Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Durante semanas, trabajamos en la pesada tarea. El abuelo de Moody escribía en una prosa elaborada, redundante, didáctica. Cada tarde al regresar de la escuela con Mahtob, me aguardaba un buen montón de páginas para mecanografiar, y Moody esperaba que me pusiera a trabajar inmediatamente, porque consideraba aquel proyecto como de capital importancia.
En una ocasión, las palabras de Tagatie Hakim me afectaron profundamente. Al explicar en detalle los deberes del niño para con el padre, relataba una historia sobre un padre agonizante que anhelaba ver a su hijo por última vez. Las lágrimas corrían por mis mejillas. Las palabras de la página que tenía ante mí se tornaron borrosas. Mi padre se estaba muriendo, y yo debería estar a su lado.
Moody vio mis lágrimas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Esta historia del padre agonizante… —dije llorando—. ¿Cómo puedes mantenerme lejos de mi padre cuando se está muriendo? No sigues los deberes dictados por tu abuelo.
—¿Es musulmán tu padre? —me preguntó sarcásticamente.
—No, claro que no.
—Entonces no importa —terminó Moody—. No cuenta.
Corrí a mi habitación a llorar en solitario. La soledad me abrumaba de tal manera que apenas si podía respirar. La cara de mi padre se materializó detrás de mis cerrados párpados y le oí decir una vez más: «Donde hay una voluntad, hay un medio».
Tiene que haber un medio, me dije. Necesariamente, tiene que haber un medio.
Durante una de sus visitas,
Aga
y
Janu
Hakim sugirieron que Mahtob y yo asistiéramos a clases de estudio del Corán impartidas por mujeres que hablaban inglés, los jueves por la tarde, en la
masjed
de Hossaini Ershad. Con esta sugerencia, demostraban nuevamente sus buenas intenciones hacia mí. Sin duda, esperaban convertirme, pero esa esperanza brotaba de un sincero interés por mi bienestar y mi felicidad, porque, para ellos, éstos eran los frutos del Islam. Lo que es más, implícito en su proposición, había un mensaje para Moody, de acuerdo con el cual debía permitirme salir de casa más a menudo, y debía también dejarme relacionar con otras personas que hablaran mi lengua. Los Hakim estarían encantados de que me convirtiese en una correcta esposa islámica, pero sólo por mi propia y libre voluntad.
La sugerencia me animó inmediatamente. No tenía el menor deseo de estudiar el Corán, pero la idea de encontrarme regularmente con un grupo de mujeres que hablaran inglés era excitante.
Moody se mostró reticente, porque en eso tenía yo una oportunidad de eludir su control. Pero sabía que tendría que ceder. Cualquier «sugerencia» de
Aga
Hakim implicaba una orden directa.
El jueves siguiente, después de la escuela, nos llevó de mala gana a Mahtob y a mí a la
masjed
en un taxi. Intentó reafirmar su dominio tratando de penetrar en la clase para inspeccionarla antes de dejarnos entrar a nosotras, pero una inglesa decidida le bloqueó el paso.
—Sólo quiero entrar y ver lo que pasa —le dijo Moody—. Quiero ver de qué va todo.
—No —replicó ella—. Esto es sólo para mujeres. No se permite la entrada a los hombres.
Me preocupaba la posibilidad de que Moody pillara una rabieta y, al menos en aquella ocasión, desafiara los deseos de
Aga
Hakim. Frunció el ceño mientras examinaba a las demás mujeres que llegaban a la clase. Todas iban debidamente tapadas, la mayoría con
chador
. Parecían ser buenas mujeres musulmanas, aunque hablaran inglés. Ninguna de ellas tenía aspecto de agente de la CIA.
Al cabo de unos momentos de indecisión, Moody debió de darse cuenta de que
Aga
Hakim tenía razón, de que eso me ayudaría a aclimatarme a la vida en Teherán. Con un encogimiento de hombros, se marchó, dejándonos a Mahtob y a mí bajo la custodia de la inglesa.
Ésta estableció inmediatamente las reglas.
—Aquí no se viene a charlar, sino sólo para estudiar el Corán.
Y eso fue lo que hicimos. Leímos el Corán al unísono, participamos en una sesión de preguntas y respuestas que ensalzaba el Islam y rebajaba el Cristianismo, y cantamos juntas las plegarias de la tarde. En sí misma, no era una actividad como para disfrutar de ella, pero mientras estudiaba lo poco que podía ver de las caras de aquellas mujeres, sentí que me había picado la curiosidad. Quería conocer su historia. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Habían acudido por su propia voluntad? ¿O algunas de ellas estaban tan esclavizadas como yo?
Yo esperaba que Moody nos estuviese aguardando fuera de la
masjed
al terminar las clases, pero no vi su cara en medio del mar de apresurados iraníes de ceños fruncidos que poblaban la acera. No me atrevía a despertar sus sospechas el primer día de clase, de manera que paré un taxi naranja y me apresuré a volver a casa con Mahtob. En el momento en que entrábamos, Moody echó una mirada al reloj, y pareció quedar satisfecho de que no hubiera explotado el privilegio.
—¡Me quedé realmente impresionada con la clase! —le dije—. Verdaderamente tiene una que estudiar. No te dejan avanzar si no estudias. Creo que puedo aprender mucho ahí.
—Bien —dijo Moody, cautelosamente satisfecho de que su esposa hubiera dado un paso serio para asumir un papel adecuado en la República Islámica de Irán.
Y yo estaba satisfecha, también, pero por la razón contraria. Acababa de dar un breve paso más para escapar de la República Islámica de Irán. Las clases de estudio del Corán empezaban poco después de terminar la escuela de Mahtob. Aunque Moody considerara necesario acompañarnos a la
masjed
las primeras veces, sabía que a no tardar mucho nos permitiría ir solas, dejándonos así libre el jueves entero.
Aunque no se permitía el simple cotilleo, había naturalmente cierto espacio para la charla antes y después de las clases. Después de mi segundo día, una de las mujeres me preguntó de dónde era. Cuando le respondí «Michigan», ella replicó: «Oh, debería usted conocer a Ellen. Ella es de Michigan también».
Nos presentaron. Ellen Rafaie, una mujer alta y corpulenta, tenía sólo treinta años de edad, pero su piel estaba seca y envejecida. Llevaba el
roosarie
tan ajustado a la cara que no pude distinguir el color de su cabello.
—¿Dónde vivía usted, en Michigan? —le pregunté.
—Cerca de Lansing.
—¿Dónde?
—Oh, nadie ha oído hablar de ese lugar —replicó Ellen.
—Bueno, dígamelo, porque yo vivía cerca de Lansing.
—Owosso.
—¡Tiene usted que estar bromeando! —le dije—. Mi familia vive en Bannister. Yo trabajaba en Elsie. ¡Y fui a la escuela en Owosso!
Estábamos tan excitadas como unas colegialas al descubrir aquella increíble coincidencia, y supimos que teníamos montones de cosas que decirnos.
—¿Puede, usted y su familia, venir a nuestra casa el viernes por la tarde? —me preguntó Ellen.
—Bueno, no lo sé. Mi marido no me deja hablar ni ir con gente. No creo que acepte, pero se lo pediré.
Esta vez Moody se encontraba fuera de la
masjed
para acompañarnos a Mahtob y a mí después de la clase, y le sorprendí con una auténtica sonrisa.
—¿Te imaginas? —le dije—. Te sorprenderás al saber lo que ha pasado. ¡Me he encontrado con una mujer de Owosso!
Moody estaba contento por mí. Era la primera sonrisa que veía en mi cara desde hacía meses. Le presenté a Ellen, y les dejé hablar durante un par de minutos para que se conocieran antes de decirle: «Ellen nos ha invitado para el viernes por la tarde», sabiendo en mi corazón que Moody rehusaría.
Pero lo que dijo fue: «Sí. Conforme».
Ellen había dejado la escuela secundaria en su último año para casarse con Hormoz Rafaie y, al hacerlo así, dar un giro completo a su vida pasando a desempeñar el papel de esposa dependiente. Ingeniero eléctrico educado en América, Hormoz disfrutaba tanto financiera como socialmente de una categoría superior a la de Ellen, y era natural que él asumiera, y disfrutara, con el papel de abastecedor-protector. Al igual que Moody, Hormoz había sufrido otrora la americanización. En Irán, había figurado en las listas de los enemigos del régimen del sha. Regresar a su país natal en aquellos años hubiera significado encarcelamiento y probablemente tortura y muerte a manos de la
Savak
. Pero, también como Moody, descubrió que unos acontecimientos políticos ocurridos a medio mundo de distancia podían ejercer un efecto notablemente profundo en unas circunstancias personales.
Hormoz encontró un empleo en Minnesota, y él y Ellen vivieron allí más o menos como una típica familia americana. Tenían una hija llamada Jessica. Cuando estaba a punto de dar a luz su segundo hijo, Ellen regresó a Owosso para el acontecimiento. El 28 de febrero de 1979, Ellen alumbró un hijo. Aquel mismo día, llamó a Hormoz para compartir su alegría con él. «No puedo hablar contigo ahora —le dijo Hormoz—. Estoy escuchando las noticias».
Era el día en que el sha abandonaba Irán.
¿Cuántos más había como Hormoz y como Moody, me pregunté, para los que el exilio y la desgracia del sha constituían una maravillosa oportunidad de recuperar el pasado?
En cuanto tuvo tiempo para dedicarse al feliz acontecimiento y tomar conciencia de su nuevo hijo, Hormoz le dio un nombre iraní, Alí. Su vida, y por tanto la de Ellen, cambió inmediatamente.
Moody se había resistido cinco años, pero Hormoz, casi en seguida, había decidido volver a vivir bajo el gobierno del Ayatollah Jomeini.
Ellen era una americana leal, que se resistía a la idea. Pero era también esposa y madre. Hormoz había dejado bien claro que pensaba regresar a Irán con o sin su familia. Así acorralada, Ellen accedió a vivir en Irán temporalmente. Hormoz le aseguró que si era desgraciada en Teherán, ella y sus hijos podrían regresar a América cuando quisieran.
Pero, una vez en Teherán, Ellen se encontró con que la retenían como rehén, igual que a mí. Hormoz decretó que jamás iba a regresar a su casa. Era una ciudadana iraní sometida a las leyes del país y a la voluntad del marido. La encerró durante un tiempo y la golpeó.
¡Cuán extraño resultaba oír esa historia! Hormoz y Ellen nos la contaron juntos, sentados en la sala de su descuidado apartamento, un viernes por la tarde. Al principio me pregunté si Moody se sentiría incómodo con esa conversación, pero luego me di cuenta de que debía estar encantado. Conocía el desenlace de la historia, porque seis años más tarde Ellen seguía en Teherán, evidentemente comprometida a vivir en el país de su marido. ¡Esto era exactamente lo que Moody quería oír de mí!
—El primer año fue realmente terrible —nos dijo Hormoz—. Pero luego las cosas mejoraron.
Un año después de la llegada de Ellen a Irán, Hormoz le dijo: «Conforme, vuelve a casa. Quería que te quedaras aquí por un año, para ver si decidías vivir aquí. Ahora, vete».
¡Esto era lo que yo quería oír de Moody! Oh, cómo rezaba para que estuviese escuchando atentamente, para que tuviera la sabiduría de darme la misma posibilidad de elección!
A medida que la historia avanzaba, no obstante, me fui sintiendo cada vez más inquieta. Ellen regresó a América con Jessica y Alí, pero seis meses más tarde llamó por teléfono a Hormoz y le dijo: «Ven a buscarme». Increíblemente, esto sucedió dos veces. En dos ocasiones, Ellen salió de Irán con el permiso de Hormoz, y en ambos casos regresó. Era algo inverosímil… y, sin embargo, aquí estaba ella, convertida en una sumisa esposa musulmana. Trabajaba como redactora de
Majubeh
, una revista editada en inglés para mujeres islámicas, que circulaba por todo el mundo. Todo lo que Ellen preparaba para su publicación tenía que ser aprobado por el Consejo de Orientación Islámico, un arreglo con el que ella se encontraba a gusto.
Yo tenía unas ganas desesperadas de hablar a solas con Ellen, para verificar sus motivos, pero aquella tarde no tuve oportunidad.
La historia de Ellen me había dejado sin resuello. ¿Cómo podía una mujer americana —o de donde fuera— preferir Irán a los Estados Unidos? Quería sacudir por los hombros a Ellen y gritarle: «¡¡¡¿Por qué?!!!».
La conversación tomó entonces otro rumbo desagradable: Hormoz nos dijo que recientemente había heredado de su difunto padre, y que estaban construyéndose su propia casa, que pronto estaría terminada.
—También nosotros querríamos construir nuestra casa —dijo Moody felizmente—. Íbamos a hacerlo en Detroit, pero ahora construiremos una aquí, en cuanto consigamos que nuestro dinero nos sea transferido a Irán.
Me estremecí ante aquella idea.
Moody y yo entablamos rápidamente amistad con Ellen y Hormoz, viéndonos con ellos regularmente. Para mí era una cosa agridulce. Estaba encantada de tener una amiga que hablara inglés, especialmente alguien que procediera de la misma región de los Estados Unidos que yo. Era muy diferente que hablar con alguna iraní que supiese inglés, pero con la que nunca podía estar segura de cuán enteramente me comprendía. Con Ellen podía hablar libremente, y saber que era comprendida. Pero resultaba doloroso para mí ver juntos a Ellen y a Hormoz… algo así como mirarme en un espantoso espejo del futuro. Deseaba desesperadamente estar a solas con Ellen. Moody era cauto, y deseaba sin duda saber más de ella antes de permitir que nos relacionáramos demasiado íntimamente.
Ellen y Hormoz no tenían teléfono. Este servicio requería un permiso especial, y a menudo hacían falta varios años para obtenerlo. Como muchas otras personas, habían hecho un arreglo con un tendero para utilizar su teléfono cuando fuera necesario.
Un día Ellen llamó desde dicha tienda y le dijo a Moody que le gustaría invitarnos a Mahtob y a mí a tomar el té por la tarde. Moody, de mala gana, me permitió hablar con ella. No quería que Ellen se diera cuenta de hasta qué punto estaba yo encarcelada.
—¡He hecho rosquillas de chocolate con azúcar glaseado! —me dijo.
Yo tapé el auricular con la mano, y pedí la aprobación de Moody.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó suspicazmente—. ¿Estoy invitado?
—No creo que Hormoz esté en casa —le dije.
—No. No puedes ir.
Mi rostro debió de registrar lo profundo de mi decepción. En aquel momento, lo cierto es que no pensaba tanto en escapar de Moody como en las rosquillas de chocolate. De todos modos, Moody debía de estar de buen humor aquel día, y quizás hubiese sopesado los beneficios de una amistad con Ellen en relación con el riesgo de aflojar mis riendas por una tarde. Al cabo de un momento, dijo: