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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (7 page)

BOOK: No acaba la noche
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Ésta es la última vez, estoy mandando a la mierda todo lo que quiero, todo lo que tengo, por un par de polvos y un constante dolor de cabeza. Y mientras tanto marca el número de la casa de la mujer: «Me duele todo, ¿te apetece que le pongamos remedio con unas buenas ostras cerca del mar?» Y otra vez que ésta va a ser la última porque me la estoy jugando, voy a buscar un curro, cualquier curro, y voy a dejar la noche, todo este mal rollo, me voy a sentar a escribir, me gustaría una familia, hijos, sí, también hijos, esta tarde de camino a casa pasaré por La Maison y compraré alguna exquisitez para Estrella y le contaré que esto se va a acabar. Ella lo va a entender, porque si no me va a mandar a tomar por culo.

Mientras el taxi encara la línea de mar por la Via Laietana, los remordimientos van dejando paso en la cabeza de Juan al agujero donde volcarlos, el tierno pozo ciego del ombligo de Inés, coronado por una peca parda que empieza a desear, y sigue y sigue, hasta que el deseo lo puede todo y desaparecen el tam-tam cerebral y los buenos propósitos, justo en la curva donde la ciudad se hace Barceloneta y ya vale todo. Ha entrado en territorio amigo.

Más que delgado, flaco, largo y ligeramente arqueado hacia adelante, cosa de la altura, Juan Santos deja el taxi y enciende un Marlboro para andar las cuatro callejas que hay desde el paseo de Borbó hasta la casa de ella, su destino. Inés es su primera vez, una experiencia de impagable cargo de conciencia. Nunca antes en los quince años que llevan juntos le había puesto los cuernos a Estrella, y llegado a ese punto, al momento en el que enciende el cigarro para dejar atrás mástiles y poleas e internarse en el barrio marinero, cualquier resto de peso que le quedara en el recato desaparece. Retoma el momento de la noche anterior en el que la embriaguez estaba en su punto exacto, la rescata y se la calza para encontrarse con ella. En cuanto se desnude, le contará todas las invenciones que lleva maquinando, que come todos los días en el mismo restaurante chino donde una inquietante camarera asiática le sirve vino frío, que le gusta tomar el Martini siempre en el bar del Astoria antes de que den las siete, que estuvo en Nápoles y se encontró con Elvis Costello en una fiesta; le contará argumentos de libros que no ha leído e inventará los adjetivos que aparecen en ellos para no confesarle que tanta cursilería es de producción propia sólo para ella. Se inventará un personaje más digno a cambio de que le descubra el sexo a carcajadas, un sexo menos complicado que el cumplimiento de rituales conocidos, lleno de palabras y sorprendente. Y cada hora que pase allí será la última. Llama, e Inés le abre ya desnuda.

Capítulo V

Como me había despertado anormalmente pronto y sin resaca, contento por la noche de amistad etílica, el miércoles decidí regalarme un rato de cama matinal. Me encontraba, además, rodeado de mujeres: Amalia, Estrella, Sara Pop, incluso la gélida Laurita, todas metidas entre las sábanas, jugando al gato y al ratón con mi discreta excitación matutina, rivalizando en atenciones. Mal asunto. Esas presencias y la inusual vitalidad con la que había amanecido dispararon algunas alarmas. Me estaba enamorando del tema de trabajo y yo intento evitar enamorarme, me incomodan las emociones, nublan la razón, y lo más probable es que acabes haciendo el ridículo a cada paso. Me horroriza el ridículo. ¿Me estaba enamorando? Las tenía allí, estaba metiendo las narices en sus vidas y ellas llegaban para espiar mis pasos. ¿Qué me dirían las tres difuntas si pudieran hablar? ¿Me pedirían que siguiera adelante, que les pusiera causa a sus finales y lo contara, o por el contrario me darían una bofetada peliculera por andar husmeando en su intimidad? Tuve que reconocerme de nuevo que no eran exactamente material de trabajo. ¿Qué, pues? Ahí estaba la euforia, inundando la mañana de sensaciones gratas. Sentía una especial agitación, ya lo he dicho, lo mismo que un enamoramiento, esa zozobra dichosa con la que amaneces el día después de haber notado el palpito, de haber saltado la chispa, cuando esa chispa enciende una mecha y ya todo se ve, a la nueva luz, trémulo, intenso y brillante. Distorsionado. Nunca sabes si la que acabas de encender es la mecha de un cirio o la del bidón de la dinamita.

Salté de la cama huyendo del posible estallido y me dirigí hacia el diario a recibir un baño de mediocridad que me salvara de los fantasmas. Se equivocan quienes critican las redacciones de los periódicos por prosaicas. Las noticias no pueden tener poesía, ni los reportajes, ni las entrevistas, ni siquiera las piezas de opinión deberían tener poesía. No es su función. Si la realidad es mediocre y mezquina, situémonos, pues, a su nivel y cumplamos con la pedestre tarea para la que nos pagan. Por suerte para los lectores y por desgracia para la mítica de la profesión, ya no existen héroes ni villanos en los medios de comunicación. Un baño de redacción, eso es lo que yo andaba necesitando, de la misma forma que mi cuenta corriente requería que todas las llamadas que me había propuesto las realizara desde el teléfono del diario.

A esas horas, el periódico, discreta delegación regional de otro mayor, estaba vacío. Sabía que hasta bien entradas las doce de la mañana nadie iba a dar señales de vida, lo que me permitía un par de horas de trabajo en paz. Lo primero era llamar a Curra Susín. Tito aseguraba que era ella quien había organizado la gran fiesta de la semana anterior y —esto lo deduje yo— algo tendría que ver entonces con la presencia allí de Sara Pop. En cualquier caso, era el cabo del que yo podía tirar para interesarme por la única de las tres mujeres de cuya vida no sabía absolutamente nada. Ya podía hacerme una idea del tipo de existencia que llevaban tanto Amalia de Pablos como Estrella Sánchez. En el fondo se trataba de mis chicas, de mi quinta, se trataba de mí, pero ¿cómo pasa sus días una jovencísima modelo? ¿Qué la lleva a terminar en un
after
?, ¿la costumbre o una casualidad?, ¿la regla o su excepción? Además, por mucho que mi amigo se empeñara en lo contrario, no me costaba imaginarme a una hembra como Estrella acudiendo sola a perder el sentido, ni por supuesto a Amalia, pero el caso de la chavalina era diferente. Veinte años. Cierto que a esa edad no existe el peligro, uno es indestructible, pero o mucho me había olvidado de las jóvenes, o los riesgos más extremos, a los veinte, se viven en grupo. Ella acudió, como las otras dos, sola. En fin, según Orteguita, entró sola la primera vez, porque al cabo de poco rato de salir volvió al local, y esta vez acompañada por el asesino.

De repente me di cuenta de que en ningún momento se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que Slovo Ras fuera el acompañante de la Pop. ¿Por qué no? A ello. Vestí a la chica de protagonista de
Asesinos natos
y me la imaginé entrando en el Paradís a echar una ojeada que le permitiera localizar a su víctima, o a sus víctimas, claro. Una vez confirmado el objetivo, salir en busca de su compinche, detallarle el plano de la situación y volver a entrar, esta vez con él y su automática para liquidar el asunto. Pero entonces quedaba una cuestión por resolver nada irrelevante: ¿por qué le disparó a ella también? Sara Pop no había muerto en el Paradís, sino en la ambulancia, y bien era cierto que el disparo que la mató había sido distinto. Ras disparó a Amalia en la cabeza, y a Estrella, en el corazón. Muertes instantáneas ambas. La chavala, en cambio, recibió un tiro que entró por la ingle y, todavía no sabía yo la causa médica exacta, murió camino del hospital del Mar. Tanto si el asesino intentaba, palabras de Ortega, volarle el coño, como si el disparo fue fortuito, lo que no se podía negar es que el trato recibido era diferente. Sin embargo, Barcelona no es Hollywood, ni la vida una peli de acción, así que el sentido común empujaba con todas sus fuerzas en la dirección opuesta a la idea peliculera de la pareja criminal. Bastante rocambolesco resultaba ya un asesinato múltiple en la ciudad como para que, además, saliera a escena una modelo sanguinaria. Vulgaridad de redacción, pies en la tierra.

Una voz femenina me comunicó que Curra Susín no estaba y, por el tono, no pensaba estar en la década siguiente para un miserable periodista como… ¿cómo ha dicho usted que se llama? Repetí mi nombre, mis credenciales, y pregunté el de mi interlocutora.

—Habla usted con Sandra Pita, su socia. Puede despachar sus asuntos conmigo con toda confianza, caballero.

Parecía que la tipa me tomaba el pelo, y pensé en Ortega. Tenía una voz temblona, como si fuera bebida, no borracha, bebida, algo improbable a esas horas de la mañana, pero cualquiera sabe. Esa prosa rancia. Estaba entrando en el mundo de las relaciones
high quality
, algo que se me escapaba, y pretendía que se me siguiera escapando por mucho tiempo.

—Mire, soy periodista y estoy preparando una novela basada en los hechos del pasado viernes. —Mentí, mentí como un bellaco porque la falsa borracha me estaba pidiendo a gritos que le mintiera como se miente a las socias. Crucé los dedos para que no me preguntara qué viernes y qué hechos—. Sé que le parecerá un poco precipitado, pero estas cosas es mejor trabajarlas en caliente, ya sabe. —Si algo había aprendido de mi querida Laurita era que un «ya sabe» a tiempo le pone margaritas al sombrero.

—Ah, un desgraciado acontecimiento. Nosotras, desde entonces, hemos declarado una especie de luto oficial en la oficina, y le puedo asegurar que Curra lo cumple a rajatabla. —Me abstuve de preguntar, por miedo a que se desbaratara el buen talante de la mujer, qué clase de luto era ese que podía incluso cumplirse a rajatabla, pero no me cabía duda de que una explicación suya habría resultado suculenta—. No sé en qué podemos ayudarlo. Amalia nos era muy querida, como podrá imaginar, tantos años de colaboraciones… Una gran mujer, una profesional como ya no quedan, una triunfadora con todo el futuro en sus manos. Se nos escapa qué podría hacer una mujer como ella en un establecimiento de esa índole, a menos que se encontrara buscando localizaciones para alguna presentación de las suyas. Qué cabeza, la de esa mujer, siempre a la vanguardia. Ya sabe que actualmente los periodistas exigen que se los sorprenda constantemente, y no es tarea fácil, se lo puedo asegurar.

Eso sí que era bueno. A la señora Pita ni se le había pasado por la cabeza que yo llamara para interesarme por Sara Pop. Volvía a ponérmelo en bandeja.

—Si no le importa, ando recabando opiniones de aquí y de allá, ya sabe, políticos, escritores, artistas… El luctuoso suceso ha conmocionado la ciudad. Me encantaría poder tener una conversación con usted y con su socia, en persona. Creo que sin su contribución la obra quedaría inacabada.

No me sorprendió mi soltura en la mentira, práctica habitual, pero sí el gustillo que me producía utilizarla después de haberles dado tantas vueltas a las explicaciones reales para que resultaran verosímiles. Una de las reglas de oro del periodismo: equilibrio entre veracidad y verosimilitud. No basta con que una cosa sea cierta, sino que debe parecerlo, como las doncellas y, a fin de cuentas, también como las putas. Con años de trabajo acabas aprendiendo que, en ese tira y afloja, manda la verosimilitud y siempre resulta más rentable sacrificar la verdad en aras de la apariencia. Ellos lo piden, el cliente manda. En este caso, resultaba muy poco creíble que un periodista se interesara por el caso para redactar un reportaje, porque ya nadie publica reportajes de ese tipo, no interesa ni a redactores ni a jefes. A los primeros, el esfuerzo realizado jamás les resultaría rentable. A los segundos, a los jefes, les interesa un pito. El libro, en cambio, con el auge del reportaje-ficción, no admitía dudas, y yo lo había bordado. La tal socia Pita me citó para aquella misma tarde con un gorjeo emplumado, totalmente de acuerdo con la necesidad, im-pres-cin-di-ble, de su aportación para mi encomiable empeño. Iba a matar dos pájaros de un tiro, porque claro que me interesaban sus comentarios sobre Amalia, faltaría más, a esas alturas a mí me interesaba absolutamente todo acerca de aquella mujer. Pero el objetivo estaba puesto en la joven Sara, que me tenía en pelotas. Si ni siquiera sabía cómo se llamaba de verdad la Pop, ¿a qué apellido respondía la «L» que aparecía en las iniciales de la noticia?

—¡Buenos días, compañeros!

Pepe Ortega entraba a voz en grito saludando a nadie, porque allí la única persona que había era yo, y de compañero, poco. Pero, en fin, su aparición me venía al pelo y le contesté con la camaradería masculina que exigen en el tono los periodistas de sucesos. La mañana iba rodada y un agradable optimismo llegaba a hacerle compañía a mi euforia de horas antes.

—Hombre, colega, veo que sigues colaborando con nosotros. —Me palmeó el hombro con fuerza—. Eso está bien, pero que muy bien, la prensa necesita tipos como nosotros, y déjate de mariconadas. Cuéntame, maestro, en qué andas ahora metiendo el hocico.

Siempre tenía la sensación de que Orteguita bromeaba, me parecía imposible que aquel hombre caricaturesco hablara en serio.

—Buceo en el asunto Paradís, a ver si saco algo nuevo, ya que veo que vosotros lo tenéis en stand by.

En cuanto lo dije, me di cuenta de mi falta de habilidad. Adulación, adulación y adulación era lo que se esperaba de mí, y acababa de plantarle en las narices a aquel tipo justo lo contrario. Me miró sorprendido, más por mi audacia que por la acusación.

—Error, error, error. Esto es como un buen asado, maestro, no te puedes precipitar. Una vez detenido el rumano y enchironado el pájaro que llevaba el local, hay que darles un tiempo a los investigadores, a ver si te crees que esto es un lupanar, que cada uno tira pa su cama. De eso nada, monada. Un detalle desvelado a destiempo puede desbaratarlo todo. Aquí no se va a mover ni Dios hasta que no se nos dé el pistoletazo de salida desde las más altas instancias. —Adoptó la postura de los actores americanos cuando van a derribar, pistola en mano, una puerta detrás de la que se supone que hay un sospechoso; hizo el gesto de dar una patada y, flexionando la pierna izquierda, giró sobre sí mismo, hasta que sus dos dedos índices, convertidos en arma, me apuntaron entre las cejas. Bajó las manos y volvió a palmearme la espalda—. Detalles sueltos hay, te lo puedo asegurar, porque el asuntillo se las trae, pero no se puede dar un paso en falso. ¡Nada de conjeturas!

—¿Algo nuevo?, ¿algo que yo no sepa?

—Pues no sé lo que tú sabes, amigo, pero o mucho me equivoco, y soy perro viejo, o el hijo de puta del Paradís no se quedaba sólo en el tráfico de estupefacientes, ya te digo. Esto me huele a cosas mucho más gordas. Y hasta aquí puedo hablar.

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