David se echa a reír con ganas.
—¡Venga ya!
—Sí, tú ríete —le dices con media sonrisa—. Pero es así… A lo que vamos. Yo he crecido en un entorno totalmente distinto. Apenas he tenido problemas por ser lesbiana. Siempre he tenido las cosas muy claras y no estoy muy segura de querer luchar con los miedos de nadie. Sobre todo porque yo nunca los he tenido y no los puedo entender…
David niega con la cabeza poco convencido.
—No seas tan radical, Ali, por favor. Nadie puede controlar de quién se enamora. Y cuando te enamoras intentas solucionar los problemas…
—Ya, David, pero yo no estoy enamorada. Y no creo que en estas circunstancias pudiera llegar a estarlo…
—Pues eso sólo lo puedes saber tú… Yo ahí ni entro ni salgo…
—Ya… —suspiras—. En fin… —dices cogiendo la botella—. Me voy a la cama. Ya te contaré… —emprendes el camino hacia tu habitación. David se queda plantado en mitad de la cocina.
—Descansa —le oyes susurrar.
El sábado siguiente, cuando cierras el local piensas que lo único que te apetece es irte a casa. Atraviesas Lavapiés con las manos en los bolsillos. Rozando la medianoche las calles son un hervidero de gente. Esa racha de buen tiempo en pleno mes de febrero ha ayudado a que nadie quiera quedarse en casa. Y aunque a lo largo de la tarde te han querido incluir en diversos planes para la noche de juerga que se avecina, has declinado unirte a todos ellos. No estás de humor.
Sales a la Glorieta de Atocha y caminas a lo largo del Paseo del Prado hasta llegar a Cibeles justo cuando están a punto de salir los búhos. Te montas en el que te llevará hasta casa y al sentarse sacas de tu bandolera el mp3 para amenizarte el trayecto. Apenas un cuarto de hora más tarde el autobús te está dejando frente al portal de tu casa. Subes los cuatro pisos aún sin quitar la música. Piensas que aprovecharás que no es probable que haya alguien en casa para ver alguna de las pelis que te has estado bajando de Internet. Pero cuando penetras en el piso te sorprende ver la luz del salón, al final del pasillo, encendida. Te diriges hasta allí quitándote los auriculares y apagando el mp3. Asomas la cabeza por la puerta con expresión curiosa para encontrarte con David apoltronado en el sofá comiendo pipas frente al televisor.
—Al menos espero que no estés viendo
Salsa Rosa…
—dices a modo de saludo entrando en el salón.
David alza la cabeza y te mira. Luego echa un vistazo a su reloj de pulsera y vuelve a mirarte, extrañado.
—¿Qué haces aquí tan pronto? ¿No sales hoy?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco —responde volviendo a fijar la mirada en la pantalla.
—¿Y eso?
David se encoge de hombros y sigue comiendo pipas. Luego te mira y pregunta: —¿Y Ana? ¿Hoy no salís?
Pones los ojos en blanco y dejas la bandolera sobre la mesa. Luego te quitas el abrigo y te sientas junto a él. Coges un puñado de pipas de la bolsa que tiene en el regazo.
—No. Ni hoy ni mañana. Lo hemos dejado —anuncias llevándote la primera pipa a la boca. Por el rabillo del ojo ves que David gira la cabeza para mirarte.
—¿Lo habéis dejado? ¿Qué ha pasado? —te pregunta.
Frunces los labios.
—Pasar no ha pasado nada —le explicas—. Pero ya te dije cómo estaba el patio. El otro día se pilló un rebote conmigo porque había tenido trifulca con sus padres. Y en lugar de desahogarse contándomelo fui yo quién pagó el pato… Y esas son el tipo de cosas a las que te dije que no estaba dispuesta… —dices tajante.
Ambos coméis pipas en silencio. Fingís prestar atención a la inclasificable película que David tiene puesta en uno de los canales locales. Pasados unos minutos él te pregunta:
—¿Quieres hablar?
—La verdad es que no. Esto era lo que tenía que pasar. Nunca me convenció esta historia. Lo mejor habría sido no meterme en ella…
Volvéis a quedaros en silencio. Te muerdes la lengua un par de veces antes de atreverte a hacer la pregunta que te ronda por la cabeza. Y es que te imaginas cuál será la respuesta.
—¿Y tú? ¿No sales hoy con Cristina? —le preguntas capciosa.
David emite una risita jocosa. Se pasa la lengua por los labios hinchados por la sal de las pipas antes de contestar.
—También lo hemos dejado.
Sonríes para tus adentros, satisfecha de tu perspicacia. Tratas de que él no lo note pero debe de ser demasiado evidente.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Vaya dos —dices meneando la cabeza con desgana.
—Pues sí —te secunda él.
—¿Y qué os ha pasado?
—Tampoco nada. No tenía mucha conversación. Me aburría…
—¿No tenía mucha conversación? —repites extrañada—. Pero… ¿no se supone que a los tíos esas cosas os traen sin cuidado?
David te mira alzando una ceja con incredulidad.
—Mírala, si es la chica que lucha contra los estereotipos la que acaba de soltar semejante gilipollez… —te dice con acritud. Golpeada donde más te duele sientes cómo te vas sonrojando poco a poco—. Los tíos no sólo pensamos con la polla. Al menos yo no soy así.
—Vale, vale, perdona —concedes—. Pero admite que esa fama os la habéis ganado a pulso…
—¡Ali, por dios! —exclama con gesto cansino—. ¡A veces eres más papista que el papa!
—Me callo, me callo… —le dices tratando de sofocar tu propia risa. Recuperas la compostura antes de preguntarle— : ¿Estás bien?
—Sí. Estoy bien. Ni siquiera era una relación… Además, hay tías a patadas…
—¡En eso estoy contigo! —exclamas con una sonora carcajada—. Ya verás cómo encontramos a dos tías majas que nos alegren los días… ¡Y las noches! —añades volviendo a reír. David te mira y, aunque al principio le cuesta, finalmente sus carcajadas se unen a las tuyas.
Vuestras risas se van calmando hasta que de ellas tan sólo queda un débil soplo de hilaridad. Recuerdas cuál era tu idea inicial para esta noche y te levantas de un brinco del sofá.
—¿Vemos alguna de las pelis que me he bajado? —le propones.
—Venga, vale, a ver qué tienes…
Sales del salón para dirigirte a tu cuarto a por el portacedés en donde guardas las películas. Vuelves con él en la mano y te sientas junto a David para elegir una. Sabes que lo más probable es que os paséis toda la noche pegados al televisor viendo películas como dos crios.
—¿Cómo está mi niña hoy?
—Reventada. O descanso un poco o no doy más de mí.
—Jo, cielo…
—¿Y tú como estás, nenita?
—Yo bien, no te preocupes… Pero te echo de menos…
—Oye, había pensado una cosa…
—Dime.
—¿Tú puedes pedirte una semanita de vacaciones el mes que viene?
—Puedo preguntarlo pero en principio no creo que haya problema. ¿Tú vas a pedir vacaciones?
—Sí, no creo que aguante mucho con este ritmo…
—Pero, ¿no puedes pedir más turnos de día?
—Es que yo lo quiero así, Pilar. Tengo la mayoría de los turnos de noche porque gano más así y si al final me conceden el piso necesito cada céntimo… Pero lo que te decía de las vacaciones, he pensado que podíamos mirar algún viajecillo, ahora que es temporada baja seguro que encontramos algo baratito… ¿Te apetece?
—Claro que me apetece, nenita, contigo me iría a cualquier parte, ya lo sabes…
—¡Uy, uy, uy, qué confiada! ¿Y si tengo intenciones poco decentes contigo?
—Pues seguro que me gustan…
—Mmmmm… O sea que me das carta blanca, ¿no?
—¿En qué momento lo habías dudado?
—Está bien saberlo, sí…
—Por cierto, ¿sabes que Ali ha dejado a Ana?
—¿Y eso?
—Empezó a montarle pullas por cualquier cosa y ya sabes que Ali es muy suya así que le dijo que una y no más, Santo Tomás. Y, la verdad, me alegro. Nunca me gustó esa niña para Ali…
—Joder, Pilar, ni que fueras su madre…
—No te rías, Pitu, no soy su madre pero actúo de… mmmm… hermana mayor…
—Ya veo, ya… Bueno, entonces te apetece lo del viaje…
—Que sí, tonta, en cuanto pueda me meto en Internet y miro a ver qué hay. ¿Te apetece algo en concreto? ¿Interior? ¿Costa? ¿España? ¿Extranjero?
—Me da igual dónde siempre que tú vengas conmigo…
—¡Ay, qué cosas más bonitas me dice mi niña!
—Tan bonitas como tú.
—Me vas a sacar los colores, Pitu…
—Eso intento.
—¡Qué mala eres!
—Pues si así soy mala, imagínate cuando soy buena…
—¡Ay, qué miedo!
—Bueno, mi amor, te voy a dejar que me tengo que ir a currar. ¿Vas a salir esta noche?
—Saldré un ratito con las chicas pero no creo que dure mucho. Te estaré echando de menos…
—Bueno, a ver si mañana saco un ratito y me paso por tu casa después de comer, ¿vale?
—Empezaré a contar los minutos que quedan.
—¡Qué boba eres! No seas tonta, sal esta noche y pásatelo bien, ¿vale?
—Lo intentaré.
—Venga, cariño, que me voy. Te quiero.
—Yo también te quiero, que lo sepas…
R
uth espera a Juan en la Glorieta de Bilbao, frente al Café Comercial. Han quedado para pasearse por las tiendas de la calle Fuencarral. Ruth le ha dicho a su amigo que quiere ir de compras. Pero Ruth sabe que lo que su amigo ha entendido es que necesita hablar. Que se ha amparado bajo ese acuerdo tácito que surgió espontáneamente entre ambos hace muchos años en el que las cosas que dice Ruth no siempre quieren decir lo que parecen. Ruth siempre va de compras sola. Cuando le pide a Juan que se vayan a ver tiendas lo que le está diciendo es: «Necesito soltar todo lo que tengo en la cabeza y tú eres la persona en la que más confío». Así, entre perchas y probadores, entre pagos en caja y miradas en los escaparates Ruth puede desgranar lo que le inquieta con la despreocupación del que lo dice como quien no quiere la cosa, como si no le diera importancia.
Ruth aún recuerda una tarde ya muy lejana en la que le pidió a Juan que la acompañara a ver tiendas. Se metió desenvuelta en un probador con un par de vaqueros en la mano, decidida a comprobar cuál le sentaría mejor en una época en que había perdido peso desmesuradamente. Ninguno de los dos le sentaba bien, se le escurrían por las caderas, haciéndole bolsas por todas partes. Asomó la cabeza por entre los pliegues de las cortinas tendiéndole los dos pantalones y le dijo: «Dile a la dependienta que me busque una talla menos. ¡Ah, por cierto! ¿Te he dicho ya que Olga me ha echado de su casa?». Lo dijo así, como si nada, como si le estuviera diciendo: «Oye, hace un calor insoportable para estar todavía en junio, ¿no te parece?». Juan le cogió los pantalones como un autómata y vio que Ruth volvía a echar las cortinas. Pero Juan no pudo cumplir lo que Ruth le pedía. Aún con los vaqueros en la mano volvió a descorrer la cortina. Ruth se contemplaba en el espejo con expresión ausente. Al percatarse de que Juan estaba tras ella se giró hacia él. Cuando sus miradas se encontraron frente a frente algo se rompió dentro de Ruth. Los ojos se le llenaron de lágrimas que poco tardaron en brotar de ellos y recorrer sus mejillas a un ritmo vertiginoso. Juan dejó caer los vaqueros al suelo del probador y rodeó a Ruth con sus brazos atrayéndola hacia él. Ese gesto avivó aún más si cabe su llanto. Por aquel entonces aún no había cumplido los veinticuatro mientras que Juan ya sobrepasaba, aunque fuera por poco, los treinta. Se sintió como una niña en sus brazos. Una niña que buscaba el consuelo de su hermano mayor, el hermano que la vida le había permitido escoger ya que el natural y biológico, pese al cariño, no le proporcionaba ni la misma protección ni la misma comprensión.
Permanecieron abrazados durante varios minutos. Ruth en camiseta, braguitas y calcetines sin importarle quién pudiera verla de tal guisa. Juan rodeándola, resguardándola con su propio cuerpo, abrazándola con fuerza pero sin ser capaz de calmar los hipidos nerviosos que Ruth emitía, ofreciéndole su hombro para que lo mojase con sus lágrimas. Ella murmuraba palabras inconexas. El escuchaba y asentía y la abrazaba con más fuerza. Cuando por fin se separaron, Juan le limpió las lágrimas de las mejillas con suavidad. Ella se secó los restos de humedad apresuradamente con el dorso de la mano, como si, de repente, le diera reparo haber perdido el control de ese modo y nada menos que en un lugar público, a la vista de cualquiera. Recogió sus vaqueros del suelo, se los puso y agarró su bolso. Luego recogió los pantalones que se había probado. Ambos salieron del probador sin decir nada. Ruth dejó las prendas sobre una de las burras de la tienda al salir. Luego se refugiaron en una cafetería donde el aire acondicionado les calmase el ánimo y el ardor del momento y Ruth pudiera contarle a Juan qué había sucedido.
Desde entonces se ha cuidado muy mucho de repetir tan lacrimógena escena. En parte ha sido así porque no le ha sucedido nada tan brutal como aquello y en parte porque, con los años, Ruth se ha ido negando a sí misma según qué tipo de manifestaciones. Pero ello no quita que, cada vez que quedan, ambos sepan que la inocente tarde de compras poco o nada tiene de inocente.
Juan emerge del metro apurado y deshaciéndose en disculpas por llegar tarde incluso antes de apostarse junto a Ruth que, apoyada en uno de los ventanales del café, fuma un cigarrillo con despreocupada indiferencia. Al verlo, se incorpora y le da un beso. Espontáneamente, echan a andar contándose cosas sin importancia, el motivo por el cual Juan ha llegado tarde, las peloteras que Ruth tiene con su casera a propósito de los desperfectos que se van causando en el piso. Comienzan a pararse en los escaparates, comentando su gusto por tal o cual prenda. Entran en varios establecimientos mientras continúan con su cháchara de lugares comunes y cotilleos de terceros. Ruth nota a Juan expectante. Por su cara ve que está analizando cada palabra que ella pronuncia con la intención de averiguar por dónde irán los tiros esta vez. Le pregunta por Sara y le contesta que llega al día siguiente, que esa semana le toca venir a ella a Madrid. No añade nada más. Ni su tono deja entrever que Sara sea la causa de la posible desazón. Ruth ya no es una niña de veinticuatro años. Es más cauta. Y también más reticente a hablar de sus emociones. Incluso con Juan. Sus miedos están tan ocultos que a veces son desconocidos no sólo para los demás sino también para ella misma. Ya no suelta las cosas a la primera de cambio. Ni siquiera por el orgullo de epatar a su interlocutor. Escucha a Juan resoplar de impaciencia y curiosidad tras ella mientras van entrando y saliendo de las tiendas. Pero ella sigue en su papel de alegre treintañera en busca del trapito ideal para ponerse durante el fin de semana con su novia.