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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (15 page)

BOOK: No sin mi hija
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El laborioso arreglo resultó un refinamiento para mis planes, porque me permitía alejarme de la custodia de Moody dos veces en el mismo recado, aunque brevemente.

En las primeras salidas de compras sin Moody, seguí sus instrucciones exactamente, pues no deseaba provocar sus iras ni sus sospechas. Me preocupaba también el hecho de que pudiera seguirme, espiarme. Luego, una vez establecida la rutina, fui dilatando más y más mis ausencias, quejándome de lo llenas que estaban las tiendas y el deficiente servicio. Éstas eran excusas legítimas en una ciudad tan atestada como Teherán. Finalmente, en el cuarto o quinto viaje, me atreví a hacer una llamada telefónica a la Embajada de Suiza. Deslicé unos riales en mis ropas y corrí calle abajo con Mahtob y Amir a remolque, buscando una cabina de pago, confiando en ser capaz de realizar la operación.

Encontré una en seguida, sólo para darme cuenta de que, naturalmente, mis billetes eran inútiles. La cabina sólo aceptaba un
dozari
, una moneda de dos riales, de un valor aproximado a medio centavo de dólar, y bastante escasa. Entré en varias tiendas en rápida sucesión, enseñando mi billete y tartamudeando «
Dozari
». Los tenderos estaban demasiado ocupados, o me ignoraban, hasta que penetré en una tienda de ropa de hombre.


¿Dozari?
—pedí.

Un hombre alto de cabello oscuro me miró un momento desde detrás del mostrador, y luego preguntó.

—¿Habla usted inglés?

—Sí. Necesito monedas para hablar por teléfono. ¿Puede usted cambiarme?

—Puede usted usar mi teléfono —me contestó aquel ángel bajado del cielo.

Se llamaba Hamid y me dijo orgullosamente que había estado en América varias veces. Mientras Hamid trabajaba, telefoneé a la embajada y conseguí hablar con Helen.

—Veo que recibió nuestro mensaje —dijo satisfecha.

—¿Qué mensaje?

—¿Su marido no le dijo que llamara?

—No.

—Oh —reaccionó Helen con sorpresa—. Bueno, hemos estado tratando de comunicar con usted. Sus padres se han puesto en contacto con el Departamento de Estado, y nos han pedido que comprobemos su dirección y si usted y su hija están bien. He llamado a su cuñada varias veces, pero me dijo que se había ido usted a mar Caspio.

—Nunca he estado en mar Caspio —dije, adoptando la costumbre de Helen, tan característica de los europeos y asiáticos que hablan inglés de suprimir el artículo «el».

—Bien, su cuñada dijo que no sabía cuándo volvería usted, y yo le dije que tenía que hablar con usted inmediatamente.

Helen explicó que una de las pocas cosas que el gobierno iraní permitía hacer a la Sección de Intereses Americanos de la Embajada de Suiza era obligar a mi marido a mantener informada a mi familia de dónde nos encontrábamos Mahtob y yo, y a comprobar que nos encontrábamos bien. Helen dijo que había enviado dos cartas certificadas ordenándole que nos trajera a la embajada. Él había ignorado la primera carta, pero aquella misma mañana había llamado en respuesta a la segunda. «No se mostró muy cooperativo», dijo Helen.

De pronto tuve miedo. Moody sabía ahora que mis padres estaban trabajando a través de canales oficiales, haciendo todo lo que podían para ayudarme. ¿Podía ser ésta la causa del malhumor de los últimos días?

No me atrevía a retrasar mi regreso a casa por más tiempo, y aún tenía que comprar el pan. Pero al colgar el teléfono, Hamid insistió en hablar unos minutos.

—¿Tiene usted un problema? —preguntó.

Hasta ahora no había confiado mi historia a nadie fuera de la embajada. Mis únicos contactos con iraníes eran con miembros de la familia de Moody; mi única forma de juzgar la actitud privada de los iraníes hacia los americanos era a través de las reacciones de su familia para conmigo, que eran abiertamente hostiles y despreciativas. ¿Eran iguales todos los iraníes? El dueño de Pol Pizza Shop no lo era. ¿Pero, hasta dónde podía confiar en un iraní?

Tragándome mis temores, sabiendo que más tarde o más temprano tendría que encontrar a alguien de fuera de la familia que me ayudara, le solté toda mi historia a aquel extraño.

—Siempre que pueda hacer algo por usted, la ayudaré —se comprometió Hamid—. No todos los iraníes son como su marido. Cuando quiera usar el teléfono, venga aquí. —Luego añadió—: Deje que haga algunas comprobaciones. Tengo amigos en la oficina de pasaportes.

Dando gracias a Dios por Hamid, me precipité hacia la
nanni
, la panadería, con Mahtob y el pequeñín. Necesitábamos comprar
lavash
para cenar; era la excusa que había ofrecido para salir. Como de costumbre, permanecimos en una fila que se iba moviendo lentamente, observando cómo trabajaba un equipo de cuatro hombres. El proceso se iniciaba al otro extremo de la habitación, donde una enorme tina de acero inoxidable de más de un metro de altura por casi dos de diámetro recibía un copioso suministro de masa.

Trabajando rítmicamente, sudando en abundancia debido al intenso calor que despedía la puerta abierta del horno al otro extremo de la habitación, uno de los hombres cogía un puñado de pasta de la tina con la mano izquierda y lo echaba en un platillo de balanza, cortando aproximadamente la porción correcta con una afilada hoja. Luego arrojaba la masa al suelo de cemento de la tienda, donde dos hombres con los pies descalzos trabajaban sobre un suelo cubierto de harina.

Sentado con las piernas cruzadas, balanceándose sobre sus caderas mientras canturreaba de memoria versículos del Corán, el siguiente trabajador recogía el húmedo glóbulo de masa y lo rebozaba con harina, formando una especie de bola. Después lo arrojaba para que ocupara su lugar dentro de una hilera más o menos ordenada de bolas de masa, siempre en el suelo.

Un tercer operario seleccionaba una bola de la hilera y la echaba a su vez sobre una pequeña plataforma de madera. Utilizando una larga clavija de madera a guisa de rodillo, moldeaba la masa hasta formar un círculo aplastado, que arrojaba varias veces al aire, recogiéndolo con el extremo del palo. Luego, de un rápido manotazo, expulsaba la masa hacia un armazón convexo cubierto de trapos, sostenido por un cuarto hombre.

Éste se hallaba en un pozo practicado en el suelo de cemento. Tan sólo eran visibles de su persona la cabeza, los hombros y los brazos. El suelo alrededor de la parte delantera del borde estaba cubierto de trapos para proteger su cuerpo del calor que salía por la puerta abierta del horno. Continuando la cadena de fluidos movimientos, este operario soltaba de golpe una porción completamente cocida de
lavash
.

Tuvimos que esperar durante un rato desusadamente largo aquel día para adquirir nuestro
lavash
, y me preocupaba la posible reacción de Moody.

Cuando por fin llegó nuestro turno, pusimos el dinero sobre el mostrador y recogimos el
lavash
tierno del suelo para llevárnoslo a casa, sin envolver.

Mientras recorríamos apresuradamente nuestro camino de regreso, le expliqué a Mahtob que debía mantener en secreto a papá lo de Hamid y su teléfono. Pero mi consejo era innecesario. Mi hijita de cinco años de edad ya sabía quiénes era sus amigos y sus enemigos.

Moody se mostró receloso sobre la duración de aquel simple recado mío. Conseguí salir del apuro fingiendo que habíamos hecho una cola interminable en una panadería, para descubrir finalmente que se había terminado el pan. Y habíamos tenido que buscar una segunda panadería.

Bien fuera que dudara de mi historia, o que las cartas de la embajada le hubiesen puesto en guardia, Moody se mostró más amenazador y beligerante durante los siguientes días.

Llegaron más problemas bajo la forma de una carta escrita por mi atribulada madre. Hasta entonces, Moody había interceptado todas las cartas enviadas por mi ansiosa familia y mis amigos. Pero ahora, por alguna razón, me hizo llegar un sobre sin abrir, con mi dirección escrita por mamá. Era la primera vez que veía su letra desde que me encontraba en Irán. Moody se sentó en el suelo a mi lado y miró por encima del hombro mientras yo leía. La carta decía:

Queridas Betty y Mahtob:

Hemos estado muy preocupados por vosotras. Vi en una pesadilla, antes de que te marcharas, que esto ocurriría, que él te mantendría allí y no te dejaría volver. Nunca te lo dije porque no quería interferir.

Pero ahora he tenido otra pesadilla: Que Mahtob perdía la pierna izquierda en la explosión de una bomba. Si algo le sucede a cualquiera de vosotras dos, él debería sentirse responsable. Todo es culpa suya…

Moody me arrebató la carta de la mano. «¡Es un montón de porquerías! —gritó—. No volveré a dejar que recibas cartas de ellos, y ni siquiera que les hables».

Durante los siguientes días, nos acompañó a todos los recados, provocando en mí un estremecimiento de aprensión cada vez que pasábamos por delante de la tienda de Hamid.

Hasta entonces, Moody parecía haber olvidado que existía un mundo fuera de Irán, pero los efectos de su irresponsabilidad empezaban a alcanzarle, inclusive desde el otro lado del mundo.

Antes de salir de América, Moody se había embarcado en una serie de gastos exagerados. Sin que yo lo supiera en aquel momento, había hecho compras con cargo a su tarjeta de crédito por valor de más de cuatro mil dólares, adquiriendo regalos lujosos para sus parientes. Teníamos firmado un contrato de arrendamiento de una propiedad de Detroit, pero no había nadie en casa para pagar los seiscientos dólares al mes al propietario. Nadie pagaba tampoco las facturas de los servicios de la casa: electricidad, teléfono y demás. A aquellas alturas estábamos inclusive atrasados en los pagos de impuestos.

Aún teníamos recursos, acumulados durante los lucrativos años de ejercicio de Moody. Éste había retirado subrepticiamente grandes sumas de dinero de nuestros depósitos bancarios antes de venir a Irán, pero no quiso liquidar todas las cuentas, porque eso seguramente me hubiera alertado sobre sus planes. Teníamos una casa llena de muebles caros y dos automóviles. Éramos dueños también de una propiedad en Corpus Christi. Poseíamos decenas de miles de dólares inmovilizados en nuestras cuentas, y Moody estaba decidido a transferir todos aquellos fondos a Irán.

Él no tenía ni idea de que yo hubiera enviado cartas al Departamento de Estado con instrucciones en contra, ni tenía tampoco intención de cumplir con sus obligaciones en América. En particular, no quería que un solo centavo de su dinero fuese a parar a las arcas del Tesoro de los Estados Unidos.

—Nunca volveré a pagar un céntimo de impuestos en América —juró—. Esto se ha acabado. No van a conseguir más dinero de mí.

Sin embargo, Moody era consciente de que si las facturas pendientes no eran liquidadas, nuestros acreedores acabarían por demandarnos y recuperarían su dinero junto con los correspondientes intereses y gastos. Cada día que pasaba no hacía más que provocar una mayor erosión en nuestros recursos.

«¡Tus padres deberían venderlo todo y mandarnos el dinero!», gruñía Moody, como si todo aquel lío financiero fuera culpa mía y mis padres fueran los responsables de su solución.

Moody era radicalmente incapaz de actuar, y con cada día que transcurría nuestro regreso a América resultaba menos factible. Había embrollado su vida —nuestra vida— hasta un punto en que no cabía el arreglo.

De regresar a América, se vería acosado por los acreedores —seguramente él se daba cuenta— y divorciado de mí.

Sin embargo, en Irán, su título de médico no le había servido de nada hasta el momento. Sus presiones internas aumentaban hasta hacerse intolerables, y se traducían en una creciente irritabilidad hacia los que le rodeaban. Mahtob y yo nos apartábamos de él, evitando, siempre que podíamos, siquiera el más pequeño contacto. Había un profundo peligro en los perturbados ojos de Moody.

Obreros de la construcción iniciaron obras de reparación en el sistema de aguas de la vecindad. Durante dos días no tuvimos agua potable. Los platos sucios se amontonaron, Y, lo que era aún peor, no tenía forma de limpiar la comida adecuadamente. Oyendo mis quejas, Mammal prometió llevarnos a un restaurante la noche siguiente. La familia de Moody casi nunca comía fuera de casa, de modo que nos prometimos una gran ocasión. En vez de hacer la cena, en la tarde siguiente, Mahtob y yo tratamos de ponernos todo lo presentables que fuese posible, dadas las circunstancias.

Estábamos listas cuando Mammal regresó del trabajo, pero él se encontraba cansado y malhumorado. «No, no vamos a ir», gruñó.
Taraf
de nuevo.

Mahtob y yo nos sentíamos decepcionadas; teníamos muy pocas cosas que nos alegraran la vida.

—Cojamos un taxi y vayamos nosotros —le sugerí a Moody cuando él, Mahtob y yo nos sentamos juntos en la sala.

—No, no iremos —replicó.

—¡Por favor!

—No. Estamos en su casa. No podemos ir sin ellos. Y ellos no quieren salir, así que cocina algo.

En la frustración del momento, la precaución me abandonó. Olvidando la impotencia de mi situación, descargando un poco de la furia acumulada en mi interior, solté:

—Ayer se decidió que íbamos a salir a cenar esta noche. Ahora Mammal no quiere ir.

Mammal se perfilaba en mi mente como la causa principal de todos mis problemas. El era quien nos había invitado a ir a Irán. Aún podía recordar su sonrisa afectada, en Detroit, asegurándome que su familia jamás permitiría que Moody me mantuviera en Irán en contra de mi voluntad.

Me puse de pie. Bajando la mirada hacia Moody, le grité bruscamente:

—¡Es un mentiroso! ¡No es más que un mentiroso!

Moody se puso de pie de un brinco, su cara retorcida por una furia demoníaca.

—¿Llamas mentiroso a Mammal? —gritó.

—¡Sí! Le llamo mentiroso —grité a mi vez—. Y a ti también. Siempre decís cosas que…

Mi estallido fue cortado en seco por la fuerza del puño de Moody, que me pilló de lleno en el lado derecho de la cabeza. Me tambaleé hacia un lado, demasiado aturdida para sentir dolor en un primer momento. Fui consciente de que Mammal y Nasserine entraban en la habitación para investigar la causa de la conmoción, así como de los aterrorizados gritos de Mahtob y de las furiosas maldiciones de Moody. La sala daba vueltas ante mis ojos.

Me dirigí vacilante al santuario del dormitorio, confiando en poder encerrarme hasta que hubiera pasado la furia de Moody. Mahtob me siguió, llorando.

Llegué a mi habitación con Mahtob pegada a mis talones, pero Moody nos seguía de cerca. Mahtob trató de situarse entre los dos, pero Moody la apartó a un lado rudamente. Su cuerpecito fue a chocar contra la pared, y la pequeña lanzó un grito de dolor. Cuando me volvía hacia ella, Moody me golpeó, haciéndome caer en la cama.

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