunca creí que vería en la mani del orgullo un autobús de dos pisos representando al partido en el gobierno», le dice Juan a Ruth con una sonrisa. «Yo tampoco», replica Ruth. «Al menos no hasta que fuera muy, muy vieja.» Sara gira la cabeza y la besa con ternura. «Pues lo estás viendo», le susurra al oído. «Lo sé», murmura Ruth volviendo a pasear la vista por la marea de gente.
Representantes de las comunidades autónomas, de organizaciones gays de todo el país, carrozas y autobuses y camiones de bares, discotecas y partidos políticos, todos van pasando por delante de ellos en un desfile sin fin. Ruth es la primera en avistar la carroza que el grupo de mujeres del GYLA tiene conjuntamente con un par de bares. David es quien conduce la cabeza tractora que arrastra una plataforma engalanada sobre la que bailan un nutrido grupo de mujeres. Ali va poniendo la música. Los cinco amigos la ven bailar y gritar al ritmo de las canciones. Ruth sonríe aliviada. Ve felicidad en sus ojos. Y en su sonrisa. Y piensa que por muy fácil que ella lo haya tenido, sigue teniendo mucho valor por luchar en lo que cree, por dar la cara cuando todavía hay tantos que se esconden, por haberse enamorado de un hombre en ese mundo al revés en el que viven sin que le importe lo que digan de ella.
Ruth abraza a Sara más fuertemente y suspira. «Es una chica estupenda, ¿verdad?», le susurra en el oído.
—¿Y qué cara pusieron cuando se lo dijiste?
—Imagínate, Ruth casi se cae de la silla de la impresión. No hacía más que quejarse porque me caso con una chica a la que ella no conoce. Pero sé que se alegra mucho.
—¿Y los demás?
—Los demás también.
—¿También se cayeron de la impresión?
—No, bobita, también se alegraron mucho. Les hace una ilusión tremenda ir a su primera bolloboda.
—¿Le pediste a Ruth que fuera tu testigo?
—Sí, claro. Y aceptó encantada. Me dijo que así tendría más autoridad para perseguirte hasta el fin del mundo si se te ocurría tratarme mal.
—Ya le diré yo que no hará falta que se vaya tan lejos.
—¿Ah, no? ¿No me vas a tratar mal?
—No, mi niña, te voy a tratar como a una reina. Te lo prometo.
—¿Y tu hermana qué ha dicho de lo de ser testigo?
—Pues no es que se haya puesto a dar saltos de alegría pero ha dicho que sí. Mis padres son los que más han arrugado el morro.
—Pero si a ellos no les importa que entiendas, ¿no?
—Ya, Pilar, pero una cosa es que no les importe y otra que les haga gracia que su hija vaya a casarse con otra mujer. ¡Nada menos que casarse! Me dijeron que por qué no nos podíamos limitar a vivir juntas, que no hacía falta ir tan lejos.
—¿Y tú qué les dijiste?
—Que claro que hacía falta. Que ahora que teníamos el derecho de hacerlo y habíamos decidido ejercerlo no sólo es porque nos queramos sino por una cuestión práctica, para tener las mismas ventajas que tienen ellos. Y ya me puse un poco cáustica y les dije que así me aseguraba de que si me pasaba algo no iban a intentar hacerte la vida imposible por las cuatro mierdas que yo pudiera dejar.
—¡Qué bruta eres algunas veces, cariño!
—Joder, Pilar, no es ser bruta sino realista. Yo quiero mucho a mis padres pero estoy convencida de que si me llegara a pasar algo ellos querrían meter baza y si no estamos casadas reclamarían mis pertenencias rápidamente sin importarles que también sean tuyas.
—Pero cielo, el piso es tuyo…
—Eso ya lo arreglaremos, Pilar. Pero quien habla del piso habla de cualquier cosa, el coche, los muebles, el dinero… Y si algún día tenemos un hijo… Pufff, prefiero no pensarlo…
—Joder, cuando les conocí no me parecieron ese tipo de personas…
—Porque cuando les conociste aún no habíamos dicho nada de casarnos. Sólo eras la novieta de su hija, ahora serás su nuera. Y para ellos lo del matrimonio ya son palabras mayores.
—¿Van a ir a la boda?
—Me han dicho que se lo están pensando. Pero estoy segura de que al final irán… ¿Y los tuyos? ¿Se lo piensas contar algún día?
—¡Pufff! Sabes que lo mío es un pelín más complicado. No creo que encajen bien de un solo golpe el que su hija sea lesbiana y que se case con su novia…
—Pues te queda poco tiempo. Diles ahora que entiendes y después, cuando ya tengamos fecha, les dices que te casas…
—No sé… No me convence la idea…
—Tú verás, cielo, pero tarde o temprano se acabarán enterando.
—Puede que sí y puede que no. En todos los años que llevo en Madrid nunca han venido a verme, ya lo sabes.
—Bueno, pero sabes que si lo necesitas puedo estar contigo cuando se lo digas, ¿no? Sólo tienes que decírmelo, nos cogemos el coche y nos plantamos en tu pueblo en un santiamén…
—Lo sé, cariño, pero de momento prefiero esperar…
—Como tú lo veas…
L
a última semana de julio Ruth se viene a Barcelona. Los continuos viajes a lo largo del año han dejado nuestras cuentas corrientes bajo mínimos así que a las dos nos ha parecido la mejor opción. Eric y Daniel nos llamaron para invitarnos a pasar unos días en Ibiza en su casa pero les dijimos que no como pudimos para que no se lo tomaran a mal. Ambas sabemos que por muy poco que nos gastemos ya nos saldremos del presupuesto. Ellos no insistieron y dijeron que tal vez se dejarán caer por Barcelona. Les hacía ilusión vernos juntas.
Así que Ruth y yo pasamos los días bajando a la playa de La Barceloneta a tomar el sol y las tardes tomando algo en alguna terraza. Por fin puedo decir, sin temor a equivocarme, que lo que nos une se ha consolidado, que Ruth cada día tiene menos miedo a demostrar lo que siente. Que incluso se le escapa algún «te quiero» de vez en cuando. Aunque lo diga con un hilo de voz, como si temiera que decirlo en voz alta le pudiera hacer daño. Pero lo dice. Me lo dice al oído. Y se le pone cara de niña traviesa al hacerlo.
Tras pasar la tarde en la playa nos arrellanamos en las sillas de una terraza cercana. Siento el cuerpo extrenuado y caliente por el salitre y el sol. Ruth se recuesta en la silla cansada, escrutando a su alrededor protegida por sus eternas gafas de sol que ya de poco sirven porque se va haciendo de noche. Le pedimos a la camarera un par de jarras de cerveza con limón. Ruth enciende un cigarrillo y me lo pasa, luego enciende otro para ella. Cuando nos sirven la cerveza espero a que dé un trago antes de hablar.
—Si te digo una cosa, ¿me prometes no asustarte?
Las gafas de sol de Ruth me miran. Alza las cejas por encima de ellas y sonríe con inocencia.
—¿Y por qué me iba a asustar?
—Porque ya nos conocemos, Ruth…
—Bueno, prueba a decírmelo y ya veré yo si me asusto o no.
Me inclino hacia la mesa y juego con la punta de mi cigarro sobre el cenicero, haciendo caer la ceniza en él.
—He estado pensando en mudarme a Madrid —le digo mirándola.
Malditas gafas de sol que apenas me han dejado percibir su reacción. La miro con una sonrisa nerviosa y espero a que diga algo.
—¿Estás segura? —es lo único que dice.
—Sí, estoy segura —afirmo—. Ruth, estoy cansada de tanto viaje. Yo quiero seguir contigo pero lo que no me apetece es tener que andar pendiente de horarios de aviones ni de trenes, de pensar cuándo voy yo o cuando vienes tú… ¿A ti no te pasa?
Ruth suspira y se quita, al fin, las gafas de sol. Las deja sobre la mesa y apaga el cigarrillo en el cenicero.
—Sí, a mí también me pasa.
—¿Y por qué no me habías dicho nada? —le espeto.
Ella se encoge de hombros y esboza una débil sonrisa.
—No sé, supongo que no sabía lo que tú querías. Si querías quedarte en Barcelona o qué… Y la verdad, si te soy sincera, a mi la idea de irme de Madrid no me hace mucha gracia…
—Lo sé. Por eso soy yo la que quiere irse allí.
—Pero, ¿y tu trabajo? Tú estás fija aquí y empezar de cero en Madrid puede ser difícil.
—No es el trabajo de mi vida, Ruth. Seguro que en Madrid puedo encontrar otro similar fácilmente…
Se queda callada. Coge la cajetilla de tabaco y juega con ella con aire ausente. Acaba abriéndola y cogiendo un nuevo cigarro. Noto cómo un ramalazo de pánico hace temblar su barbilla cuando se lleva el cigarrillo a los labios para encendérselo.