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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (24 page)

BOOK: No acaba la noche
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Capítulo XVIII

El amanecer me encontró sentado en la cama. Había planeado dormir hasta que se me hincharan los párpados, hasta borrar la más mínima memoria olfativa de la guarida visitada la noche anterior, pero la cabeza llevaba su propio ritmo. Abrí la ventana del dormitorio para despejarme, puesto que había decidido sentarme a pensar, y volví a darme cuenta de que el verano ya estaba en Barcelona, despuntaba un amanecer cálido de día laborable. Recordé que exactamente dos semanas atrás, un jueves como aquél pero más frío, Amalia de Pablos debía de estar conduciendo por Collserola a punto de pararse a ver la ruina de un colchón destripado entre los pinos. Cualquier colchón fuera de su lugar, que es un jergón bajo techo, representa la miseria en estado puro, más si exhibe restos de haber sido utilizado recientemente, manchas. Los colchones de los mendigos en las entradas de los garajes; los que, sustituidos por sus propietarios, van a parar a la acera, junto al contenedor de basura; los colchones de las putas de carretera, todos nos producen un punto desagradable entre el pudor y el asco. Debe de ser jodido ver tu retrato en un colchón mugriento.

Amalia era, de eso no me cabía ya ninguna duda, la persona a la que Slovo Ras había ido a matar al Paradís. Sí, pensé en Eddy del Rívoli y en sus consejos. Sí, Eddy, ya he descartado. La pobre Sara Pop pasaba por allí en busca de un par de gramitos para continuar la fiesta en el hotel con su amiga Ulrike y quién sabe si también con el cobarde de Arcadi Gasch i Llohera, que en el último momento se dio el piro. La incauta de Sarita le sirvió al rumano para acceder al local, sólo eso. En cuanto a Estrella Sánchez, seguramente la búsqueda de la inconsciencia la depositó allí tras pasar la noche en una ceremonia de venganza y olvido contra su pareja, Juan Santos, y contra sí misma. Acabó en el Paradís como podía haber terminado en cualquier otro
after
de la ciudad, o porque, estando en los aledaños de la Ciutadella, era el que más cerca le caía de casa. A lo mejor estaba ya de regreso y temió enfrentarse a su hogar y al hombre que estaba esperándola ajeno a su descubrimiento. Pensé que a lo mejor la muerte le había pillado justo en la última copa.

Amalia, no. Ella fue allí con toda la intención a ver a Enrique, un tipo que da miedo incluso a los camellos de Bellvitge. A Amalia también le daba miedo aquella noche. ¿Por qué?

En vista de que la actividad mental no me iba a permitir volver al limbo, me levanté a preparar café y encendí el móvil. No había servido de nada apagarlo para mantener el silencio. Yo tenía el ruido dentro. Diez minutos después, aún no habían dado las ocho de la mañana, sonó, y a mi respuesta extrañada contestó Laura con tono enérgico:

—Tío, llevo toda la noche intentando comunicar contigo. No he podido dormir.

—Yo sí. Es lo que suele hacerse por la noche, ¿no?

Me di cuenta de que la ironía estaba fuera de lugar a aquellas horas, pero lo único que me faltaba era que la chavala me endilgara una bronca telefónica. No hizo ni caso.

—Dime dónde estás, por favor, y me paso a verte. Tengo algo importante que decirte.

A juzgar por el tono, debía de ser, sí, algo importante, y sobre todo urgente, pero yo no me fiaba de la glacial Laurita. Temía que me fuera a pedir piedad tras descubrir su insensibilidad con Amalia, que se tratara de una treta para recibir consuelo. Me dije que estas jovencitas trepadoras tardan demasiado en darse cuenta de cómo suceden las cosas y de la envergadura que tienen.

—Estoy en la cama. ¿Qué es eso tan importante que no me pudiste decir anteayer?

—Algo relativo a la noche de la fiesta solidaria y a lo que pasó entre Amalia y yo. En serio, creo que es vital que sepas una cosa, pero no quiero decírtela por teléfono.

Vital, pensé, qué sabrá ella lo que es vital y lo que no.

—Mira, si no has dormido, te aconsejo que te metas en la cama a descansar y nos vemos después de comer, tomamos un cafecito y me cuentas lo que tengas que contarme.

—Pero…

—Que no, Laura —la atajé—. Tengo cosas que hacer. A las cuatro, en el Salambó.

Era un guiño a las mujeres puñal que me citaron en aquel bar de Gracia y también era mi pequeña venganza. Me sentí pueril provocando la ansiedad de la chica y dándole a beber de su mismo jarabe, pero la satisfacción que me provocaba era mucho mayor que el innegable cargo de conciencia, pequeño. Lo que yo no sabía es que iba a ser una mañana insistente en llamadas telefónicas.

La segunda fue la de Tito Ros. Al ver su número en la pantalla, recordé que me había dejado un mensaje la noche anterior al que no contesté. Volvía a ser extraño. Para empezar, no es del tipo de personas que mandan mensajes, nunca me había llegado un recado escrito de Ros, ni creía que hubiera enviado más de tres o cuatro en su vida, todos en caso de necesidad apremiante de fémina. Y esa llamada a las diez de la mañana era más que sospechosa viniendo de un hombre cuya jornada suele empezar pasado el mediodía. Así que cuando abrió fuego preguntándome sobre cómo iban mis investigaciones, ya vi que algo se traía entre manos.

—¿Qué pasa, Tito? ¿Hay algún problema?

—Sólo que me he enterado de una cosa que a lo mejor no tiene importancia, pero que igual a ti sí te importa. ¿Cómo conociste a Eva Sacaluga?

—Ya lo sabes, joder, en la noche de los muertos vivientes. Nada, se me acercó en busca de calor y se lo di.

—Pues está trabajando con Curra Susín.

—¿Y?

Tito no tenía más que añadir, sólo eso, que estaba con la gorda y quería hacérmelo saber. Al principio me pareció que era una manera de distanciarme de Eva porque podía haber algo entre ellos dos, algo que yo ya había notado en el breve rato que compartimos en su casa. Pero luego pensé que, si fuera eso, Tito sencillamente me habría mandado un mensaje de «aléjate» lo suficientemente claro como para que yo me la envainara. Eva Sacaluga estaba al frente de una productora de televisión de las pesadas, así que entraba dentro de lo esperable su relación más o menos formal con la Susín, es más, todos en la ciudad menos yo parecían estar en tratos con la Susín. Tito Ros, un buen amigo, un tío legal, agradecí sinceramente que se tomara en serio mis pesquisas, no creía que lo hiciera. Lo pensé y no lo dije. Era su manera de contribuir a mi investigación, pero el caso es que, al sacar el nombre de la mujer-idea, me devolvió su ausencia y acabé por pedirle el teléfono. Llevaba deseando hacerlo, sin atreverme, un par de días, y me lo había puesto en bandeja. Así van las cosas. Pensé en el destino.

Por fin, la tercera llamada llegó cuando ya salía de casa en busca de un aperitivo temprano que me enderezara el ánimo para llamar a la mujer de mis pensamientos. Había previsto quedar con ella aquella misma noche y no volver a permanecer en ningún taxi, ni siquiera cenar, si es que la ocasión requería medidas inmediatas: reconquistar su boca, eso y dejarme ser tranquilamente, al fin, implorando perdón y amores y paz. Eso, pero llamó Ortega y me borró el pensamiento.

El periodista estaba alterado. Cualquiera diría que cada vez que yo decidía calmarme alguien descolgaba el teléfono para impedírmelo. Hasta el momento no lo habían conseguido. Hasta el momento.

—Hola, maestro, ¿dónde estás? —Otro que pedía audiencia.

—Saliendo en dirección al Jaica.

—Voy para allá, si has quedado con alguien, desqueda ipso facto, repito, ipso facto. Hay noticias frescas y graves. ¿Cuánto tardas en llegar?

Le dije que veinte minutos por no mandarlo a la mierda. Aún me dolía la imagen de aquella Mari esquelética desnuda en el armario-habitación y la cara sin rasgos de su asqueroso hermano. Tenía que ver a Laura, quería llamar a Eva, se me estaba amontonando el trabajo. De repente, todo el mundo había decidido hacerme caso y yo no estaba acostumbrado. Pero que Ortega me hablara de novedades en ese tono consiguió ponerme nervioso.

El Jaica es un pequeño tugurio con terraza situado en la calle Ginebra de la Barceloneta. Creo que además ejerce en el barrio de sede para los socios del Barça o para la antigua cofradía de pescadores, o sencillamente se trata de un local de tapas para los residentes, el único que desprecia e incluso intenta ahuyentar a los turistas, barceloneses y extranjeros, que son la parroquia y dan vida a la zona, otrora de pescadores.

Cuando llegué, allí estaba ya Orteguita frente a una caña y una tapa de calamares a la romana. No era ésa precisamente la idea de aperitivo que yo llevaba, pero pedí lo mismo y me dispuse a escucharlo.

—Colega, aquí está pasando algo mucho más gordo de lo que tú o yo podíamos imaginar, ya te lo digo. Despliega la antena, maestro, que van las buenas nuevas, o malas, o vete a saber, igual nos bordan el curro. Esta mañana, a primera hora, me ha llamado la Mari, no sé si la recuerdas, la hermana de Tavito Culodeoro… —Le dije que sí, joder, cómo iba a olvidarla—. Resulta que su hermano se ha largado con todo el equipo. Parece que la chica ha salido de su cuelgue particular hacia las seis o la siete y en el piso sólo quedaban las máquinas. Del resto,
nothing de nothing
, hasta las balanzas se han trincado. Estaba tan histérica que sólo se le ha ocurrido pensar que nosotros aparecimos ayer con la pasma y nos los llevamos por delante. Tendrías que haberla oído, me ha dicho de todo menos guapo. No sé si la he tranquilizado, sólo espero que no se me presente en el periódico, que la tía es muy capaz. En cuanto a Tavito, tiene el móvil desconectado. Seguiré llamando.

Me señaló con la mano que esperara, que iba a seguir, mientras se echaba un trago largo de cerveza y pedía otra.

—Pero eso no es nada, colega, puritita anécdota. Ahora viene lo bueno. Ayer, después de dejarte, seguí un rato la juerga por mi cuenta, para amortizar la salida, y acabé en el karaoke de Adriano, ya sabes que por allí se pasan algunos agentes a última hora y nunca está de más un rato de alterne. Por si cae algo. Y cayó, maestro, vaya que si cayó. —Volvió al vaso y picó un par de calamares en un intento, bastante logrado, de alargar la tensión—. Esto que va ahora es
top secret
total, y me juego el escroto, así que más te vale escuchar y callar porque va en ello mi reputación en el Cuerpo. No te impacientes. Como quien no quiere la cosa, y cuando los ánimos ya estaban a punto de caramelo, saqué el tema del Paradís, a ver cuáles eran los últimos comentarios… Pues bien, maestro, no andaba desencaminado Tavito ayer, cuando nos alertó sobre Enrique. El pájaro almacenaba, junto a las pastillitas y las armas, un catálogo completo de cintas de vídeo porno. ¿Protagonistas? Pues el mayor ronda los diez años, colega, un repertorio de pornografía infantil para poner de punta los pelos del culo. El chaval que me lo comentó asegura que algunas escenas sadomasoquistas habían mandado de cabeza al váter al mismísimo comisario. No tenía mucha información, él no las ha visto, sólo su jefe, pero parece ser que las encontró en un registro en la queli de Enriquito, después de la detención. Imagino que ahora empezarán las investigaciones en serio, porque según me comentó el chaval, se trata de material autóctono,
made in Catalunya
. Qué fuerte, tío, luego se quejan de que la industria cinematográfica local no funciona.

Soltó la broma, pero ni él mismo tuvo ganas de reírsela. Yo me había quedado de pasta de boniato. Mi primer pensamiento fue que conocía a Enrique, las noches que habíamos pasado juntos hasta bien amanecido en la barra del Paradís, nuestras charlas sobre nada en particular. Yo había estado intimando con aquel tipo, un hombre que disfrutaba con
eso
, sin darme cuenta de nada. Uno imagina que cuando tenga delante a uno de esos tíos que se masturban viendo sufrir a niños se va a dar cuenta, que será algo así como la aparición de la muerte, del mal. Pero no, Enrique sólo me había dado la impresión de ser un cabrón tirando a lumpen que vendía cocaína para sacar dinero fácil entre los clientes de su local, y para ofrecerles una mejor atención. Incluso a veces me había llegado a preguntar qué hacía un tipo de aspecto elegante y maneras cuidadas en ese mundo nocturno terminal. Y me vino a la cabeza el encuentro con Ulrike, su idea de los malos. Luego, las miles de copias que había visto la noche anterior en casa del Culodeoro.

—¿Tú crees que tu amigo Tavito tenía algo que ver con todo esto? Imagino que te diste cuenta, como yo, de toda la parafernalia de copias pirata que tenía montada en casa.

—Joder, colega, Gustavo es un delincuente legal, respetado incluso en las dependencias oficiales. Copias pirata, sí, algo de drogas… y en cuanto a putas, sólo su hermanita, porque no tiene donde caerse muerta, y únicamente para los clientes.

—Entonces ¿por qué ha desaparecido?

Ortega no me contestó. Volvió a enfrascarse en sus calamares, masticando con una fuerza que le marcaba el músculo de la mandíbula.

—Voy a hacer un par de llamadas y esta noche volveré al karaoke de Adriano a ver qué. Hablaré también con la Mari, que en este momento debe de andar por ahí desesperada en busca de que algún cliente de su hermano le fie. Estará blanda como una croquetilla y va a necesitar ayuda. ¿Tú qué te propones?

Después de lo que había oído, a mí sólo se me ocurría encerrarme a llorar, pero eso no se lo podía decir a Pepe. Le conté que Laura, Loba Laura, miss Ice, tenía información interesante que pensaba darme esa misma tarde, y que luego quería llamar a Eva Sacaluga. A esta última la nombré para dar impresión de actividad, porque Ortega había convertido mi búsqueda íntima en una especie de investigación detectivesca que me sobrepasaba.

—¿Qué tiene que ver con todo esto la Sacaluga, colega? No me jodas que también está en el ajo, porque si hay entrevista con ella, yo no me la pierdo.

Vaya, otro que se codeaba con más mujeres que yo en la ciudad.

—No sé si está o no en el ajo, pero conocía bien a Sara Pop, fue ella la que me puso en contacto con Ulrike, la amiguita de cama de la chica. Además, trabaja con Curra Susín, y tengo una duda que ella igual sabe resolverme…

—Comparte, colega, comparte tus dudas.

—Cuando el asesinato, la policía llamó al hermano de Sara Pop para avisarle de lo ocurrido. El chaval, que por lo visto es un pieza de cuidado, los remitió al despacho de la Susín. El muy hijo de puta parece que les dijo que ésa era su familia. Bueno, pues supongo que la policía llamó a la Susín. Hasta ahí, todo correcto. Lo normal, corrígeme si me equivoco, sería que la gorda les hubiera dicho que sí, que la niña trabajaba con ella, pero que hacia las dos de la mañana se fue de la fiesta solidaria y que ella no sabía más, ¿no?

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