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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (24 page)

BOOK: Niebla roja
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Un poco más adelante está el Centro Comercial Savannah, donde comí marisco con Colin Dengate la última vez que estuve aquí, y trato de recordar cuándo fue. Quizás hace tres años cuando yo todavía estaba en Charleston y él se las veía con una ola de crímenes racistas en la costa de Georgia.

—No tenía por qué ser un secreto —señalo—. De hecho, tendría que haber sido algo que se presumía, si dos personas se aman.

—Vamos a ser sinceros —dice Marino—. No todos piensan como tú. Que las dos se unieran no significa que fueran la típica pareja de los cuentos de hadas. No es como si fuesen el príncipe Guillermo y Kate. No es como si todo el mundo aplaudiese a Jaime y Lucy. Solo es mi opinión, pero creo que Jaime quería cortar la relación porque le estaba causando grandes problemas. Toda esa mierda en internet, como si de repente hubiesen votado echarla de uno de aquellos programas de la tele. Fiscal bollera. Ley lesbiana. Era horrible y ella se largó y ahora lo siente aunque no lo quiera admitir.

—Me interesa saber por qué crees que lo siente.

Circulamos por una estrecha carretera de dos carriles llamada Middle Ground Drive, que serpentea a través de unas tierras de propiedad estatal cubiertas de densos matorrales y pinos, sin la más mínima señal de presencia humana. La Oficina de Investigación de Georgia mantiene la ubicación de la oficina de su médico forense y los laboratorios forenses lo más aislados posible por una razón.

—Mierda. ¿Crees que es feliz con la vida que escogió? —pregunta Marino—. Hablo del terreno personal.

—Prefiero saber lo que piensas.

—Después de que se separaran, Jaime comenzó a salir con hombres, entre ellos aquel tipo de la cadena NBC, Baker Thomas.

—¿Te lo dijo ella?

—Todavía tengo amigos en el Departamento de Policía de Nueva York. Cuando fui a ver a Jaime hace un par de meses, me reuní con algunos de ellos y escuché cosas. El tema es: ¿crees que ella podría ser más obvia? Salir con un corresponsal de televisión que está considerado como uno de los solteros más codiciados de Nueva York. A pesar de que tengo mi teoría sobre ese tipo. No es un accidente que nunca se haya casado. Lucy solía verla en el Village, en aquella clase de bares que le gustan a Bryce.

El Coastal Regional Crime Laboratory está escondido entre los árboles y rodeado por una valla coronada con pinchos afilados. La reja metálica cierra la entrada y a su izquierda hay una cámara montada en la parte superior de un intercomunicador.

—¿A qué hora se supone que Jaime se reunirá con nosotros? —pregunto.

—Pensó que sería bueno darte una oportunidad para que primero le eches un vistazo a los casos.

—¿Hablaste con ella hoy?

—Todavía no. Pero ese es el plan.

—Está claro. Yo primero les echo un vistazo y ella no necesita aparecer hasta que le conviene, si es que se molesta en aparecer.

—Depende de lo que encuentres. Se supone que debo llamarla. Maldita sea, este lugar tiene casi tanta seguridad como nosotros.

—Los crímenes raciales —comento—. Años y años de crímenes que se remontan a cuando construyeron el laboratorio. Colin se ha hecho oír al respecto. Un caso en particular, que apareció en todas las noticias cuando teníamos la oficina en Charleston. Es posible que lo recuerdes.

Marino reduce la velocidad y acerca la camioneta al portero automático.

—Lanier County, Georgia. Un afroamericano llamado Roger Mosley, un maestro de escuela jubilado, comprometido con una mujer blanca —continúo—. Regresaba a casa tarde por la noche y al entrar en su camino particular dos hombres blancos le cerraron el paso.

Marino saca el brazo por la ventanilla. Aprieta el botón del portero eléctrico, que emite un zumbido muy fuerte.

—Le golpearon hasta matarlo con botellas y un bate de béisbol, y hubo presiones entre bambalinas para que Colin ayudase a la defensa a demostrar que había sido una pelea justa —le relato—. La ruta de la ira. Mosley la había comenzado a pesar de que los acusados no tenían lesiones y él presentaba una gran cantidad de escoriaciones y morados que demostraban que habían intentado sacarlo del coche cuando el hombre todavía tenía puesto el cinturón de seguridad.

—Supremacistas blancos, lameculos nazis —dice Marino.

—Hubo amenazas porque Colin dijo la verdad y, poco antes del juicio, una noche dispararon contra las ventanas de la fachada del laboratorio. Después de aquello, instalaron la valla.

—No suena como el tipo de persona que dejaría que ejecutaran a alguien por un crimen que no cometió.

Marino pulsa de nuevo el botón del portero automático.

—Si fuera esa clase de persona, el lugar donde está no necesitaría toda esta seguridad.

No añado que Jaime Berger ha juzgado mal a Colin Dengate, que ella lo ha tergiversado. No le recuerdo a Marino, una vez más, que esta abogada que cree que es maravilloso trabajar con ella tiene su propia agenda y que no es sincera ni bondadosa.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta una voz de mujer por el altavoz.

—La doctora Scarpetta y el investigador Marino desean ver al doctor Dengate —responde Marino mientras yo busco mensajes en mi iPhone.

Benton y Lucy acaban de aterrizar en Millville, Nueva Jersey, para repostar. Lucy envió el mensaje hace once minutos. Van retrasados con fuertes vientos racheados del suroeste de cara, y un mensaje de Benton que es preocupante:

«D. K. ya no está en Butler. Te haré saber más cuando lo haga.

Aconsejo cautela».

Se oye un zumbido fuerte cuando la reja de metal se desliza lentamente por un carril en el asfalto, y no veo el edificio del laboratorio de estuco y ladrillo y una sola planta, pero en expansión.

Aparcados en las plazas hay varios todoterrenos con el emblema azul y la cresta dorada del GBI en las puertas, y el Land Rover blanco con capota de lona verde militar que Colin Dengate conduce desde que le conozco.

—¿Le hablarás al doctor Dengate de los nuevos resultados del ADN? —pregunta Marino, y estoy pensando en lo que Benton acaba de escribir. Es en lo único que puedo pensar.

Las banderas cuelgan flácidas de los mástiles, no sopla ni la más mínima brisa, y el camino peatonal está bordeado con arbustos de flores rojas que a los colibríes les encantan, los aspersores los riegan, boquillas rociando el borde de hierba. Aparcamos en una de las plazas de visitantes frente a las ventanas de cristales blindados reflectantes a nivel del suelo, diseñados para soportar la fuerza de una explosión terrorista, y la única cosa que hay ahora en mi mente es que Dawn Kincaid se ha escapado del hospital estatal de Butler para criminales dementes.

Si es verdad, alguien más va a morir. Tal vez más de una persona. Estoy segura de ello. Posee una inteligencia notable. Es sádica y ha logrado todo lo que ha querido a lo largo de su terrible vida depredadora, y nadie la ha detenido. Nadie lo ha conseguido nunca, incluida yo. Lo retrasé pero desde luego no la detuve, y la única razón por la que aún hoy estoy aquí es la suerte. La niebla de los aspersores toca mi cara y me recuerda la niebla de su sangre. Recuerdo el sabor de la sal y el hierro en la boca, en los dientes, en la lengua. Una niebla de sangre en el rostro, en los ojos, en el pelo. Tara Grimm sugirió que Kathleen Lawler podría salir pronto de la cárcel. Entra en mi mente que Dawn Kincaid tiene la intención de venir aquí.

—¿Qué? Parece como si hubieses visto a un fantasma.

Me doy cuenta de que Marino me habla.

—Lo siento —me disculpo y abro la puerta trasera de la camioneta.

—¿Vas a decirle lo del ADN? —pregunta de nuevo.

—No, de ninguna manera. No me corresponde a mí decírselo. Prefiero revisar los casos como si no supiese nada. Tengo la intención de mantener mi mente abierta. —Abro la nevera y saco las botellas de agua chorreando—. No sé cuándo pusiste el hielo en esta cosa —agrego—, pero, si quieres, podríamos preparar té.

—Por lo menos no hierven.

Coge una de las botellas.

—Vuelvo enseguida. Necesito hacer una llamada telefónica.

Me refugio en la sombra caliente de un árbol y llamo a Benton, con la ilusión de que él y Lucy no hayan despegado todavía.

—Me alegro de que todavía estéis allí —digo, aliviada, cuando responde—. Lamento lo del viento. Lamento haber pedido que vinieseis a Savannah y que esté resultando una experiencia horrible.

—El viento es la menor de mis preocupaciones. Solo nos demora. ¿Estás bien?

—No voy vestida para este tiempo.

—Estoy tomando un café, mientras Lucy está pagando el combustible. ¡Jesús!, en Nueva Jersey también hace un calor de mil demonios.

—¿Qué ha pasado?

—No tengo nada oficial y no tendría que preocuparte porque puede que no sea un problema. Pero yo sé cómo es ella y lo que es capaz de hacer y tú también. Se las arregló para convencer a los guardias y al personal de Butler que tenía que ir al hospital, a la sala de urgencias.

—¿Por qué?

—Tiene asma.

—Si no la tenía antes, estoy segura de que la tiene ahora —afirmo con un estallido de rabia.

—Jack la tenía y, con toda justicia, el asma puede ser hereditaria.

—Simulación y más manipulaciones.

No tengo ganas de ser justa.

—La trasladaron en ambulancia en torno a las siete de la mañana. Un contacto que tengo en Butler, que no está involucrado en su caso y no tiene información directa, oyó los comentarios y me dejó un mensaje hará cosa de media hora. Me alegro de verdad que estés a mil seiscientos kilómetros de distancia, pero ten cuidado. Esto me pone nervioso. No me gusta.

—Es comprensible, teniendo en cuenta de quién estamos hablando. —El sudor me corre por el pecho y la espalda, por el aire estancado y espeso como el vapor—. Ella todavía está bajo custodia, ¿verdad?

—Supongo que sí, pero no tengo detalles.

—¿Supones?

—Kay, todo lo que sé es que la llevaron al MGH y todo lo demás ha sucedido hace poco. No podemos ir allí e interrogarla cuando está en medio de un presunto problema médico. Tiene sus derechos.

—Por supuesto que sí. Más que el resto de nosotros.

—Conociendo sus capacidades y habilidades en la manipulación, por supuesto que me preocupa que esto sea una estratagema, un plan —dice Benton.

—Es imposible que se hagan una idea de lo que tienen entre manos.

Quiero decir que el Hospital General de Massachusetts no puede.

—Esta podría ser otra añagaza de sus abogados para ganarse la simpatía, dar a entender que está siendo maltratada, o para añadirlo a esta mierda sobre el daño que le has causado a su salud mental, su salud física. El estrés agrava el asma.

—¿El daño que le he causado?

Pienso en lo que Jaime dijo ayer por la noche.

—El caso obvio que está tramando.

—No sabía que creyeras que ella tiene un caso.

—Digo que ella lo está tramando. No dije que lo tenga o que crea que lo tenga. Suenas muy alterada.

—Si sabías que estaba inventando un caso en mi contra —contesto—, habría sido útil que me lo dijeses.

Me siento débil por dentro cuando recuerdo la acusación de Marino de que mi marido sabe que estoy siendo investigada.

Cómo puede vivir en la misma casa conmigo y saber una cosa así y por qué me dejó salir sola aquella noche, como si yo no le importase. Como si no significase nada para él. Como si no me amase. Marino y sus celos, me recuerdo a mí misma.

—Ya hablaremos a mi llegada —dice Benton—. Pero si no sabías que su defensa te culpará de todo, entonces tú eres la única persona que no lo sabía. Lucy va hacia el helicóptero así que tengo que irme. Te llamaré cuando volvamos a aterrizar.

Me dice que me quiere y corto. El calor es una pared ondulante que se eleva del asfalto mientras los aspersores lanzan el agua como olas que se estrellan en el follaje. Camino hasta la entrada del edificio del laboratorio, y entro en el vestíbulo de sillas y sofás de tela azul, un espacio con una alfombra con un diseño Serapi persa en beige y rosa, tiestos con palmeras y láminas de alerces rojos y jardines en las paredes blancas. Una mujer mayor está sentada sola en un rincón, y mira a la distancia a través de una ventana en este lugar arreglado con mucho gusto donde nadie quiere estar, y llamo a Jaime Berger.

Al diablo con los teléfonos públicos y con pretender que no hemos hablado. Me importa un comino quién esté escuchando, y de todos modos no me la creo. Suena su móvil y salta el buzón de voz.

Dejo un mensaje: «Jaime, soy Kay. Se ha producido algo en el norte que sospecho que ya conoces». Oigo la acusación en mi tono, como si todo lo que ha sucedido de alguna manera fuera culpa de ella, y quizá lo sea.

Dawn Kincaid está tramando algo, porque sabe lo del ADN, estoy segura de que lo sabe, y Jaime se comporta como una ingenua o se niega a pensar lo contrario. Ya puestos, hay personas que pueden saberlo y causar problemas. Yo no creo que sea el secreto que Jaime cree que es. Ha comenzado algo terriblemente peligroso.

«Llámame enseguida», le digo en un tono que transmite gravedad. «Si no contesto, inténtalo con el despacho de Colin y pide a alguien que me encuentre.»

16

Colin Dengate tiene el cabello pelirrojo canoso muy corto y un bigote muy recortado que mancha el labio superior como el óxido. Su cuerpo es como una bala sin una gota de grasa y, como muchos de los médicos forenses que conozco, tiene un sentido del humor que raya en la simpleza.

A medida que me lleva hacia las profundidades de su cuartel general, paso junto a un esqueleto vestido de carnaval y por debajo de móviles de huesos, murciélagos, arañas y vampiros que tiemblan y giran lentamente en el aire fresco que sopla desde las rejillas de ventilación. Un tono de música espeluznante y una carcajada de bruja anuncia en el móvil a la esposa de Colin, que no puede encontrar la llave para quitar la cadena de la bicicleta de su hija y él le sugiere que utilice unas tenazas. La pulsación siniestra de un Tricorder de Star Trek cuando caminamos por un pasillo corresponde a un investigador del GBI llamado Sammy Chang, que le hace saber a Colin que se está ocupando de la escena de un accidente de coches mortal en Harry Truman Parkway y el cuerpo está en camino.

—¿Y cuando soy yo?

Me pregunto qué tono me asignará Colin.

—Tú nunca llamas. Pero déjame pensar. Tal vez Grateful Dead. «Never Trust A Woman» es muy buena. Les vi de gira un par de veces en mis días de gloria. No hacen música como antes.

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