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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (2 page)

BOOK: No acaba la noche
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Ésta era la noticia que apareció en mi periódico, es decir, el único diario que de vez en cuando me compra alguna pieza, el sábado 1 de mayo, festivo. Se publicó en las páginas de local con llamada en portada incluida —no siempre se mata a tres mujeres en circunstancias tan extrañas—, y estaba firmada por el gran Pepe Ortega, Orteguita, redactor de este tipo de asuntos a quien yo tenía un respeto muy menguado desde que, para interesarse por la edad de una menor violada y asesinada, preguntó al interlocutor por teléfono: «Pero, a ver, Martínez, a lo que vamos, ¿tenía ya pelos en el coño o todavía no?»

Desde luego, el morbo estaba servido, y esperé poder leer algún dato más en los días sucesivos, pero no. Es extraño que una noticia tan jugosa como la muerte de tres mujeres jóvenes y probablemente tendentes a la politoxicomanía a manos de un pistolero desconocido en un
after-hours
no arrastrara al menos un par de días o tres de informaciones gregarias: nuevos datos, puntualizaciones, declaraciones y ese tipo de cosas. A lo mejor se trataba de uno de esos grandes embriones de redacción que nacen con mala pata y por razones fatales no prosperan. En este caso, pensaba yo, el hecho de ir a ocurrir justamente la víspera de un sábado festivo significaba una falta total de referencias e interés hasta, por lo menos, el martes siguiente. Demasiado tiempo. Y me dio rabia, porque no negaré que el lugar de los hechos, como lo llamaría Ortega, contribuía a mi interés por el asunto. Solía frecuentar el Paradís, y tenía para mí cierta carga sentimental después de haber terminado allí algunas noches memorables y, sobre todo, era un lugar impagable de encuentro con ciertos personajes pertenecientes al artisteo y la farándula, cuya colaboración tenía que agradecer en más de tres o cuatro reportajes extravagantes, especialidad de la casa.

El lunes, temiendo ver frustradas mis esperanzas de más, telefoneé al ínclito redactor de sucesos en busca de datos. «La cosa está chunga, qué digo chunga, chunguíiisima, maestro, aquí nadie dice ni mu, y todo me huele a que andan en pelotas.» Es decir, que si la policía iba despistada, lo que podía aclararme Orteguita, cuya única actividad profesional consistía en descolgar el teléfono y esperar a que el comisario de turno le contara algo que escribir, era si entre las víctimas había alguien conocido, nada más. «Afirmativo, colega, afirmativo, mira tú que precisamente ahí está el meollo del asunto, en la identidad de las interfectas. Agárrate, que te vas a cagar. La más conocida es la De Pablos, ya sabes, ojito derecho de Maragall cuando era alcalde, que le rechazó la Concejalía de Cultura para seguir cobrando sus honorarios por organización de eventos y campañas suculentas; hablo de peculio, pasta gansa, maestro, pasta gansa. Una sola bala que le entró por el cogote, como quien dice, sólo de pensar en el orificio craneal que se habrán encontrado… No sigo, no sigo. La segunda se llama Estrella Sánchez, que dicho así no sé si te suena, pero si te añado que era la mujer de Juan Santos, el oscuro letrista de Los Corazones cuando el grupo movía masas a finales de los ochenta, guionista de pro venido a menos, ya la centras más. Ella, un bombón de armas tomar, muy moderna pero ya retirada hace algún tiempo de la circulación. Un tiro en medio del puto corazón, trabajito fino. En cuanto a la tercera, abre el último número de
El País Semanal
y la tienes en la página 85 anunciando la quincena de la lencería de El Corte Inglés. La chica es mona, flaca para mi gusto, pero con veinte empezaba a estar ya un poco vieja para convertirse en algo en el mundo de la pasarela. La bala le atravesó la ingle, como si el tío hubiera querido volarle el pubis, la vulva, ya sabes, toda la raja. Lo que yo te diga, a ésta, el pájaro le intentaba hacer el chichi granizado. Y sangre, colega, mucha sangre. Pero ahora viene lo bueno: ¿por qué coño llega un pirao del Este y les da matarile? Pues como no sea porque era un hijo de puta y odiaba a las mujeres golfas que además se colocan, no se me ocurre nada convincente. Ni a mí ni al Cuerpo, ya te digo.»

Desde luego, era un pleno. No había tenido trato con ninguna, pero conocía de sobras a las tres, entendido a la barcelonesa. Se lo comenté a Ortega, que además ya debía de saber que con quien yo sí había tenido conexión era con el dueño detenido, Enrique el distante. «Quieto parao, no tienes ni idea, colega, espera que siga, porque esto es la bomba. ¿A qué no sabes quiénes completaban aquella mañanita la clientela del Paradís? Agárrate, porque los han pillao con todo el marrón e igual podríamos haber sido tú o yo, gente del gremio. ¡Álex Ayerdi y Pitu Gallo! Nada menos que el dúo dinámico, colega, ellos han aportado los pocos datos que por ahora se conocen. Ayerdi y Gallo, no te digo… a esas alturas debían de ir tan ciegos que sólo se les ocurrió decir que el matarife era un tío normal, ya vesss, como todos, ¿no te jode?, con una automática de sobaco y recién llegado del Este, no te quepa duda. Bueno, bueno, sigo porque la cosa es mucho mejor. Allí, el único testigo ha acabado siendo el hijo de puta de Ayerdi. ¿A que no te imaginas dónde lo pilló el espectáculo al pringao de Gallo? En el retrete, maestro. Se mete el tío al mingitorio del Paradís, te puedes imaginar a qué, y justo entonces sucede fuera lo único impresionante que le va a pasar en su puta vida. Si es que es un desgraciao…» Se regocijaba el periodista de pensar en sus colegas envueltos en un fregado de agua sucia, con un disfrute que no acabé de entender si era fruto de la rivalidad o de la envidia por la experiencia vivida. Me daba igual, y colgué deprisa porque el resto sólo podían ser conjeturas orteguitianas de mucho morbo y poca realidad.

Una pena de noticia, pensé. Hay tres mujeres asesinadas, una pequeña masacre ¿«de género»? No se conocen, vaya, todo indica que no se conocen, y además dicen los presentes que no han llegado juntas, pero alguien llega y pim, pam, pum, las mata. Por otra parte, las tres estaban a la misma hora en el mismo lugar, que no es precisamente la sección de lencería de El Corte Inglés, sino un local clandestino donde ir a beber a deshoras y a comprar y consumir drogas.

El triple asesinato había dejado un hueco en los diarios que seguramente no se me había hecho evidente sólo a mí. Lo que pasa es que yo me dedico a detectar esos agujeros que la realidad deja en los periódicos para llenarlos a cambio de cuatro perras. Ése es el oficio de los «colaboradores», buscar un buen tema y exprimirlo hasta que algún jefe considere que merece ser publicado. Generalmente los asuntos son mucho más prosaicos, y el interés que despiertan en los jefes de sección suele ser inversamente proporcional al que avivan en mí. Sin embargo, este caso era diferente, todo me resultaba tremendamente familiar, me exigía seguir adelante y aprovecharme de que un puente de primero de mayo había matado una noticia que podría ser un retrato, una buena estampa de la otra cara de la luna.

Por eso me propuse elaborar un reportaje de las tres muertes a deshora, no policial ni de sucesos, sino como una crónica casi de época. Las razones eran otras, claro, eran mías, íntimas. Pero esto es algo que jamás puedes contarles a tus jefes.

En cambio, sí: «Tenemos a tres mujeres asesinadas en un
after
. Si es verdad que no se conocían, es lógico pensar que lo único que las une es el lugar del crimen, el Paradís. Por tanto, mi propuesta es retroceder un poco, casi nada, sólo regresar al punto de partida de ese día (ya el día anterior para cuando murieron) y averiguar por qué acabaron precisamente allí. Hablar con sus allegados, tirar de aquí y de allá y recorrer en lo posible su tránsito hasta que llegan al Paradís y alguien las mata. Sólo a ellas, a las tres únicas mujeres del local. Planteado así, la hipótesis más tonta es la de que un chalado vengador sale de las filas del conservadurismo radical para eliminar a toda hembra que esté fuera de su casa a partir de las cinco de la mañana. Y a partir de ahí, cualquier resultado será interesante…»

Sólo los que lo han tenido que hacer alguna vez saben lo difícil que resulta convencer a un superior de redacción sobre las bondades de una idea que no se le ha ocurrido a él.

«… Piensa una cosa. El primer punto de interés se centra en saber con quién fueron al Paradís, ¿no? Pues según las declaraciones de los testigos, las tres llegaron solas. Amalia de Pablos, la más veterana, fue la primera en aparecer y estuvo todo el rato alternando entre su copa y Enrique. Estrella apareció una hora después, y la cantidad de alcohol y cocaína que llevaba en la sangre hace bastante improbable que estuviera consciente; aún se preguntan como podía andar, pero lo cierto es que una vez dentro entabló conversación con el periodista Álex Ayerdi hasta que ocurrió lo que ocurrió. Pero, ojo, el tipo asegura que no habían quedado ni nada semejante. Más que amigos, eran conocidos de las épocas en las que Estrella todavía echaba la noche por la ventana, y Ayerdi asegura que la vio tan hecha polvo que se acercó a ver qué pasaba. En cuanto a la joven Sara Pop, entró a hacer algún trapicheo, salió una vez hubo conseguido lo que quería y pasados cinco minutos volvió a entrar. Sólo que esta vez lo hizo con el pistolero adosado a la espalda…»

A los jefes les suele poner calientes lo de las mujeres sin bragas, los ministros practicantes de alguna aberración sexual y los deportistas drogadictos.

«… Piénsalo bien: tenemos a tres mujeres que van solas a un
after
discreto de la Ciutadella pasadas las seis de la mañana, borrachas las tres y seguramente con suficiente cocaína en sangre para que las detengan por tráfico de estupefacientes. ¿A qué van? ¿Acuden cada una a lo suyo? Y si es así, ¿por qué las matan a las tres?»

Sinceramente, aquel trabajo no tenía nada que ver con el dinero, aunque se lo hice creer al jefe, no me había puesto manos a la obra como me enfrentaba a otros tantos textos, para sacarme una pasta. Así es, lo admito ahora que ya no quiero saber más de todo esto y lo admití desde el primer momento. Allí había algo que nos sacudía a todos y, por lo que a mí respecta, mucho más de lo que me esperaba.

Pese a que la noticia quedó colgada por desidia o por incompetencia, el asunto de las chicas sí despertó un tremendo revuelo entre cierto sector de la ciudad, el formado por amigos, amantes, ex amantes y admiradores de las tres. Y más allá, tanto si las conocían como si sólo se habían cruzado con ellas, no eran pocos quienes se sintieron salpicados. Ya he dicho que Barcelona acaba resultando poco más que una población de provincias, y las mujeres, de una manera u otra, pertenecían a los sectores aparentes. Así que el viernes que amaneció con la muerte triple se produjo desde el mediodía un baile de llamadas y mensajes para confirmar si era cierto que, si había datos acerca de si realmente los nombres eran… Se trataba entonces de los más cercanos, periodistas, modelos, agencias de comunicación y prensa… el primer paso de un murmullo morboso que no hacía más que empezar. Y justo en los sectores menos dados a la discreción. El primero de mayo, sábado, los teléfonos de la ciudad empezaron a sonar desde bastante temprano. Todos los diarios traían la noticia, las iniciales coincidían, y el asunto estaba pasando de las bocas de los iniciados al parloteo de los figurantes, unos secundarios, todo hay que decirlo, muy entregados a un duelo tan apetitoso. No se lloraba el asesinato en bloque, el pack, por utilizar el término más feo que se me ocurre, sino que cada uno lloraba a su muerta y dedicaba algún gemido suelto, periódicos cabeceos, a las otras dos. Después, nada, era necesario estar en los corrillos de afectados para seguir el tema.

A mí, en cambio, la conmoción me llegó en grupo. La muerte de las tres mujeres empezó a obsesionarme desde el mismo momento en que me enteré. Intentaré explicarlo. A mi modo de ver, existen dos tipos de personas —aquí, no en Kenya ni en Bolivia—, las normales y las anormales. Son normales aquellas que se levantan por la mañana, trabajan de día, pagan hipoteca o alquiler, se casan, crían hijos, tienen vacaciones, ven la televisión y aspiran a que todo siga de esa manera hasta el momento en que les toque una lotería del Estado y puedan acabar de pagar las deudas para después llevar una vida exacta a la anterior pero durmiendo con tranquilidad. Son anormales aquellas personas que no hacen nada de todo lo anterior. No existen ejemplares mixtos, aunque algunos crean conseguirlo. Las personas normales hacen todo lo normal, y las anormales no suelen hacer nada de eso. Voy al detalle. Tres eran las muertas y, de ellas, sólo una pertenecía al mundo de los normales, Estrella Sánchez. Pero era una recién llegada, una desertora todavía tierna. Amalia de Pablos y Sara Pop eran ejemplos claros de anormalidad. La primera llevaba veinte años rechazando costumbres, sola, cabalgando en lo que a primera vista podría parecer una carrera profesional y personal triunfante, encarnando ese modelo masculino que muchas mujeres de su generación abrazaron en su momento, sin pausa. La segunda había aterrizado pronto en una pasarela y, en el momento de su muerte, resultaba imposible predecir su rumbo. Lo indudable es que no era normal, claro, nadie que represente un modelo público de belleza lo es, por definición. Al menos mientras ejerce.

Y aquí entro yo. Yo soy un tipo normal que juega, un infiltrado, un topo, un
voyeur
que lleva años observando la capacidad de los anormales para destacar y convertirse en ejemplares dentro de una sociedad timorata y conservadora que necesita a este grupo para reafirmar sus costumbres. Cada época tiene sus anormales, en unas son intelectuales, en otras delincuentes y en algunas ambas cosas a la vez. También se los suele denominar elites, pero resulta un término demasiado genérico. Las elites económicas, por ejemplo, no suelen estar formadas por anormales, aunque alguno haya. Los anormales son, sencillamente, aquellos ciudadanos que voluntariamente optan por no seguir las pautas de comportamiento de la mayoría. Han existido anormales con conciencia de serlo, que ejercían su papel de forma ostentosa, y otros que han necesitado el paso del tiempo para que quedara clara su condición, una categoría que hasta ellos mismos ignoraban representar. Mi juego consiste en detectar a los anormales entre la gente con la que convivo y estudiar sus comportamientos, diseccionarlos, aprender con qué alimentan sus motores, cuáles son sus estímulos, cómo funcionan sus cabezas. Yo soy normal, es imprescindible conocer al otro. En el fondo, tiene mucho de parasitismo, poder disfrutar de sus excentricidades sin necesidad de sufrir por los excesos ni de poseer la audacia o la estulticia necesarias para protagonizarlas.

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