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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (20 page)

BOOK: No acaba la noche
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La voz de la locutora del telediario la saca de sus pensamientos, «En Barcelona, la celebración anual de solidaridad ha convocado a políticos, artistas y ciudadanos en una cena que pretende recoger fondos para la ONG Amnistía Internacional. En el palau Sant Jordi de la capital catalana, donde los asistentes ya han tomado asiento, está Nati Echauz. Cuéntanos, Nati.» Se acerca a la televisión por inercia, para ver cómo van vestidos y amueblados los asistentes, qué pinta tiene la gente que acude a una cena con la que la prensa los ha estado machacando durante la última semana. Por las imágenes que retransmiten, la cosa está animada. Han conseguido convocar a un par de miles de personas, que a ella no le parecen demasiados, pero que así, en una panorámica general, dan el pego.

Cuando la periodista aparece en la pantalla para contar los detalles, Estrella, que contempla la tele todavía de pie, cae de rodillas, apoya las manos en el suelo hasta que queda a cuatro patas, con la cara a un palmo del aparato, y escruta la imagen. Es Juan. En la mesa redonda de mantel blanco hasta el suelo y profusión de copas hay sentadas una veintena de personas, y una de ellas es Juan Santos,
su
Juan Santos. Su imagen aparece en segundo plano y bastante difusa, pero está claro, no hay error. Juan Santos está sentado en aquella mesa, con el flequillo cayéndole ante los ojos, y tiene sobre las rodillas a una chica. Ella le rodea el cuello con un brazo desnudo mientras le comenta con la nariz prácticamente rozando la suya algo que a él le está haciendo mucha gracia. Antes de que corten la conexión, a Estrella aún le da tiempo de ver cómo él tiene la mano apoyada en el vientre de la chica, y le parece que están a punto de derretirse el uno frente al otro. Se tiene que sentar sobre los talones porque una oleada violenta le sacude el cuerpo hasta que, tras un par de minutos nublados, comienza a temblar. Si tuviera ánimos para pensarlo, se daría cuenta en ese preciso instante de que la expresión «se te hiela la sangre» no es un recurso poético, sino la manera más aproximada de definir lo que está sintiendo. Algo se ha paralizado dentro de ella, física y mentalmente. Por unos momentos permanece con la mente en blanco hasta que piensa: O sea, que esto era el dolor, esto es. Y abre la boca, el único movimiento del que es capaz en la siguiente media hora, como si no le entrara el aire suficiente para oxigenar toda la sangre que, ya deshelada, parece querer hacerle estallar las sienes. Siente el pulso en todo el cuerpo y una contracción en la boca del estómago que le recuerda a los momentos más agudos de alguno de los ataques de ansiedad con los que en el pasado no muy remoto estaba familiarizada.

La imagen de Juan con la chica se le ha quedado grabada hasta el mínimo detalle y tiene tiempo para repasarla un centenar de veces antes de levantarse del suelo con las piernas dormidas y los tobillos doloridos. La chica, pese a no tener cara, es guapa y parece joven, bastante más joven que ella, lleva el pelo castaño recogido en un moño casual y viste una camiseta de manga corta roja sobre un pantalón negro. En la imagen, entre la boca de esa chica y la de su pareja median cuatro dedos, sólo uno separa las narices. O lo que es lo mismo, Juan está sintiendo el aliento tibio de aquella extraña en los labios, lo está oliendo, seguramente un punto etílico, y es evidente que le gusta. Se ríe con la historia que sólo ellos comparten, emanan familiaridad. El Moquillo de Juan denota que ya ha empezado a beber muy en serio, algo indudable, viendo la postura de la pareja. Nadie más en la mesa tiene a otra persona sentada en el regazo, por supuesto, nadie parece estar viviendo instantes de intimidad; de hecho, no es ni el lugar ni el momento para ese tipo de gestos, nada menos apropiado que una cena pública entre cientos de personas para jugar a los amores íntimos y las confesiones, mucha debe de ser la confianza mutua. Siguiendo este camino, no tarda en imaginárselos tocándose por las esquinas, bailando juntos en los lugares que ellos ya han dejado de frecuentar, devorándose las bocas, y luego desnudos en movimientos frenéticos y camas desconocidas, en escaleras y rellanos. Pero aún más doloroso que el juego sexual imaginado es el gesto que ha visto, esa impunidad, ese descaro, el impudor de los amantes para los que el mundo está parado, es un mero escenario de su amor. Juan es un hombre tímido, de una timidez enfermiza que suelo llevarlo a un extremo asocial. Juan eso no se lo hace a ella, no se lo ha hecho nunca. En los veinte años que llevan juntos, son extrañísimas las ocasiones en las que su novio la ha agarrado por la cintura en público o se ha permitido algún gesto de cariño, nunca un beso ni un abrazo. Y allí está, con una desconocida sobre las rodillas ante una platea gigante sin importarle un bledo, sin sentir otros ojos que los ojos de su amante.

Una hora tarda Estrella en llegar hasta el sofá y volver a sentarse. Le tiemblan las manos en una tiritona histérica cuando intenta servirse una copa y derrama la mitad sobre el cristal de la mesa de centro. Siente un fuerte dolor de estómago y el resto del cuerpo flotando, la ingravidez física del dolor. Quiere llorar, hace todo lo posible por abrir alguna vía por la que escape aunque sea una esquirla de la metralla que le está torturando el interior tras la explosión, pero no hay manera.

Hasta otra hora después, cuando se cruza el espejo en su campo de visión, no se abre una espita. El recuerdo de su imagen hace nada, algunos siglos, de su hija bailando con la Velvet Underground, le da la excusa para desatar la autocompasión y por ahí empieza a emerger al fin la rabia.

Habla entre dientes. «Mecagüen todos los muertos de tu familia, Juan Santos, y en todos los vivos. Mecagüen ti y en tu estirpe, y en tu descendencia, hijo de la gran puta, de ésta no sales vivo, te voy a joder la vida hasta que emigres, y aun entonces te encontraré. Eres un patán, un pobre hombre, un incapaz, y lo peor es que yo ya lo sabía, eres una rata hijo de la miseria y no mereces nada, nada de nada. Mecagüen tus hijos, si te queda salud para tenerlos, y en tus putos padres por parirte. Mecagüen tu vida, desgraciado.»

Capítulo XV

Ayerdi se echó una ojeada a las uñas de la mano derecha en un gesto demasiado cinematográfico para él, o es que la hora y las circunstancias no daban para más. Levantó la cabeza, me miró a los ojos y, con entonación de «he contado hasta diez y por eso te salvas», soltó: «¿Qué te he hecho yo, eh? ¿Qué coño te he hecho para sufrir esta persecución?» Hay hombres que ensimismados ganan mucho, pensé. Él iba cargado, arrastrando un tedio de mocos nariz arriba sin miramientos, y yo estaba cansado. Me había pasado la tarde donde Eddy, y la noche siguiendo su rastro de garito en garito.

—Estrella tenía un ataque de cuernos, no entendí mucho más, ¿es eso lo que querías saber? Tú este tema no lo vas a escribir, no lo publicarías en ningún sitio ni pagando, ¿qué te pasa? ¿Te va el rollo pasma o qué?

No iba a tenérselo en cuenta. La verdad es que, una vez había conseguido hablar con él, cuando el genio de la ironía estaba ya colocado, blando y dispuesto a largar, era yo el que no sabía cómo formularle la pregunta, ni siquiera sabía qué esperaba sacar de Ayerdi y de su conversación, que de repente me parecía improbable, con Estrella Sánchez, pero ahí lo tenía, apurando el tercer cubata justo antes de otro viaje al retrete.

—Es jodido ver a tu colega por la tele con otra en las rodillas… Hay que ser un hijo de puta o estar completamente ciego, pero muy que muy ciego, para que te pillen en esas. —La locuacidad del colocón ponía su parte de ayuda, y tenía que aprovecharla sin reticencias ni tapujos, aun sin estar seguro de entender lo que Ayerdi farfullaba.

—¿Quieres decir que Estrella vio a Juan Santos con otra? ¿En la tele?

—Hay que ser un cretino; desde luego, Juanito la cagó bien cagada.

—¿Dónde estaba?

—En la Cena de la Solidaridad. —Impostó una carcajada que se convirtió rápidamente en ataque de tos—. ¡En la puta Cena de la Solidaridad!, con una chavala sentada en las rodillas. Ya te cagas. Eso le pasa por ir a la cena, colega. Si tienes una chati y la pones en un escenario, no te quepa la menor duda de que la van a enfocar.

De nuevo, el juego de las casualidades. Así que Estrella Sánchez había descubierto por la tele que su inútil maridito le ponía los cuernos, o al menos que esa noche había decidido pasarla con otra sobre las rodillas. Mi querida Estrella contrariada, ¿qué se te pasó por la cabeza entonces? Estabas en casa, viendo un programa de sociedad o un telediario, quién sabe, pensando en que al día siguiente te esperaban en el almacén bañado por el sol Ricardo y su cicatriz, los tres chavales sudamericanos trabajando piezas, tus creaciones, quizá proponiéndote no estar tan contrariada esta vez, no salir tan a menudo al café de al lado a por los tés, no ausentarte más tardes; estabas a lo mejor preguntándote dónde andaba tu compañero de fatigas en el momento en que la televisión, qué crueldad, te mandó la respuesta. Mierda de respuesta. Otra forma de soledad, pensé, y rectifiqué mis juicios sobre Amalia y Estrella. Ninguna más sola que la otra. Absolutamente solas las dos, junto a esas compañías con tanto ombligo. Cuando Estrella llegó al Paradís no se tenía en pie. Los datos oficiales lo dejaban claro: era improbable que conservara la razón con la cantidad de alcohol y cocaína que le circulaba dentro. Pero sí fue capaz de contarle a Álex Ayerdi las causas de sus pesares, el dolor.

Si Juan Santos llegó a la cena con una tipa y borracho o colocado o ambas cosas, lo más normal es que hubiera pasado la tarde con ella. Querida, tú no te encontraste con tu marido, o quizá sí, lo justo para una bronca tormentosa que lo lanzara a la cama de su amiguita. Joder.

¿Dónde fue Estrella entonces?, ¿qué hizo? Todo indicaba que lanzarse de cabeza a buscar algún estado de inconsciencia que le hiciera más soportable lo que acababa de ver. Si tu marido se dedica a acariciar a otra mujer y te enteras, duele. Pero si además se dedica a sentársela en la falda en una de las fiestas más multitudinarias de la ciudad, rodeado de periodistas conocidos y no tanto y de cámaras de televisión, si encima de eso tú lo ves retransmitido en directo, si le sumas que lo estás manteniendo porque es incapaz de ganarse la vida solo y se dedica a bebérsela de noche hasta que tú te levantas para acudir al curro, entonces las ocho de la mañana es aún temprano para acabar con la purga de ti misma.

Faltaban minutos para que el local empezara a llenarse de restos de serie. Fuera ya debía de haber amanecido, y empezarían a caer los camellos de la cal, las putas de a tres la mamada en váter y los yonquis ociosos de estimulantes, los más nuevos, los que deciden empezar a drogarse ya entrados en noche y copas. Esperé a que Ayerdi volviera del baño para preguntarle algo que ni yo mismo me había formulado aún. Salió. Sólo eso, salió de mi cabeza y luego de mi boca —«¿Tú crees que la mataron por casualidad?»—, y mientras salía, con la pronunciación de cada sílaba, a medida que iba cayendo me daba cuenta de que no debía, nunca se debe formular una pregunta así a no ser que seas policía, lerdo o un hijo de puta en toda regla. ¿Quién con un poco de amor puede admitir una muerte por casualidad, de un tiro, apuntando a la cabeza?

Había que cruzar dos puertas para salir a la calle. Entre ambas, un espacio de aclimatación, o de descompresión, poco mayor que un armario ropero. Me estoy viendo de nuevo, recuerdo la escena segundo a segundo. Atravieso la primera, respiro hondo, me paso los dedos por el pelo, clavo la barbilla contra el pecho, entorno los ojos y empujo con decisión la segunda. A paso marcial. La mañana barcelonesa, brillante a la altura del parque del antiguo matadero, me acuchilla el cerebro sin compasión y sé que me lo merezco por la cara de la primera ciudadana que me cruzo. Vuelve de algún mercado con el carro repleto y me muero de ganas de pedirle una pieza de fruta. En cambio, entro en una tienda de chucherías y me compro unas gafas de sol de pega, de plástico naranja y verde. A estas alturas, me asquea tanto la situación que prefiero pasar por majara que por reenganchado.

29 de abril. 23.55 horas

Cuando Ayerdi pisa el Sant Jordi es ya más que evidente que no mandará al diario la crónica requerida, así que apaga el móvil para que no le toquen las narices más de lo necesario. Dentro de un par de minutos darán las doce, y ha hecho la última llamada media hora antes para informar de que las pesquisas no prosperan y proponer que dejen la entrevista a Mandela donde está, porque lo que pueda conseguir ya a esas alturas siempre será material menor. No ha hablado directamente con Santesmases, que a esas alturas debe de estar en su casa atiborrándose de televisión, sino con el jefe de cierre, pero le ha pedido que espere hasta las doce para comunicárselo a su superior directo. Él ya estará ilocalizable entonces. Lo cierto es que ha hecho sólo un par de llamadas, las suficientes para ver que la cosa estaba cruda, así que ha agarrado a Pitu Gallo y le ha propuesto acudir a la fiesta donde esta noche va a acabar todo el mundo que en Barcelona pinte algo. «Cuando no puedes liquidar un artículo en un par de llamadas, más vale que te tomes un cubata y te vayas a paseo, porque es síntoma de que o la pieza no merece la pena o que lo que no merece la pena es el esfuerzo que requiere.» Su colega Gallo, al estar bregado en la sección de deportes, no puede ser tan optimista. Ayerdi, a decir verdad, tampoco las tiene todas consigo, sobre todo en lo referente a las consecuencias que esa dejación pueda traer, pero en previsión se ha cogido dos días de fiesta que le quedan libres —el día siguiente, viernes 30, y el lunes 3 de mayo—, y que, unidos al fin de semana, le permiten un sosiego largo. A la vuelta es poco probable que Santesmases recuerde el cabreo. Vaya, es imposible. Y si no, que se lo coma la Tapia, que es la verdadera culpable de todo el fregao.

Lo primero que hacen es acercarse al área reservada para los medios de comunicación. Como ya ha empezado a funcionar el
chill-out
montado en una carpa aneja, la mitad de sus colegas ha desaparecido, pero allí quedan los irreductibles de la última copa gratis, siempre una más antes de levantar el culo de la silla. Eso es lo que necesitan, al menos él, un par de copas para bajar la ansiedad del subidón y aprovechar para hacer las paces con Laurita
comunicació
, como se la llama en las redacciones, o Loba Laura, los más crueles. Ha estado especialmente desagradable con ella por teléfono un par de horas antes, en el único esfuerzo, pequeño, eso sí, que ha hecho por satisfacer a su jefe y encontrar la crónica deseada. Ha culpado a Loba Laura de la traición con la entrevista de la Gangstey y se ha pasado en el tono y en la forma; normal, volvía de ver al taxista y lo ha pillado eufórico. Total, que la chavala no tiene nada que ver con el asunto y él le ha pegado un rapapolvo que, incluso en el caso de haber sido ella la culpable, habría resultado improcedente. «Así van las cosas, chica —le dice cuando al fin la tiene delante—, siempre acaba tragando el inocente, pero aquí van mis disculpas y, si tú quieres, acompañadas de copa y un viaje al lavabo, además.» No le hace a ella demasiada gracia la coletilla, está verdaderamente metida en su papel profesional y se le nota ya bastante harta de tratar con ese hatajo de beodos maleducados y pretenciosos. «Me acaban de decir que tú conoces a aquel de allá», le dice, a cambio, señalando la esquina de una mesa donde un tipo parece dormir con la frente apoyada sobre el brazo. Álex Ayerdi mira hacia donde ella señala y le cuesta un rato reconocer, sin verle la cara, a Juan Santos, un habitual de la noche y los últimos bares, bastante pasado de rosca últimamente. Le sorprende encontrárselo allí, no es tipo amigo de frecuentar ambientes sociales, y muchísimo menos solo. «Conocerlo, lo conozco, pero poca cosa más», miente Ayerdi, que ha compartido con Santos y su mujer Estrella más juergas de las que puede recordar. Sin embargo, desde hace al menos un año es poco habitual que se encuentren. Desde luego, a ella hace mucho tiempo que no la ve y, con Juan, como mucho, cruza algún saludo de vez en cuando. «Pues mira, guapo, o me echas tú una mano o llamo a los de seguridad para que se encarguen de él, porque, entre otras cosas, todas desagradables, tu amigo acaba de sacarse la polla y, si no se aparta, le mea los zapatos a la concejala Carme Sort, así, en parábola y sin moverse de la silla.» Ése era, desde luego, Juan Santos, genio y figura, pero no un Juan Santos de doce de la noche, sino de siete de la mañana. Ayerdi recuerda que es el tipo con mayor capacidad para el alcohol y demás sustancias que ha conocido en toda su vida, y se le ocurre que quizá ha llegado a la fiesta reenganchado ya desde la noche anterior.

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