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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (18 page)

BOOK: No sin mi hija
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Había tres mesas para las cinco empleadas que trabajaban en la pequeña oficina. La directora estaba sentada en un rincón de la habitación sin, al parecer, ninguna ocupación concreta. Las otras mesas estaban ocupadas por administrativas que movían de un lado para otro algunos papeles con una mano mientras se sujetaban los
chadores
alrededor del cuello con la otra. De vez en cuando, una de ellas se levantaba a tocar un timbre. Hicieron también algunas llamadas telefónicas. Pero la mayor parte del tiempo se lo pasaban en una charla que, aunque yo no podía comprender su significado, era evidentemente ocioso cotilleo.

A media mañana oí una conmoción en el pasillo. Una maestra irrumpió en la oficina con una alumna a rastras, la cabeza inclinada en actitud de vergüenza. La maestra lanzó una sarta de acusaciones, haciendo uso frecuente de la palabra «
baad
» que significa en parsi exactamente lo mismo que en inglés: mala.
Janum
Shaheen y las empleadas de la oficina se lanzaron al asalto. Con una sola voz, vertieron toda clase de improperios y humillaciones sobre la niña, que acabó llorando a lágrima viva. Mientras continuaba la arenga, una de las administrativas hizo una llamada telefónica. Al cabo de unos minutos, entró en la habitación una mujer de ojos desorbitados, evidentemente la madre de la niña. Gritó y señaló con un dedo acusador a su propia hija, descargando su rabia contra la indefensa criatura.

«
¡Baad, baad!
», gritaba la madre. La pequeña respondía con lastimeros gemidos.

La escena de degradación continuó durante largos minutos, hasta que la madre cogió a su hija por el brazo y la sacó a rastras de la habitación. Inmediatamente
Janum
Shaheen y las demás mujeres de la oficina depusieron su actitud irritada. Sonrieron y se felicitaron del éxito de su misión, que evidentemente consistía en hacer que la niña se sintiera
baad
. Yo no tenía ni idea de cuál era el delito, pero no podía evitar sentir pena por aquella pobre criatura. Recé para que Mahtob no se viera jamás en semejante situación.

Mahtob pasó la mañana tranquilamente, ya que no felizmente, sabiendo que yo estaba allí cerca. A mediodía, cuando las clases de preescolar habían terminado, llegó Moody para acompañarnos a casa en taxi.

Durante la siguiente mañana, mientras estaba sentada en la oficina,
Janum
Shaheen me presentó a una de las maestras.

—Soy Mrs. Azahr —dijo la mujer—. Hablo un poco de inglés. Charlaré con usted. —Se sentó a un lado, contemplando mi recelosa mirada—. Sabemos que no le gustamos —continuó—. No queremos que piense usted que somos personas
baad
. ¿No le gusta esta escuela?

—Es sucia —repliqué—. No me gusta tener aquí a Mahtob.

—Lo lamentamos —dijo Mrs. Azahr—. Nos sentimos
baad
porque es usted una extranjera en nuestro país. Nos gustaría hacer algo por usted.

Janum
Shaheen revoloteaba en torno de nosotras. Me pregunté cuánto comprendería ella de nuestra conversación. Dijo algo en parsi, y Mrs. Azahr tradujo.

—La directora dice que a todo el mundo le gustaría realmente aprender el inglés. Dice que usted podría venir cada día y, mientras espera a Mahtob, enseñarles inglés. Y ellas pueden enseñarle parsi.

Así es como se responde a mis plegarias, pensé. Podemos conocernos mutuamente. «Sí», respondí.

Y se inició una rutina. Las mujeres de la oficina tenían pocas cosas en que ocupar su tiempo, excepto por alguna ocasional sesión de disciplina y humillación, así que pasamos las mañanas enseñándonos mutuamente. Y mientras trabajábamos, conseguí conocer, al menos parcialmente, a aquellas mujeres. Aunque constituían mundos diferentes del mío en cuanto a costumbres y sueños, eran, no obstante, mujeres que se preocupaban por sus hijos y querían educarlos de la única manera que sabían. Estaban atrapadas en un sistema educativo que les decía exactamente lo que tenían que hacer y exactamente cómo hacerlo, pero a través de él brillaban algunas chispas de individualidad. La comunicación era difícil, pero tuve la impresión de que allí había más iraníes desilusionados por el modo en que iban las cosas en su nación.

A un nivel personal, mis nuevas amigas parecían preocuparse realmente por Mahtob y por mí. Cada mañana le hacían muchos cumplidos a Mahtob, y una o más de ellas la levantaban y la besaban.
Janum
Shaheen siempre le decía a Mahtob que le gustaba su «olor», refiriéndose al toquecito de ilegal perfume que yo le aplicaba cada mañana. Aquellas mujeres, privadamente, mostraban su desprecio por Moody, que seguía depositándonos a Mahtob y a mí por la mañana y recogiéndonos al mediodía, representando el papel de carcelero. Procurando ocultar sus sentimientos, censuraban, no obstante, en privado su arrogante actitud hacia su mujer y su hija.

Mrs. Azahr estaba siempre ocupada enseñando, por lo que no podía pasar mucho tiempo con nosotras, pero cada vez que podía se dejaba caer por la oficina.

Para sorpresa mía, me enteré un día de que Mrs. Azahr había sido una vez directora de la escuela. Eso había sucedido antes de la revolución. Bajo el nuevo gobierno, profesionales competentes como ella, con títulos avanzados y años de experiencia, habían sido degradados y reemplazados por administradores más comprometidos políticamente. Estos nuevos directores eran generalmente más jóvenes y menos preparados, pero poseían el celo religioso que ahora se había convertido en la principal prioridad del gobierno.


Janum
Shaheen fue escogida por esta razón —me dijo Mrs. Azahr—. Ella y su familia son muy religiosos. Hay que tener una familia fanática. Lo comprueban. No basta con fingir mientras se está en el trabajo.

Janum
Shaheen era claramente antiamericana en sus sentimientos. Pero a medida que nuestra forzada asociación avanzaba, llegó a sentir afecto por mí a pesar de mi nacionalidad.

Un día, tras una tranquila conversación con
Janum
Shaheen, Mrs. Azahr me dijo:

—Realmente, nos gustaría hacer algo por usted.

—Conforme —dije, lanzándome al vacío—. Déjenme usar el teléfono.

Mrs. Azahr habló con
Janum
Shaheen. La directora levantó la cabeza y chasqueó la lengua. No. Murmuró unas palabras, que Mrs. Azahr tradujo: «Prometimos a su marido que nunca la dejaríamos salir del edificio ni usar el teléfono».

De nuevo me di cuenta de que aquellas mujeres estaban tan pilladas en una trampa como yo, sometidas a las reglas de un mundo de hombres, descontentas pero obedientes. Paseé mi mirada por la habitación, encontrándome con los ojos de cada una de las mujeres que allí había. No vi otra cosa que profunda simpatía.

8

Era una tarde radiante y calurosa, no muy propia de mediados de otoño, cuando Moody aceptó, de mala gana, la petición de Mahtob de ir al parque. Teníamos que andar sólo algunas manzanas, pero Moody gruñó quejándose de la distancia. «Podremos estar sólo unos minutos», dijo. Tenía cosas que hacer, me constaba. Periódicos que leer. Basura radiofónica que absorber. Siestas que dormir.

Cuando llegábamos a los columpios y el tobogán del otro extremo del parque, Mahtob lanzó un chillido de alegría al ver a una niñita rubia, quizás de unos cuatro años de edad, vestida con shorts y chaqueta y calzando unas zapatillas de lona Strawberry Shortcake idénticas a las que Mahtob había traído consigo de América.

Había una pareja junto al tobogán observando cómo jugaba la pequeña. La madre era una bonita joven con rizos rubios que asomaban por debajo de su
roosarie
. Llevaba una trinchera ceñida, diferente del abrigo iraní.

—Es americana —le dije a Moody.

—No —gruñó éste—. Habla alemán.

Mahtob corrió hacia el columpio para jugar con la niña, mientras yo me acercaba a la mujer rápidamente, pese a las protestas de Moody. La joven conversaba con un iraní, pero, realmente, hablaba inglés.

Me presenté a mí misma, mientras Moody permanecía cautelosamente a mi lado.

Se llamaba Judy. Su marido, nacido en Irán, era un contratista de la construcción de Nueva York, que se había quedado allí mientras Judy traía a sus dos hijos a Irán a visitar a los abuelos. Se encontraban en medio de sus dos semanas de vacaciones. ¡Cómo envidié su billete de avión, su pasaporte, su visado de salida! Pero no podía hablarle de nada con Moody al acecho junto a mí.

Judy nos presentó al iraní, su cuñado Alí. En cuanto se enteró de que Moody era médico, Alí mencionó que estaba tratando de obtener un visado médico para visitar los Estados Unidos, para recibir allí tratamiento de una dolencia cardíaca. Judy añadió que iba a volar a Frankfurt en la semana siguiente, y que allí acudiría a la Embajada americana para tratar de conseguirle el visado. Les interesaba el consejo de un médico iraní-americano. Disfrutando gloriosamente de su categoría, Moody desvió momentáneamente su atención de mi persona, y se dedicó a sí mismo.

Las niñas terminaron con el tobogán y decidieron ir a jugar a los columpios, por lo que Judy y yo las seguimos. Una vez fuera del alcance del oído de Moody, no perdí tiempo.

—Soy un rehén aquí —susurré—. Tiene usted que ayudarme. Por favor, vaya a la Embajada americana de Frankfurt y dígales que estoy aquí. Tienen que hacer algo para ayudarme.

Moody y Alí empezaron a caminar lentamente en nuestra dirección, sin dejar de charlar. Judy captó mi mirada, y nos movimos para adelantarnos a ellos.

—No me dejan hablar con la gente —dije—. He estado encarcelada aquí, y he perdido el contacto con mi familia.

—¿Cómo puedo ayudarla? —preguntó Judy.

Pensé durante un momento.

—Sigamos hablando sobre las «cuestiones médicas» —sugerí—. Halagará su ego si le deja hablar sobre algún tema médico.

—Estupendo —dijo Judy—. De todos modos, hemos de obtener un visado médico para Alí. A ver si conseguimos que su marido se implique en ello.

Volvimos hacia donde estaban los hombres.

—¿Puedes ayudarle? —le pregunté a Moody.

—Sí. Me gustaría. —Pude ver que Moody se sentía más médico de lo que se había sentido en varios meses—. Escribiré una carta —sugirió—. Sé con quién debo contactar. Incluso tengo papel de escribir con membrete americano. —Se quedó pensativo durante un momento—. Pero necesitaré una máquina de escribir —añadió.

—Yo puedo conseguir una —dijo Judy.

Intercambiamos números de teléfono y planeamos volver a encontrarnos pronto en el parque. El breve paseo de regreso fue estimulante. Moody se encontraba de buen humor. El efecto de su prestigio acrecentado le ocultaba el hecho de que yo acababa de hablar privadamente con una mujer americana.

Judy trabajó de prisa. Dos días más tarde llamó y nos invitó a Mahtob y a mí a encontrarnos en el parque. Yo albergaba la débil esperanza de que Moody nos dejara ir solas, pero él tenía una norma establecida. No parecía sospechar ninguna conspiración, pero estaba decidido a no perdernos de vista.

Un iraní bajito, de barba, de unos treinta años, estaba con Judy en el parque esta vez. Ella nos lo presentó como Rasheed, el administrador de una gran clínica. Moody estaba encantado de mantener otra conversación médica, y empezó a acosar al hombre con preguntas sobre procedimientos para la obtención de licencias para el ejercicio de la medicina en Irán. Mientras tanto, Judy y yo nos adelantamos una vez más para hablar privadamente.

—No se preocupe —me dijo—. Rasheed está al corriente de su situación. Tendrá cuidado con lo que le dice a su marido. Confiábamos en poder hablar con usted a solas, pero sabe cómo tenerle ocupado mientras usted y yo hablamos. —Deslizó algunos sellos en mi mano—. Si puede encontrar un buzón, podrá mandar cartas —añadió.

Luego explicó la siguiente fase del plan. Para dentro de unos días, su suegra estaba preparando una cena de despedida para Judy y sus hijos, y Judy había arreglado las cosas para que nos invitaran. Había pedido prestada una máquina de escribir para que yo pudiera mecanografiar la carta que Moody pensaba escribir para Alí. En el jaleo de la fiesta, confiaba en que yo pudiese hablar privadamente con Rasheed, porque, dijo, «conoce a personas que sacan a la gente por Turquía».

Los dos días siguientes transcurrieron con desesperante lentitud mientras esperaba la cena y la oportunidad de averiguar más cosas sobre la forma de salir de Irán. ¿Se llevaban a la gente en avión? ¿En coche? ¿Cuáles eran sus motivos? ¿Por qué se arriesgaban a los duros castigos impuestos por el ayatollah a cualquier violación de la ley islámica? ¿Costaría mucho? ¿Necesitaríamos Mahtob y yo nuestros pasaportes?

Dios mío, rogué, por favor, haz que tenga tiempo para estar a solas en la fiesta con Rasheed.

Mientras tanto, decidí utilizar a Judy como servicio postal. Escribí cartas a mamá y papá, y a Joe y John, diciéndoles cuánto les quería y les echaba de menos, y explicando los detalles de nuestras actuales circunstancias. Al releerlas, me di cuenta de que eran deprimentes y estaban llenas de desesperación. Estuve a punto de romperlas, pero finalmente decidí mandarlas; no hacían más que reflejar mi auténtico estado de ánimo.

Escribí también una carta a mi hermano, Jim, y su mujer, Robin, sugiriendo un plan. Moody estaba preocupado por el dinero, expliqué. Habíamos gastado demasiado aquí, y él seguía sin tener empleo. Todos nuestros bienes estaban en América. Quizás Moody sólo necesitaba una excusa para regresar. Sugerí que Jim nos llamara para informarnos de que el estado de papá había empeorado y señalarnos la necesidad de ir a casa para una «visita». Jim podía decir que la familia había reunido sus recursos y recogido el dinero suficiente para nuestro billete de avión. Eso le daría a Moody una salida financiera: un viaje gratis a casa.

La fiesta en casa de la suegra de Judy fue instructiva. En el momento en que entramos, oímos una fuerte música americana y contemplamos la improbable visión de unos musulmanes chiítas bailando rock-and-roll. Las mujeres iban vestidas con ropas occidentales, que ninguna se molestaba en cubrir con
chadores
ni
roosaries
. Los invitados se convirtieron en cómplices involuntarios de mi conspiración. Se sentían tan honrados de tener a un doctor americano en su fiesta, que Moody se vio inmediatamente rodeado de atentos oyentes. Gozaba de su homenaje mientras Judy, con el conocimiento de Moody, me llevaba a un dormitorio para mecanografiar la carta. Allí me esperaba Rasheed.

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