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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (42 page)

BOOK: No sin mi hija
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No podía esperar, decidí. Tenía que ir ahora.

Mahtob y yo tomamos un caro taxi telefónico, en vez del clásico taxi naranja, para ahorrar tiempo. Sin embargo, el viaje resultó largo y tedioso. Mahtob no preguntó a dónde íbamos, quizás presintiendo que había cosas que era mucho más seguro no saber.

Finalmente, llegamos a la dirección escrita en el trozo de papel, un edificio de oficinas que hervía de empleados eficientes, algo muy poco corriente en esta ciudad. Encontré a una recepcionista que hablaba inglés, y le pedí ver al director.

—Vaya a la izquierda —dijo—. Luego baje por las escaleras y siga hasta el final del pasillo.

Mahtob y yo seguimos las instrucciones y nos encontramos con una serie de despachos en el sótano. Un rincón de la zona principal de trabajo era una sala de espera decorada con confortables muebles de estilo occidental. Había libros y revistas para leer.

—¿Por qué no te esperas aquí, Mahtob? —le sugerí.

La niña se mostró de acuerdo.

—¿El director? —pregunté a un empleado que pasaba.

—Al final del pasillo —repuso, y señaló a una oficina separada de las otras. Me encaminé a ella, muy decidida.

Di unos golpecitos en la puerta, y cuando respondió un hombre, dije, tal como me habían indicado: «Soy Betty Mahmoody».

—Entre —dijo un hombre con perfecto acento inglés, mientras me estrechaba la mano—. La estaba esperando.

Cerró la puerta a mis espaldas y me ofreció un asiento, obsequiándome con una cordial sonrisa. Era un hombre bajo y delgado, que llevaba un traje limpio y planchado y corbata. Se sentó detrás de su escritorio e inició una fluida conversación, convencido de la seguridad del ambiente que le rodeaba. Mientras hablaba, daba golpecitos con la pluma sobre la mesa.

Alguien
me había proporcionado algunos detalles imprecisos. Aquel hombre esperaba, algún día, salir de Irán con su familia, pero las circunstancias de su vida eran extraordinariamente complicadas. De día, es un próspero hombre de negocios, que exteriormente apoya al gobierno del ayatollah. Por las noches, su vida es una tela de araña de intrigas.

Es conocido por muchos nombres. Lo llamaré Amahl.

—Realmente, lamento que se halle usted en esta situación —me dijo Amahl sin preámbulos—. Haré todo lo que pueda para conseguir sacarla de aquí.

Su franqueza era a la vez agradable y alarmante. Conocía mi historia. Creía poder ayudarme. Pero yo ya había viajado por esta ruta anteriormente, con Trish y Suzanne, con Rasheed y su amigo, con la misteriosa Miss Alavi.

—Mire —le dije—. He pasado por esto varias veces, y tengo un problema. No quiero irme sin mi hija. Si ella no se va, yo no me voy. No tiene sentido que perdamos el tiempo… es la única manera.

—La respeto por eso —dijo Amahl—. Si es eso lo que usted quiere, entonces las sacaré a las dos del país. Si es usted paciente… no sé cuándo ni cómo podré arreglarlo. Lo único que le pido es que sea paciente.

Sus palabras trajeron algo de consuelo a mi dolorido corazón, consuelo que me obligué a temperar. Ofrecía esperanza, pero admitía que no sabía cómo ni cuándo podría escapar.

—Aquí están mis números de teléfono —me dijo, anotándolos en un papel—. Deje que le enseñe la manera de ponerlos en clave. Son mis números privados, uno de aquí, la oficina, y el otro, el de mi casa. En cualquier momento, del día o de la noche, puede usted llamarme. Por favor, no vacile. Necesito saber de usted siempre que tenga usted que llamarme. No piense en que me está molestando, no deje de llamar, porque yo no puedo, naturalmente, arriesgarme a llamarla a usted. Su marido podría sospechar. Podría equivocarse y ponerse celoso.

Amahl se rió. Su risa era contagiosa. Qué lástima que esté casado, pensé, y entonces sentí una punzada de remordimiento.

—Conforme —dije, asintiendo, maravillada. Había algo hermosamente eficiente en Amahl.

—No hablaremos del asunto por teléfono —me señaló—. Sólo diga, «¿Cómo está usted?», o algo así. Si tengo información para usted, le diré que necesito verla, y tendrá que venir aquí, porque no puedo discutir los detalles por teléfono.

Tenía que haber una pega, pensé. Quizás el dinero.

—¿Tengo que pedir a mis padres que me envíen dinero a la embajada? —pregunté.

—No. No se preocupe por el dinero ahora. Yo lo adelantaré en su nombre. Puede usted devolvérmelo más tarde, cuando llegue a América.

Mahtob estuvo silenciosa durante el viaje de vuelta a casa en taxi. Eso era bueno, porque mi propia cabeza me daba vueltas. Seguía oyendo las palabras de Amahl, analizando todas las posibilidades de éxito. ¿Había descubierto por fin la manera de huir de Irán?

«Puede usted devolvérmelo más tarde, cuando llegue a América», me había dicho él confiadamente.

Pero también recordé las palabras: «No sé cuándo ni cómo podré arreglarlo».

20

El verano había pasado, y era ya hora de iniciar la escuela una vez más. Tuve que fingir que apoyaba la idea de Moody de que Mahtob empezara el primer grado, y por tanto no puse objeciones cuando Moody planteó el tema.

Sorprendentemente, tampoco lo hizo Mahtob. Estaba realmente empezando a acostumbrarse a la idea de vivir en Irán.

Una mañana, Moody, Mahtob y yo dimos un paseo de diez minutos para inspeccionar una escuela cercana. El edificio de ésta tenía menos aspecto de prisión que Madrasay Zainab, con muchas ventanas para dejar entrar la luz del sol. Pero la atmósfera no parecía afectar a la directora, una malhumorada vieja ataviada con un
chador
que nos miró cautelosamente.

—Queremos inscribir a nuestra hija aquí —le dijo Moody en parsi.

—No —replicó secamente—. No tenemos plazas en esta escuela.

Y a continuación nos escupió la dirección de otra escuela, situada a una distancia considerable de nuestra casa.

—Hemos venido aquí porque está más cerca —dijo Moody, tratando de razonar.

—¡No hay plazas!

Mahtob y yo nos dimos la vuelta para marchar, y me di cuenta de que Mahtob agradecía no tener que verse confiada al cuidado de aquella vieja bruja.

—Bien —murmuró Moody—. La verdad es que no tengo tiempo para ir a esa otra escuela hoy. Tengo que estar en el quirófano dentro de poco.

—¡Oh! —exclamó la directora—. ¿Es usted médico?

—Sí.

—Oh, bueno, no se vayan. Siéntense.

Siempre había sitio para la hija de un médico. Moody rebosaba satisfacción ante aquella prueba de su elevada condición social.

La directora nos informó de los detalles más esenciales. Mahtob necesitaría un uniforme gris, chaqueta y pantalones, y un
macknay
, un pañuelo cosido por la parte de la frente en vez de atado, algo más incómodo que el
roosarie
, pero no tanto como el
chador
. Se me indicó que debía llevar a Mahtob un determinado día para celebrar una entrevista con madre-e-hija.

Al salir de la escuela, le dije a Moody:

—¿Cómo nos las arreglaremos con un solo uniforme? ¿Esperan que lleve el mismo uniforme siempre, sin cambiarse?

—Las demás lo hacen —respondió Moody—. Pero tienes razón. Debería tener varios.

Se fue al trabajo, dejándonos dinero para comprar los uniformes. Y mientras nos dirigíamos a nuestro asunto, el cálido sol de la tarde de comienzos de septiembre me levantó el ánimo. Allí estaba yo, caminando libremente con mi hija. Había realizado otro objetivo importante. Con Mahtob en la escuela, sola, con Moody en el trabajo, podía ir a donde quisiera en Teherán.

Pocos días después, Mahtob y yo asistimos a la sesión de orientación madre-e-hija, y nos llevamos a nuestra vecina Maliheh para hacer de traductora. No es que ella entendiera demasiado el inglés, pero por medio de ella y de Mahtob, conseguí comprender en parte los procedimientos.

La reunión duró unas cinco horas, la mayor parte del tiempo consumido en plegarias y lecturas del Corán. Luego, la directora hizo una apasionada súplica de dinero a los padres. Explicó que no había retretes en la escuela, y que necesitaban dinero para pagar las instalaciones antes de que empezaran las clases.

Le dije a Moody:

—¡Ni hablar! No vamos a darles dinero para que pongan lavabos en la escuela. Si pueden permitirse el lujo de enviar a las
pasdar
a las calles todo el día para comprobar si a una mujer le sobresale un poco de pelo de su
roosarie
, o si lleva los calcetines arrugados, entonces también pueden usar algún dinero para poner lavabos en las escuelas de niños.

Pero Moody no me hizo caso. Hizo un generoso donativo, y al iniciar el curso, la escuela estaba adecuadamente equipada de agujeros en el suelo.

No tardó mucho en establecerse la nueva rutina. Mahtob salía hacia la escuela cada mañana muy temprano. Todo lo que tenía que hacer yo era acompañarla a la parada del autobús e ir a recogerla allí por la tarde.

La mayor parte de los días, Moody se quedaba en casa, trabajando en el consultorio. A medida que se fue extendiendo el rumor, los pacientes empezaron a llegar en gran número. En particular, la gente disfrutaba del alivio conseguido merced a sus tratamientos manipulatorios, aunque había un problema que resolver con algunas de las pacientes más circunspectas. Para resolverlo, Moody me enseñó a aplicar los tratamientos. Entre esto y mis deberes como recepcionista, por lo general eran pocas las posibilidades que tenía de maniobrar con libertad.

No vivía más que para los martes y los miércoles, los días en que Moody trabajaba en el hospital. Esos días los tenía enteramente para mí, con libertad para moverme por toda la ciudad.

Empecé a ir a ver a Helen a la embajada con regularidad, en martes o en miércoles. Allí enviaba y recibía cartas semanalmente, de mis padres y de mis hijos. En parte, esto generaba un sentimiento maravilloso, pero también resultaba deprimente. ¡Les echaba tanto de menos! Y cada carta de mi madre constituía una nueva preocupación, pues ella me iba describiendo el estado cada vez más alarmante de mi padre. No sabía cuánto tiempo podría resistir. Papá hablaba de nosotras a diario, y rezaba para poder vernos una vez más antes de morir.

Yo llamaba a Amahl siempre que podía. En cada ocasión, él simplemente se interesaba por mi salud, y añadía: «Sea paciente».

Un día salí para diversos recados. Moody me había ordenado hacer una llave extra para la cerradura de la casa. Sabía que había un comercio dedicado a eso a poca distancia de la Pol Pizza Shop. Al dirigirme hacia allí pasé por delante de una librería que no había visto hasta entonces, y, siguiendo un impulso, me metí dentro.

El librero hablaba inglés.

—¿Tiene usted libros de cocina en inglés? —le pregunté.

—Sí. Abajo.

Bajé al sótano y encontré un montón de libros, viejos y sobados, de cocina; me pareció estar en el cielo. ¡Cómo había echado en falta la simple oportunidad de estudiar recetas! Menús enteros daban vueltas por mi cabeza, y lo único que me preocupaba era dar con los ingredientes necesarios o conseguir apañarme con algunos sustitutos.

Mi éxtasis se vio interrumpido por el sonido de una voz infantil, una niña, que decía en inglés:

—Mami, ¿me comprarás un libro de cuentos?

En el mismo pasillo en que yo estaba vi a una mujer con su hija, ambas convenientemente envueltas en chaquetas y pañuelos. La mujer era alta, de cabello oscuro, y con el ligero bronceado de piel que exhibía la mayor parte de los iraníes. No parecía americana, pero de todos modos le pregunté:

—¿Es usted americana?

—Sí —replicó Alice Sharref.

Nos hicimos amigas al instante en aquella extraña tierra. Alice era una maestra de enseñanza básica de San Francisco, casada con un iraní americanizado. Poco después de que su marido, Malek, obtuviera su doctorado de filosofía en California, murió su suegro. Malek y Alice vivían ahora en Teherán temporalmente a fin de resolver la cuestión de la herencia. No le gustaba el país, pero no tenía preocupaciones a largo plazo. Su hija Samira —ellos la llamaban Sammy— era de la edad de Mahtob.

—¡Oh, Dios mío! —exclamé, consultando el reloj—. Tengo que ir a recoger a mi hija a la parada del autobús de la escuela. Debo darme prisa. —E intercambiamos los números de teléfono.

Aquella noche, le hablé a Moody sobre Alice y Malek.

—Deberíamos invitarlos —dijo él con auténtica anticipación—. Tienen que conocer a Chamsey y a Zaree.

—¿Qué te parece el viernes? —sugerí.

—Sí —accedió Moody rápidamente.

Estaba tan entusiasmado como yo cuando llegó el viernes. Y Alice y Malek le gustaron inmediatamente. Alice es una persona animada e inteligente, una gran conversadora, que siempre tiene una historia divertida que contar. Mientras observaba a nuestros invitados aquella noche, se me ocurrió que de toda la gente que conocía en Irán, Alice y Chamsey eran las únicas personas que parecían auténticamente felices. Quizás fuese porque las dos sabían que pronto iban a volver a América.

Alice contó un chiste:

«Un hombre entra en una tienda de arte y ve un retrato de Jomeini. Quiere comprar el cuadro, y el dueño le dice que cuesta quinientos
tumons
. (Un
tumon
equivale a diez riales.)

»—Le doy trescientos —ofrece el cliente.

»—No, quinientos.

»—Trescientos cincuenta.

»—Quinientos.

»—Cuatrocientos —dice el cliente—. ¡Es mi última oferta!

»Justo en aquel momento entra otro cliente, ve un cuadro con la imagen de Jesucristo que le gusta, y pregunta al propietario cuánto vale.

»—Quinientos
tumons
—informa el tendero.

»—Conforme.

»El recién llegado paga los quinientos
tumons
y se marcha.

»De modo que el tendero le dice al primer cliente: “Señor, fíjese en ese hombre. Llegó, vio el cuadro que quería, me pagó el dinero que le pedí, y se fue”.

»A lo que el cliente responde: “Bueno, si puede usted poner a Jomeini en una cruz y crucificarlo, entonces le doy los quinientos”».

Todo el mundo rió, incluso Moody.

Chamsey me llamó al día siguiente.

—Betty, esa Alice es una mujer estupenda. Deberías hacer amistad con ella.

—Sí, es cierto.

—Pero olvídate de Ellen —añadió Chamsey—. Ellen es una falsa.

Alice y yo nos veíamos con regularidad. Era la única mujer con la que me había encontrado en Irán que poseía uno de aquellos lujosos chismes llamados secador del pelo. ¡Tenía también suavizador de tejidos! ¡Y tenía mostaza!

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