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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (6 page)

BOOK: No acaba la noche
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Capítulo IV

Aparte de la conversación con Ayerdi, si es que a aquello se le podía llamar conversación, y del descubrimiento de Laurita, el martes, mi primer día de trabajo, como quien dice, había dado bien poco de sí, por lo que decidí no cerrar la jornada. Es normal que las gestiones sobre tres muertas en un
after-hours
rehúyan la luz del día, así que dejé que la noche llegara sin apartarme mucho del fantasma de Amalia. Me rondaba la cabeza el juego de las casualidades, pero no se trataba del azar, tan romántico él, sino de otro de esos guiños de la pequeña ciudad. Tanto Amalia de Pablos como Sara Pop habían estado cenando en la celebración solidaria que tuvo lugar en el Palau Sant Jordi unas horas antes de que las mataran. Me las imaginé saliendo de allí, quién sabe si tomándose una copa también en el mismo sitio, a mitad de camino del final, y acabando con minutos de diferencia en el antro donde iban a pegarles sendos tiros. Ayerdi había declarado a la policía que ninguna de las chicas saludó a las demás; es más, si las informaciones de Ortega eran ciertas, llegó a asegurar que no se conocían. Él sabría por qué lo decía. Quizá se conocían como Amalia de Pablos y yo, de haberse cruzado más de una vez en esa misma barra. La Barcelona reducida, tan tacaña en locales, ciudad propiciadora de encuentros repetidos. Pensé entonces que lo más probable era que Álex Ayerdi también hubiera pasado por el Sant Jordi antes de dirigirse al Paradís, algo normal, dada su ocupación. Nada de azar, tamaño. Incluso cabía la posibilidad de que, como Amalia, alguna de las otras dos, un día, hacía tiempo, me hubiera dedicado el gesto de cabeza con el que se reconocen los reencuentros de barra. Había visto la foto de Sara Pop en el dominical de
El País
, tal y como me había indicado Ortega, y su cara no me decía gran cosa. Por supuesto que sabía de su existencia, una colonia, unas braguitas, la portada de alguna revista femenina, uno de esos cientos de rostros que hacen, desde los quioscos, más llevaderas las entradas de metro. Pero no recordaba haberla tenido delante. Quién sabe. En cuanto a Estrella, si el curriculum que circulaba de boca en boca tenía algo de cierto, habíamos compartido más de una noche, fijo que sí, pero no conseguía centrar en la cabeza una imagen suya, así que todo eran conjeturas.

Decidí que las casualidades y los guiños ya habían jugado demasiado en todo el entramado y opté por llamar a Tito Ros. Necesitaba datos, alguna certeza. También podía haber deambulado solo tentando a la suerte, seguro que en un lugar u otro habría acabado encontrándome con alguno de los múltiples corrillos de duelo, pero tenía prisa, y Ros era una vía segura. Por el momento, yo manejaba muy pocos datos, insuficientes para saber qué pasos debía dar. No sabía nada de nada sobre la Pop, modeleo aparte. En cuanto a Estrella Sánchez, podía tomar la directa y llamar a su marido, pero no pensaba hacerlo, por mucho que tuviéramos en común varios conocidos, entre otras cosas. Si a tu mujer la matan en un
after
, ciega perdida, a las ocho de la mañana y está sola, no creo que te queden muchas ganas de dar respuestas. Más bien rebosas preguntas. O no, claro. Juan Santos pertenecía al grupo de los anormales.

Tito Ros, otro que tal, iba a echarme la mano que yo necesitaba en ese momento. Periodista en el pasado, vivia de redactar informes para editoriales, enciclopedias y otras rarezas Un tipo grande. Unos años antes había quebrado el periódico en el que trabajaba, algo que en principio no le preocupó, dada su reputación de reportero con kilómetros de calle a sus espaldas y los mejores contactos entre los peores sectores. Pero empezó a pasar el tiempo, y lo que le parecieron al principio ofertas de trabajo de saldo —según él, se aprovechaban de la quiebra reciente—, acabaron por destaparse como toda la oferta que iba a recibir. El sueldo de un periodista había cambiado sustancialmente desde que una década antes firmó su contrato con el desaparecido diario. Cuando al principio, tras recibir las primeras propuestas, respondió «Yo, por ese dinero, ni me molesto en salir de casa», todos pensamos que acabaría claudicando. O eso, o efectivamente no saldría de casa. Pero no dio su brazo a torcer, sencillamente dejó el periodismo y se ofreció en los sitios donde supo que le pagarían lo que creía merecer por hacer lo único que sabía: escribir. Desde luego, de todos los amigos era el que vivía mejor. Y lo más curioso es que aseguraba no sentir ni pizca de nostalgia. «Yo escribía en los diarios por dinero, ahora hago lo mismo en otros sitios… y me pagan más.»

—Espérame —respondió a mi llamada sin un titubeo—, me visto y dentro de una hora puedo estar en el Glaciar de la plaza Reial, si es que el cuerpo te pide centro. La verdad es que me había dado media hora para ver si alguien llamaba antes de descolgar yo mismo el teléfono. La tele está hecha una mierda.

—Me parece bien —mentí.

El Glaciar había sido un antro generacional para mí, la plaza Reial misma, en una de cuyas esquinas estaba el local, me producía tal pereza que no podía ni pronunciar el nombre. Hacía cerca de diez años que no la pisaba. Tito era hombre de costumbres, tenía sus barras marcadas, en las que otras generaciones formaban ya la parroquia, pero eso a él ni le iba ni le venía, mientras no cambiaran de dueño, todos convertidos en viejos amigos, y siguiera encontrando chavalas dispuestas a acompañarlo hasta el final de la noche y más, hasta compartir el delicado trámite del desayuno, su preferido. Se pirraba por esos momentos desconcertantes. Tiene ese aire de fracasado exquisito que vuelve locas a las mujeres y despierta todas las simpatías, libre de envidias e inalterable. Digamos que una confesión a Tito Ros equivalía a una confesión con uno mismo, y la gente anda muy necesitada de diálogo interior. De resultas era, además de soltero recalcitrante, una de las personas mejor informadas del mundillo por el que me movía. Por supuesto, no sólo conocía a las tres mujeres muertas, sino también sus alrededores y, aunque nunca jamás por nada del mundo hablaba de sus escarceos nombrándolos, me dio la sensación de que al menos con una de ellas había desayunado en alguna ocasión.

A Tito no le cambia el gesto con facilidad, y esa vez torció el morro al darse cuenta de que íbamos a hablar del tema.

—¿Qué sabes de Sara Pop? —le pregunté en cuanto nos sentamos a una de las pocas mesas que quedaban libres en la terraza del Glaciar.

—¿La conocías? —preguntó.

—No, sólo he visto sus fotos en los anuncios. No creo habérmela encontrado por la calle. ¿Por qué? ¿Debería conocerla?

—Sí, claro, seguro que la has visto alguna noche por aquí. No tenía mucha suerte, la chica. Esas chavalitas no saben lo que quieren ni dónde se meten, aparte de que la Pop tampoco tenía muchas luces. Para que te hagas una idea, la contrataron en la tele sólo para hacer de tonta y ni siquiera consiguió ser una tonta convincente. Pero eso sí, el director supo sacarle tajada por otro lado y la llevó un año de putilla personal. Si no me equivoco, acabo en manos de Curra Susín, una gorda que igual te organiza una fiesta que un mitín o una manifestación.

—Hablando de fiestas —cambié de tema—, ¿tú fuiste a la Cena de la Solidaridad del jueves pasado?

—¿Me has visto cara de miembro de Amnistía Internacional? A esos montajes sólo acuden los que están necesitados, y yo hace tiempo que no necesito a nadie. Hay muchos que todavía viven de dejarse ver… y luego fueron los muertos de hambre de los periodistas, claro, vaya hienas. Mira, ésa fue una de las típicas fiestas de la Susín… No, no fui, pero tengo entendido que los taxistas hicieron su agosto.

Me guiñó un ojo y, todavía con la risa puesta, se levantó a hablar con una chica cañón que se acababa de acercar a saludarlo. En la terraza del Glaciar se apiñaban, como si no hubiera pasado el tiempo, jóvenes con pinta de titiriteros y trabajadores del cuero, chavales de aspecto universitario con ánimo de protesta en busca de la última causa perdida, algún trasnochado de chupa de cuero negra y, también como años antes, una legión de pajaritas preciosas, jovencísimas, tan tiernas que uno se preguntaba si aún pedían permiso para salir de casa. Me di cuenta de que las chicas más guapas, a esas alturas de la ciudad, seguían luciendo pinta de libertarias, parecían buscar guerra, y me alegré de no haberle corregido el destino a Tito Ros. ¿Para qué desplazarse a los nuevos centros de la moda, según dictamen de la edad, si los bombones estaban donde siempre?

Tampoco iba a cambiar en nada el resultado final de la noche, y me di cuenta de que acabaría volviendo solo a casa, así que decidí disfrutar del espectáculo. Patear la zona de la plaza Reial y el Chino de bar en bar detrás de culotes redondos bebiendo gin-tonic seguía siendo una actividad más que recomendable contra la melancolía y, en contra de lo que pensé de camino, en ningún momento se me echaban los años encima. Teniendo en cuenta que aquél fue el escenario de mis primeros escarceos a los dieciocho y ya tengo cuarenta, razones había para el optimismo. Además, me sentía satisfecho, más que por los adelantos en mi empeño, porque hacía al menos un par de meses que no veía a mi amigo y seguro que más de un año que no salíamos juntos. Yo ya no estaba en forma como Ros, a quien le auguraba cama en compañía, pero podría asegurar que aquella noche, si me lo hubiera propuesto, tampoco habría terminado de vacío. Demasiado esfuerzo para el parco resultado que preveía. Excepto un par de amantes fijas del periódico, a quienes cada vez veo con menos frecuencia, mi vida sexual lleva tiempo en dique seco. Ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de plantarme en una barra y flirtear con una desconocida, mucho menos llevármela a casa.

En cuanto a mis pesquisas, el hecho de que Sara Pop perteneciera al elenco de la Susín ya me daba un asidero para empezar. ¿A qué se dedicaba la chica exactamente?, era cosa de enterarse, porque esas agencias de organizaciones de actos han acabado inventando las ocupaciones más rocambolescas. Tito no me había preguntado en ningún momento de la noche por las razones de mi curiosidad, ni yo le di explicaciones. Cuando me percaté de que él prefería pasar de largo por la muerte de Amalia de Pablos, respeté su silencio y acabamos centrándonos en Juan Santos, el marido de Estrella Sánchez, amigo de Ros, quien estaba empeñado en que era imposible que ella estuviera en el Paradís sola, sin su pareja.

—Mira, hasta hace nada, esos dos iban siempre juntos, uña y carne, pero ella se hartó y decidió dedicarse a ganar dinero, que ya le tocaba. Está muy bien, a mí si me cae en suerte una Estrella, me retiro, lo juro. Pero Juanito tenía otros problemas, y ahora son el doble. Yo qué sé, el tío tiene mala suerte. Ya, ya, hablo mucho de la suerte, pero es que así van las cosas. Estás en un sitio, te dejas ver, mueves el culo por fiestas solidarias y de repente todo funciona, te llama un fulano para ofrecerte un curro de la hostia y te arregla el año. Pero el tío no sabe; no sabe o no quiere. Yo tampoco quiero. Que se jodan. Si te toca al lado una tía como Estrella, más vale que te hagas a la idea de que no vas a estar a la altura, porque si te haces a la idea te resultará todo más fácil. Juanito no se hacía a la idea, no tenía curro, y además no se resignaba a ejercer de marido. Yo tampoco lo veo esperando en casa a su mujercita con la cena hecha, qué quieres que te diga. La noche anterior, sin ir más lejos, me lo encontré por aquí ya muy tarde, y ganas me dieron de decirle: «Pero, tío, vete para casa a calentarle el riñón a tu chica, joder, ¿qué coño andas buscando?» Él era el que podría haber acabado la noche del jueves en el Paradís, no me habría extrañado un carajo, pero ¿Estrella? No, hombre, no, ¿qué coño pintaba la tía allí sola?

—Pues Álex Ayerdi —objeté— ha declarado que así era, y que llegó con tal ciego que perdía los zapatos.

—Ayerdi, otro desgraciado. —Las relaciones entre los dos periodistas, que habían sido excelentes, se deterioraron nadie supo por qué, y desde entonces se mantenían un odio cordial—. Ese tío miente más que habla. Anda, que habría que ver en qué estado la recibió el colega en el Paradís, como para fiarte de sus apreciaciones.

De camino a casa, pensé que evidentemente tenía que volver a hablar con Ayerdi, y también pensé que no me apetecía lo más mínimo; me imponía cierto respeto, creo que era temor al cinismo con el que se defendía. Él era el único entre los presentes el día de autos que había visto a las tres mujeres, vivas, luego muertas, y sobre todo que había hablado con Estrella Sánchez, una tipa que, como me había pasado por la mañana con Amalia, aunque con menos emoción, empezaba a caerme bien. Sabía de ella sólo lo que me habían comentado Ortega y Ros, pero por lo visto nada hacía suponer que una visita al Paradís entrara dentro de su ruta habitual. No, al contrario, todo apuntaba a que efectivamente Estrella había optado por la normalidad, y hay que tenerlos muy bien puestos para romper con la anormalidad y meterte en los cauces sociales, volver al redil, si es que alguna vez has estado en él. Más pensando que convivía con Juan Santos, el mayor taciturno que he conocido, esa clase de tipo que bebe sin entusiasmo y parece vivir sin energía, por inercia. Si había alguna explicación para la presencia de la mujer a aquellas horas en el
after
, sólo se me ocurría que podía tenerla Ayerdi. ¿También había pasado ella por la fiesta solidaria?

29 de abril. 12.30 horas

Hacia las doce y media del mediodía de aquel 29 de abril, Juan Santos abre un ojo para comprobar si se encuentra en lugar conocido y vuelve a cerrarlo tras reconocer el despertador de siempre sobre su mesilla. Bien, ha caído en casa. Su primer pensamiento va directo al hueco de la cama donde a esas alturas ya no está, claro, Estrella. Su mujer debe de llevar en el cuerpo tres o cuatro horas de jornada laboral, y cabe pensar que no se ha ido molesta, porque en esos casos deja el despertador puesto para que suene diez minutos después de desaparecer ella. Por joder. En cuanto a la madrugada anterior y las horas que la mañana lleva consumidas, ése es el único dato que Juan está dispuesto a asegurar, el de no haber ofendido demasiado a su mujer. La velada se le pierde hacia las cuatro o las cinco de la madrugada en un club cerca de la Rambla, pero el hecho de no recordar la salida del sol le permite pensar que probablemente lo ha pillado ya en su propia cama y se relaja. Entonces, sí, entonces consiente que, entre el dolor de cabeza, asome la figura acolchada de Inés y una erección matinal y perezosa la saluda. Puede darse la vuelta y seguir durmiendo hasta que el cuerpo recupere el alma perdida o salir corriendo a buscársela en la cama de ella, donde todos los males se convierten en excusas de cura. Así que, reprochándoselo mucho pero incapaz, de reprimir una sonrisa, se mete entre pecho y espalda media botella de Coca-Cola; se da una ducha y se grapa al dolorido cerebro las gafas de sol.

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