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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (4 page)

BOOK: No acaba la noche
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¿Me estaba recitando el guión de alguna obra ya escrita? Me sentí como si presenciara una escena que la chica había interpretado en los últimos días varias veces. Parecía que la muerte de Amalia no le hubiera afectado, por la simple razón de que no era la muerte que ella esperaba recibir de su maestra. Me imaginé a la De Pablos llamando por teléfono la mañana de aquel 29 de abril que le amaneció frente al horror de un colchón de ribazo, quizá su incapacidad para decirle a aquella sobre la que se levantaba su engaño que lo que había visto era su propio rostro, el mapa detallado de su geografía en ruinas estampado en el colchón. Le contó, sí, lo que había visto y que pasó miedo y que salió corriendo, pero no sé sí lo que le quería decir es que el miedo se lo dio a sí misma.

—Cuando dices que Amalia se olvidaba de las cosas, ¿te refieres a que no las compartía contigo o a qué?

—Me refiero —la pregunta le había dolido, y me respondió en tono impertinente— a que la señora tenía memoria selectiva, una enfermedad de cuyo nombre científico no me acuerdo, pero que parece bastante habitual entre alcohólicos, yonquis y similares. Borraba de su cabeza todo lo vivido a partir de un momento determinado, nada, cero. Era como si lo viviera ya inconsciente. Actuaba, pero la mente…

Laurita me había recibido en el despacho que tenían en la calle del Rec con Princesa, en pleno barrio del Born, es decir, donde tenían que estar: zona de moda para locales de ocio, estudios de diseño, tiendas de últimas tendencias en casi todo y residencia pasajera de jóvenes extranjeros ricos y cultos, generalmente en bicicleta. Era un ático acristalado en el que a esas horas de la mañana, antes de las diez, la luz del exterior aún no molestaba como prometía en horas sucesivas. Nada más entrar, adjetivaban el lugar un par de acuarelas de Perico Pastor donde mujeres naranjas de tetas pequeñas fingían no ser perfectas. Sumadas a otras obras de Peret y Mariscal aquí y allá, confirmaban la vocación de barcelonesa progresista con más contactos que imaginación de la dueña, o de quien hubiera decorado el lugar. Como eso, todo el resto remitía al municipalismo hecho diseño de los años noventa, años dorados de Barcelona, de un triste dorado Navidad, oro bisutería, las paredes pintadas en tonos estridentes, desde el mandarina hasta el añil, la iluminación excesiva y el empeño de los detalles por llamar la atención en su lucha contra la ostentación, el triunfo de lo levemente lúdico frente a cualquier atisbo de circunspección. En fin, una agencia de comunicación montada como tantas otras agencias de comunicación o de promoción o de diseño gráfico. Ése era el ámbito de una mujer normal, algo que Amalia distaba mucho de ser. Pero quizá me equivocaba y quien teñía el espacio de vulgaridad era la distante Laurita, un ejemplar poco recomendable de proyecto de normalidad.

Allí, desde luego, no había ni rastro de la mujer de la que me estaba hablando ella. Cuando uno decide matarse poco a poco, no se monta un despacho clónico, a no ser que no lo sepa, que ignore su autodestrucción y crea que su vida es un asco de lo bien que le va, que habiendo logrado el objetivo de montar el puzle, sencillamente se acabó el juguete. Pero a Amalia de Pablos, pese a su empeño por adelantarse sola al momento de su muerte pasito a pasito, la había matado el tiro de una automática, para desespero de la pobre discípula y su proyecto de futuro.

—¿Por qué fue Amalia aquella noche al Paradís? —La chica me miró como se mira a los tontos de baba.

—¿No te he dicho ya que estaba liada con el dueño, Enrique? Creo que habían discutido o algo así. Era la noche de la Cena de la Solidaridad, no sé si lo recuerdas, el evento de la temporada, un exitazo; además, nosotras llevamos la prensa… Amalia se presentó muy enigmática. Tenía ganas de ver a ese tipo, de eso estoy segura porque me lo dijo ella misma. Solía acabar sus peores noches en el Paradís y, mira, ésta sí que la acabó del todo.

Su frialdad no dejaba de sorprenderme. Lo que estaba haciendo, ni más ni menos, era seguir echándole en cara a la muerta las costumbres que a ella le parecían reprobables, pero no de la manera en la que se les recrimina a los muertos el hecho de morirse, no como la esposa le echa al féretro del muerto de cáncer de pulmón la última bronca por lo mucho que fuma. Estaba diciéndole: «Te lo tienes bien merecido, por idiota.»

—¿Qué pasará con la agencia? ¿Vais a cerrarla?

—No lo sé. Eso dependerá ahora de su madre. Creo que parte del capital pertenece a la Serra, a Pilar Serra, la madre, y, en cualquier caso, Amalia no tiene hijos ni familia ni ningún otro vínculo de sangre que no sea con ella. Habrá que ver cómo quiere gestionarlo.

—¿Y tú?

—Yo mientras tanto pienso seguir con los proyectos que habíamos empezado, no se puede dejar a la gente colgada así como así y, al menos este año, lo tenemos bastante cubierto. —Pareció darse cuenta de repente de que yo era su único interlocutor, es decir, de que me lo estaba contando sólo a mí, cosa que no le hizo ninguna gracia—. No sé por qué puede interesarte todo esto. Si, como dices, lo que quieres es saber qué hizo Amalia las veinticuatro horas antes de morirse, ya te lo he dicho. La pilló el amanecer con un ciego considerable camino de Barcelona, me llamó con la historia del colchón en la carretera, que yo creo que era una excusa, y se metió en la cama. No se despertó hasta la tarde, que en eso era ella muy señora, pese a que teníamos el lío de la Cena de la Solidaridad en nuestras manos. Luego apareció allí con tal resaca que fue incapaz de mover un dedo. Se fue al Paradís a ver a Enrique, y la mataron.

—¿Conocías a las otras dos? —Era ya una despedida.

—¿A las muertas? —Pregunta innecesaria—. Pues no. Bueno, más o menos. A la modelo sí la había visto en más de una fiesta. La verdad es que no se perdía una, esas chicas tienen que hacer mucha vida social, ya me entiendes, para mantenerse donde están. —Preferí dejarla continuar, pero me moría de ganas de decirle que no, que no la entendía. Jugar con ella habría resultado inútil, no tenía ninguna pinta de saber divertirse—. Esa misma noche, la de las muertes, también estuvo en la Cena de la Solidaridad, aunque eso no quiere decir nada, porque la verdad es que estuvo todo el mundo.

—¿Y a la otra, a Estrella Sánchez?

—No, de nada. Me han dicho que era una diseñadora de joyas con cierto nombre, pero no debía de ser mucho, si no me suena. Además, mira, parece ser que era vecina de aquí, del barrio.

Los ciudadanos normales no perdonan. Les gusta la presencia de los anormales, pero deben cumplir unas mínimas reglas; para empezar, la de morir como se espera de ellos. Amalia de Pablos había defraudado a Laura en lo básico. Crucé el Pla de Palau con la intención de recorrer el frontal marítimo de la ciudad hasta Colón y allí subir por las Ramblas; uno de los pocos lugares en Barcelona donde la mezcla es real, donde no importa de dónde vienes o por qué has llegado, puedes ser poli o caco, turista o residente de toda la vida, puedes ir disfrazado para la ópera o en zapatillas, a nadie le importa. Allí, normalidad y anormalidad se toman un respiro, el que yo necesitaba para entender por qué Laura no se creía nada de lo que le decía Amalia, ni siquiera lo del colchón; se lo había detallado de tal manera que costaba considerarlo falso, sobre todo después de tanto tiempo de convivencia.

La antipatía de la joven me había despertado una franca simpatía por su jefa. ¿Qué sabía yo de Amalia de Pablos? Que, como ya me había dicho Pepe Ortega, era una de las niñas mimadas del ayuntamiento de izquierdas, lo que, dedicándote a la comunicación, supone muchos puntos. Pertenecía al grupo de los «hijos de». Su madre, Pilar Serra, había ido en las listas socialistas en las primeras o las segundas elecciones, no recordaba si municipales o autonómicas. En aquel tiempo eran todavía muy pocas las mujeres que podían presentar un curriculum con todos los requisitos para aparecer en cartel electoral. Se consideraba que habían sido y eran buenas luchadoras sociales, sí, pero no como para ocupar una concejalía o un puesto de diputada. Sin embargo, la Serra cumplía la exigencia de pertenecer a una familia catalana de las de toda la vida. Apta. Así fue como ganó su silla en política, no recordaba cuál, y fue jaleada como algo que en aquellos tiempos todavía no se llamaba cuota femenina hacia la paridad, pero ya significaba exactamente eso: era mujer, era joven, era inteligente, y su padre había tenido serios enfrentamientos con el régimen de Franco que lo habían llevado a un par de estancias en la cárcel. Todo en orden.

De la hija sabía menos. Encerrada en su celosa independencia, podía haber jugado el papel de soltero de oro de su época si no fuera porque sus desmanes nocturnos eran conocidos entre los sectores pretendientes. Me había cruzado varias veces con ella en locales poco recomendables, y desde luego su aspecto no invitaba a la ternura. Mantenía la facha de roquera de los ochenta, con la melena negra suelta, los ojos enmarcados en negro, pantalón ajustado, tacón alto y gesto desabrido. Yo guardaba sobre todo en la memoria una imagen de ella, precisamente en la barra del Paradís. Debía de ser una hora prudencial, calculo que las cinco o las seis de la mañana, cuando apareció con un grupo al que no prestaba la menor atención. Pensé entonces, viéndola entrar, que la noche propicia compañías de circunstancia, útiles únicamente en su función de eso mismo, de comparsa. Yo estaba solo, como de costumbre, a la espera de que apareciera alguno de los habituales para cruzar cuatro palabras cálidas o incluso para un intercambio de grandes proyectos mundiales, qué más daba. Amalia se acodó a dos metros escasos de mí, saludó a Enrique sin especial calor y pidió una ginebra sin hielo en vaso bajo, exactamente; esas cosas se te graban. Miraba hacia el fondo de la barra sin acabar de sentarse en el taburete, con la copa en la mano, y toda ella era puro desafío. Tardó en advertir mi presencia, pese a que tenía la vista fija en algún punto por encima de mi hombro, y cuando lo hizo me saludó con un ademán leve de la cabeza. Yo no sabía que Amalia de Pablos me conocía. Claro que habíamos coincidido, incluso allí mismo, pero nunca habíamos cruzado el más mínimo saludo. Me pareció una mujer imponente, excesiva, y recuerdo que su gesto me turbó. Hay personas que entran en un espacio y su presencia desplaza el doble de aire que la del resto de los mortales, y en el caso de ser mujeres, siempre tienen aspecto de desdichadas.

La mañana de aquel martes de principios de mayo era radiante, los turistas ocupaban las terrazas ya vestidos de playeros empeñados en que Barcelona fuera una sucursal de Benidorm, y flotaba en el aire la calidez salina del mar preestival. Giré por el anacrónico edificio del Gobierno Militar y enfrenté las Ramblas tras los pasos de la mujer muerta, la mayor de las tres, pensando que en realidad no me interesaba tanto por qué habían matado a Amalia de Pablos como qué parte de responsabilidad tenía ella en su propia muerte. Mentalmente, la agarré del brazo, sintiéndola, alta como era, superior, y así empecé a caminar hacia la plaza de Catalunya pisando fuerte. ¿Sabes que un día me aceleraste el corazón? ¿Eres capaz de relajarte, Amalia, para contarme algo de ti? ¿Has hablado en los últimos tiempos con alguien íntimamente? ¿Y qué piensa tu madre, a todo esto?

Jueves, 29 de abril. 8.40 horas

Álex Ayerdi sale del pasaje Valeri Serra a la Gran Vía barcelonesa sin estar satisfecho. Generalmente, tras una noche de juerga basta una visita a alguno de los burdeles del pasaje para calmar el alma y poder dormir hasta el mediodía. Sin embargo, hoy no sólo no ha logrado entrar en materia con la puta de turno, una colombiana pequeñita y solícita con quien ya se ha cruzado más de una vez, sino que tiene toda la sensación de estar más excitado que cuando entró. Se dice que es la ansiedad, y se acuerda de su padre. Casi siempre que sale de las putas se acuerda de su padre, porque la hora en la que él va de retirada suele coincidir con el momento en el que el viejo abre la peluquería de la carretera de La Bordeta. Antes habrá barrido y fregado el suelo innecesariamente, porque hace ya más de una década que una señora se ocupa de eso a primerísima hora de la mañana. Después habrá ido a comprar todos los diarios deportivos,
El Periódico de Catalunya
y
La Vanguardia
, habrá desayunado en el bar de Manuel un bocadillo de fuet y una agua de Vichy, y habrá abierto el local impecable con el sonido de fondo de la Cadena SER, es decir, aguantando el muermo de los comentaristas mañaneros, a quienes ya conoce por su nombre y de quienes habla con su hijo como si fueran viejos amigos. Cuando era un chaval le tocaba a Álex la limpieza y los periódicos, pero desde que empezó la universidad su padre lo eximió de ese tipo de tareas con un «estas cosas ya no son para ti». ¡Un hijo periodista! Fue entonces, acabado el primer curso, en cuanto se creyó que de verdad su hijo iba a estudiar una carrera, cuando cambió la música ambiental por las noticias y el programa de Gabilondo. Luego, al empezar Álex en
La Vanguardia
, decidió incluirla en el grupo de diarios de la peluquería, y al principio obligaba a todos los conocidos y clientes a ojear, si no leer, cada una de las noticias firmadas por él. Ahora ya se le ha pasado la obsesión, pero Álex sabe que sigue recortando cada hoja en la que aparece su firma y las guarda en una especie de álbumes que compra para eso mientras sigue insistiendo: «Y ahora, a por el libro, ¿eh?»

Odia salir de las putas y pensar en su padre, así que, si además sale insatisfecho, su estado se le hace insoportable. Cruza la Gran Vía, coge la calle de Muntaner y, a la altura de la plaza de Goya, se sienta en un banco. La plazoleta es un pequeño triángulo formado por las calles Muntaner, Sepúlveda y la ronda de Sant Antoni con una estatua en medio, que nadie cruza porque se ha convertido en un criadero de palomas; las hay a cientos. Álex Ayerdi sabe ya a esas alturas que no va a dormir. Está totalmente despejado y sólo quiere hacer tiempo antes de llegar a casa para no cruzarse con Anita, su novia. Pensar en Anita en esas condiciones es más o menos como lo de su padre. Además de ser un poco tonta, lo justo, ella cumple la función de elevarle el ego cuando los días son normales, pero últimamente los días nunca son normales y las noches siempre acaban de día, y si no existieran ni su novia ni el maldito peluquero pulcro a lo mejor no se sentiría como la mierda mayor entre los millares de pequeñas mierdas de paloma que lo rodean. Anita. Papá. Es la ansiedad.

Álex se repantiga en el banco, desliza el culo hasta el borde del asiento, apoya la nuca en el respaldo y estira las piernas abiertas. Desde su situación, rodeado de árboles y coches aparcados, no ve a la gente que pasa por la calle. Los únicos seres vivos que distingue, además de las palomas, son un mendigo y sus tres perros. Al mendigo ya lo conoce, un Nick Nolte deteriorado al que incluyó en un artículo sobre la vida perra porque se deja fotografiar a cambio de un par de tetrabriks y diez euros. Ahora, el tipo parece que está dormido, y Álex tiene que reprimir las ganas de levantarse y robarle la caja de vino. Lo frena saber que algunos mendigos mean dentro de sus envases para disuadir a los posibles bebedores miserables. Sorprendentemente, porque no le van ese tipo de cosas, la idea del mendigo sacándose la picha y metiéndola en la caja vuelve a excitarlo. Mucho. Es la ansiedad, Anita, es la puta ansiedad. No se da cuenta y ya se está tocando con furia su propio miembro, que lucha contra el cierre del vaquero. No le va a dar tiempo más que de pasar por casa y darse una ducha. Si estuviera más tranquilo podría echar una cabezada hasta la hora de comer. Acelera el ritmo de su mano derecha sin quitarle ojo al doble de Nolte, pensando que si se corre probablemente se relaje y entonces sí podrá descansar. Le queda una noche dura. Tiene que ir a la Cena de la Solidaridad, que te enteres, papá, tu hijo, que iba a ser el futuro Truman Capote, se va a una comilona solidaria presidida por las autoridades locales e internacionales donde un montón de gente guapa y rica se va a poner las botas en honor de los pobres de la tierra. He aquí mi indeleble fondo social, piensa. Y no sólo no se les cae el culo de vergüenza, sino que ahí está tu hijo para contarlo y para ver si de paso alguna de las periquitas del lugar me hace una buena mamada en el váter de turno a cambio de lo que yo pueda ofrecerle, quizá poner su nombre en algún sitio destacado. Acelera el ritmo de la mano, necesita un poco más, sólo un pequeño empuje de nada para que el mecanismo de eyaculación se ponga en marcha, un pequeñísimo estímulo, justo cuando el mendigo abre los ojos y se despereza. «¡Félame, joder, félame!», le grita, mientras por fin consigue mojar el calzoncillo.

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