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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (53 page)

BOOK: Niebla roja
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No hay referencias a propiedades robadas y los informes de los investigadores indican que las joyas y la plata de la familia no parecen haber sido tocados.

Gloria Jordan, desde luego, no acabó con una pequeña fortuna en oro, porque es probable que fuese ella quien lo cambió de lugar la última vez, diría que la tarde antes de su muerte y, aunque creo que nunca nadie sabrá exactamente qué pasó, tengo una teoría basada en los hechos tal y como los conocemos. Creo que simuló un robo para explicar la desaparición de aquello que ella misma tenía la intención de robar, y luego decidió no compartir el botín con un cómplice o más de uno si fingía que no lo encontraba. Su esposo debió de esconderlo una vez más, y ella lo sentía muchísimo, pero no era culpa suya.

Solo puedo imaginar lo que pudo haber dicho cuando su cómplice o los dos se presentaron, pero creo que la señora Jordan se enfrentó a una fuerza del mal mucho más brillante y cruel de lo que podía evocar en sus peores pesadillas. Sospecho que en la madrugada del domingo 6 de enero se vio obligada a revelar el escondite del oro y tal vez mientras ella estaba en el jardín cerca de los restos del viejo sótano recibió el primer corte. Una posible advertencia. O quizás el comienzo del ataque, y ella huyó a la casa donde fue asesinada y su cuerpo llevado a las escaleras para ser mostrado impúdicamente en la cama junto a su esposo muerto.

—Así que echamos una ojeada y nos pareció un gran lugar, y me impresionó, lo admito —nos dice Gabe Mullery—, y a un precio estupendo, y entonces el agente inmobiliario entró en detalles sobre lo ocurrido aquí en 2002, y no es de extrañar que fuese una ganga. A mí no me entusiasmó todo aquel rollo de la asociación, el karma o como se llame, pero no soy una persona supersticiosa. No creo en los fantasmas. Lo que he llegado a creer es en los turistas, en los idiotas que tienen el sentido y las costumbres de las palomas, y yo no quiero un ambiente de carnaval ahora que está fijada la fecha de su ejecución.

No habrá ejecución. Me aseguraré de ello.

—Es una vergüenza que no se hiciese cuando estaba prevista, que el juez la postergara. Lo que queremos es que se acabe de una vez por todas, para que el tema se hunda hasta el fondo, fuera de la vista y se olvide. Con un poco de suerte, llegará el día en que la gente dejará de pedir una visita.

Haré lo que sea para garantizar que Lola Daggette nunca vea la cámara de la muerte, y tal vez llegará el día en que no tendrá nada que temer. No a Tara Grimm, ni a los guardias de la GPFW, no a Payback como si fuese pagar el precio final, y quizás el precio final es uno con el nombre de Roberta. Cualquier cosa puede ser un veneno si tomas demasiado, incluso el agua, dijo el general Briggs, y quién puede saber más de los medicamentos y los microbios y sus posibilidades fatales que un farmacéutico, un alquimista malvado que convierte un fármaco destinado a curar en una poción de sufrimiento y muerte.

—Dígame lo que quiere ver —me dice Gabe Mullery—. No sé si puedo ayudarla o no. Aquí vivió otro propietario antes de que yo la comprara, y realmente no conozco los detalles de cómo era cuando asesinaron a aquellas personas.

La cocina es irreconocible, reformada en su totalidad, con muebles nuevos y modernos electrodomésticos de acero inoxidable y un suelo de baldosas de granito negro. La puerta que da al exterior es sólida, sin cristales, tal como dijo Jaime, y me pregunto cómo lo sabía, pero tengo una conjetura. Ella no habría dudado en caminar hasta aquí y entrar fingiendo ser una turista o haber tenido la audacia de decir quién era y por qué estaba interesada.

Veo un ordenador portátil en una parte de la barra, donde no hay lugar para sentarse y trabajar. Hay un teclado inalámbrico en una mesa y contactos en todas las ventanas que veo, un sistema de seguridad mejorado que podría incluir cámaras.

—Hace muy bien en tener un buen sistema de seguridad —le comento a Gabe Mullery—. Si tenemos en cuenta la curiosidad de la gente por este lugar.

—Sí, se llama Browning nueve milímetros. Es mi sistema de seguridad. —Sonríe—. Mi mujer es una loca de los artilugios, los interruptores en las ventanas, sensores de movimiento, cámaras de vídeo, la monda. Le preocupa que la gente crea que aquí tenemos drogas.

—Dos mitos urbanos —comenta Colin—. Los médicos tienen drogas en su casa y ganan montones de dinero.

—Yo estoy ausente la mayor parte del tiempo y ella vende droga para ganarse la vida. —Abre la puerta de la cocina—. Otro mito urbano es que los farmacéuticos tienen un buen fajo en la casa —añade cuando bajamos las escaleras de piedra que llevan al camino de losas de piedra y césped, y oigo música en la galería solario, que está montada como un gimnasio, y sin duda es donde estaba Gabe Mullery cuando nos presentamos. Antes de eso, quizás estaba cortando el césped.

Reconozco el suelo de mosaico rojo detrás del cristal, donde hay un banco de abdominales y bastidores con pesas y, apoyadas en la parte de atrás de la casa, dos bicicletas con ruedas pequeñas y marcos de aluminio con bisagras, una roja con el sillín y el manillar subidos, la otra plateada y para alguien más bajo. Junto a ellas hay una cortadora de césped, un rastrillo y bolsas llenas del césped cortado.

—Creo que lo mejor será dejarla pasear —opina Mullery, y puedo decir por su comportamiento que no desconfía en lo más mínimo de nosotros y no tiene ni idea de que tal vez debería hacerlo—. La jardinería no es lo mío. Este es el dominio de Robbi —dice como si no sintiese un interés particular, y no queda nada de lo que una vez hubo aquí.

Los olivos fragantes y los arbustos, la estatuaria, la rocalla, los muros derruidos han sido reemplazados por una terraza de piedra caliza construida sobre lo que sospecho que una vez fue una bodega, y detrás de la terraza hay una dependencia pequeña pintada de color amarillo pálido con una mansarda de tejas y una chimenea de ventilación que parece industrial, y en los aleros hay cámaras de tipo bala. Hasta ahora he contado tres, y escondido detrás de boj hay una unidad de climatización y un pequeño generador de respaldo, y hay postigos en las ventanas como si la esposa de Gabe Mullery estuviera esperando un huracán y un corte de energía y le preocupasen los intrusos y el espionaje. El edificio está protegido en tres lados por espalderas blancas cubiertas de hiedra roja y espino de fuego.

—¿Qué clase de trabajo hace Robbi en su despacho? —le formulo a su marido lo que sería una pregunta normal en circunstancias normales.

—Cursa el doctorado en química farmacéutica. Estudia en línea, escribe su tesis.

Nunca me diría nada de esto si no fuera un inocente, un guerrero grande y fuerte que no sabe que vive con el enemigo.

—¿Cariño? ¿Quién hay?

Una voz de mujer, y ella aparece por un lado de la casa. Camina con calma pero con un propósito, no hacia su marido sino hacia mí.

Vestida con pantalones de lino natural y una blusa fucsia, con el pelo recogido, no es Dawn Kincaid, pero podría serlo si Dawn no tuviese muerte cerebral en Boston y estuviese un poco más rellena, más en forma. Veo el anillo de baguette y el reloj grande y negro, y sobre todo su rostro. Veo a Jack Fielding en los ojos, la nariz y la forma de su boca.

—¿Hola? —le dice a su marido sin dejar de mirarme—. No me dijiste que tendríamos compañía.

—Son médicos forenses y querían echar una ojeada por aquello de los asesinatos —explica su apuesto marido, que es médico de la Reserva Naval, muy atareado, que se ausenta con frecuencia y la deja sola para hacer lo que quiera—. ¿Cómo es que estás en casa tan temprano?

—Se presentó un poli con pinta de chico malo —explica, sin quitarme los ojos de encima—. Hizo un montón de preguntas a cuál más extraña.

—¿Te las hizo a ti?

—Preguntó por mí. Yo estaba en la trastienda, pero oía todo el asunto y pensé que era molesto. —Me mira con los ojos de Jack Fielding—. Quería comprar una bolsa Ambú y preguntó si teníamos un desfibrilador. Herb y él charlaron sin parar, y luego salieron afuera a fumar. Decidí marcharme.

—Herb es un idiota.

—Habrá que recoger todos esos montones de césped cortado —se queja, pero no mira a su alrededor. Me mira a mí—. Ya sabes lo mucho que me desagrada. Por favor, asegúrate de recogerlo todo. No me importa si son un buen fertilizante.

—No había terminado. No te esperaba en casa tan pronto.

Creo que deberíamos contratar a un jardinero.

—¿Por qué no nos sirves un poco de agua y algunas de esas galletas que hice el otro día? Acompañaré a nuestros visitantes en un breve recorrido.

—¿Colin? Mientras recorro el jardín, lo que queda, quizá podrías darle a Benton un mensaje de mi parte —le digo sin quitar los ojos de ella, y sé que Colin intuye que algo va mal.

Le doy el número del móvil de Benton.

—Quizá podrías hacerle saber que él y sus colegas necesitan ver lo que Robbi ha hecho en su jardín. Convirtió el viejo sótano en una oficina muy funcional, diferente de todo lo que he visto hasta ahora. Robbi de Roberta, me imagino —le digo a Colin, sin perder de vista a la mujer, y le oigo hablar por el móvil.

—Sí, en el patio trasero —dice Colin en voz baja, pero no le da la dirección ni menciona donde estamos, y sospecho que Benton puede estar de camino.

—Es tal cual me gustaría hacer en casa, construir una oficina en la parte de atrás que sea tan segura como Fort Knox, un lugar donde quizá guardaban oro antes de que lo robasen —le suelto a la cara a Roberta Price—. Con un generador auxiliar, ventilación especial, mucha privacidad y cámaras de seguridad que podría controlar desde mi mesa. O mejor aún, de forma remota. Mantener un ojo vigilante a quién va y viene. Si no le importa, mi marido y sus colegas se dejarán caer por aquí —le digo a Roberta cuando se cierra la puerta de la cocina, y me pregunto si Colin va armado.

—¿Price o Mullery? —le pregunto—. Supongo que adoptó el nombre de su marido, Mullery. El doctor Muller y señora en una hermosa casa histórica que debe de tener recuerdos especiales para usted —añado con frialdad mientras oigo a lo lejos el retumbar de un motor de gran potencia.

Se me acerca y se detiene. Veo como hierve su ira porque está acabada y lo sabe, y vuelvo a preguntarme si Colin va armado y si ella lo está, y al mismo tiempo que me pregunto todo esto, me preocupa más el marido saliendo de la casa con su pistola de nueve milímetros. Si Colin apunta con un arma a Roberta o la derriba, podría acabar golpeado hasta la muerte o recibir un disparo, y no quiero que Colin dispare a Gabe Mullery.

—Cuando su marido salga de la casa —le digo a ella mientras Colin se nos acerca—, dígale que la policía está en camino. Ahora mismo el FBI viene hacia aquí. No quiero que resulte herido, y acabará lastimado si usted hace un movimiento precipitado. No corra. No haga nada o conseguirá que se encuentre en medio del barullo. Él no entenderá qué ocurre.

—Usted no ganará.

Mete la mano en el bolso, y tiene los ojos vidriosos. Le cuesta respirar, como si estuviera muy agitada o a punto de atacar, y el sonido de un motor de gran potencia que parece ser de una moto suena muy cerca, en el mismo momento en que su marido aparece por un lado de la casa con botellas de agua y un plato.

—Saque la mano del bolso. Muy despacio —digo, y el rugido del motor nos envuelve y de repente se detiene—. No haga nada que nos obligue a responder.

—Parece que tenemos compañía.

El marido cruza el patio cubierto de recortes de césped frescos, y suelta las botellas y el plato cuando Roberta Price saca la mano del bolso con un recipiente blanco con forma de bota, y suena un disparo cerca de la casa.

Roberta da un paso y cae al suelo, con la cabeza sangrando, y un inhalador para el asma cae a su lado en el césped, y Lucy corre a través del patio, con una pistola empuñada con ambas manos y le grita a Gabe Mullery que no se mueva.

—Siéntese tranquilo y poco a poco.

Lucy continúa apuntándole mientras él está en su patio trasero, pasmado.

—¡Tengo que ayudarla! —grita—. ¡Por el amor de Dios deje que la ayude!

—¡Siéntese! —le ordena Lucy, y oigo el ruido de las puertas de un coche que se cierran—. ¡Mantenga las manos en alto donde pueda verlas!

Dos días más tarde.

La campana en la cúpula dorada del Ayuntamiento suena en lentos y fuertes toques en un Día de la Independencia brumoso que no incluye los fuegos artificiales para algunos de nosotros. Es lunes y, si bien el plan era salir temprano para el largo vuelo de regreso a casa, ya es mediodía.

En el momento en que aterricemos en la base Hanscom de la fuerza aérea al oeste de Boston serán las ocho o las nueve de la noche, y nuestro retraso no se debe al clima sino a los vientos de los humores de Marino, que soplan a rachas y cambian de dirección a cada momento. Insistió en llevar su camioneta a Charleston donde quiere que aterricemos en el camino, por si acaso decide volver a casa con nosotros, porque dijo que no está seguro. Es posible que se quede aquí en Lowcountry a pescar o pensar, y podría buscar un barco de segunda mano o decidir tomarse un año sabático. Que podría terminar de nuevo en Massachusetts, era difícil de decir, y mientras reflexiona sobre lo que debe hacer consigo mismo, descubre otras formas de demorarse.

Necesita más café. Podría hacer una última salida para comprar pastelillos de hojaldre rellenos de carne y huevos, que no se consiguen en el norte. Debería ir al gimnasio. Debería devolver la motocicleta alquilada a la concesionaria, para que Lucy no tenga que hacerlo. Ha tenido de sobras con todas las entrevistas con la policía y el FBI, todos los trámites burocráticos, como dice, que acompañan a un tiroteo, y te deja una mala sensación matar a alguien y descubrir que la persona no iba a sacar un arma, sino la cartera, el carné de conducir o un inhalador. Incluso cuando el cabrón se lo merecía, prefieres que no caiga porque alguien siempre va a cuestionar tu juicio, sigue y sigue, y eso te estresa más que tener a la persona muerta, si eres sincero contigo mismo. Él no quiere que Lucy monte en moto en este momento y le preocupa que pilote debido a lo que él imagina que es su estado de ánimo.

Lucy está muy bien. Marino no. Hizo un recado después de otro, y cuando por fin estaba preparado para hacer el viaje de dos horas hasta Charleston, decidió que quería todas las provisiones y enseres que yo había comprado, que de todos modos no pueden caber en el helicóptero, señaló. No es que yo tuviese planeado transportar las ollas y las sartenes adicionales y los alimentos envasados y una cocina de dos fuegos, todo el camino de regreso a Nueva Inglaterra, pero insistió en quedárselo. No ha tenido la oportunidad de equipar su nueva casa en Charleston, explicó, mientras apilaba todo lo que encontraba en las cajas que consiguió en una tienda de licores, sin olvidarse de las bolsas de patatas fritas abiertas y la mezcla de frutos secos, y los recipientes usados y el detergente del lavavajillas y el jabón líquido para las manos.

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