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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (13 page)

BOOK: No sin mi hija
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Sin duda, él no quería que su familia viviera así siempre. Llevábamos seis semanas sin hacer el amor. Mahtob no podía disimular su repulsión hacia él. En algún lugar de su desorientada mente, Moody debía de imaginar que algún día podríamos establecernos y llevar una vida normal en Irán. La única forma de conseguir que él empezara a reducir su vigilancia era convencerle de que yo compartía esa fantasía y aceptaba su decisión de vivir en Irán.

Al considerar mi tarea, me invadieron oleadas de duda. El camino hacia la libertad me exigiría convertirme en una insuperable actriz. Tendría que hacerle creer realmente a Moody que aún le amaba, aun cuando lo cierto era que rezaba por su muerte.

Mi campaña empezó a la mañana siguiente. Por primera vez en todas aquellas semanas me sujeté el cabello y me di unos toques de maquillaje. Elegí un bonito vestido, una bata azul de algodón paquistaní de largas mangas y con un volante en los bajos. Moody se dio cuenta inmediatamente del cambio y cuando le dije que teníamos que hablar, accedió. Nos dirigimos al patio trasero, cerca del estanque, para tener algo de intimidad.

—No me he sentido bien estos días —empecé—. Me estoy debilitando. No puedo ni siquiera escribir mi nombre.

Él asintió, con una actitud que parecía de auténtica simpatía.

—No voy a tomar más medicinas —añadí.

Moody se mostró de acuerdo. Como osteópata, se oponía filosóficamente al uso inmoderado de medicación. Había estado intentando ayudarme en unos momentos difíciles, me dijo. Pero quizás ya fuese hora de parar.

Alentada por su respuesta, le dije:

—Finalmente he aceptado la idea de que vamos a vivir en Teherán, y quiero empezar nuestra nueva vida. Quiero construir una vida para nosotros aquí.

La expresión de Moody seguía siendo precavida, pero yo me lancé al vacío.

—Quiero construir una vida para nosotros, pero necesito que me ayudes. No puedo hacerlo sola, y no puedo hacerlo en esta casa.

—Pues tendrás que hacerlo —replicó, alzando ligeramente la voz—. Ameh Bozorg es mi hermana. Le debo respeto.

—No puedo soportarla —dije. Las lágrimas corrían por mis mejillas, y el veneno de repente fluyó con mis palabras—. La odio. Es sucia, desaseada. Cada vez que uno va a la cocina, alguien está comiendo sobre la estufa y escupe otra vez la comida en la cazuela. Sirven té y no lavan las tazas, y hay bichos en la comida y gusanos en el arroz, y la casa apesta. ¿Quieres que vivamos así?

A pesar de mi cuidadoso plan, acababa de cometer el error de suscitar su ira. «Hemos de vivir aquí», gruñó.

Discutimos agriamente durante gran parte de la mañana. Yo traté de que tomara conciencia de la mugre que reinaba en la casa de Ameh Bozorg, pero él defendió firmemente a su hermana.

Finalmente, al ver fracasado mi plan, me esforcé por recuperar la compostura, por tomar la iniciativa representando el papel de esposa sumisa. Recogí el dobladillo de mi vestido y me sequé las lágrimas con el volante.

—Por favor —le dije—, quiero hacerte feliz. Quiero hacer feliz a Mahtob. Por favor, haz algo para ayudarme. Tienes que sacarme de esta casa, si vamos a empezar una nueva vida en esta ciudad.

Moody respondió ante aquellas palabras más suaves. Sabía que yo tenía razón, pero no sabía cómo conciliar las necesidades de su esposa con las de su hermana.

—No tenemos ningún lugar a donde ir —me dijo.

Yo estaba preparada para esto.

—Pregunta a Reza si podemos ir a su casa.

—A ti no te gusta Reza.

—Sí, me gusta. Ha sido amable conmigo desde que estoy en Irán. Y Essey también.

—Bien —dijo Moody—. No sé si eso funcionará.

—Pero él ya nos ha pedido varias veces que le visitemos —le indiqué.

—Eso es sólo
taraf
. Realmente no lo dice en serio.

Taraf
es la costumbre conversacional iraní de hacer ofertas corteses pero vacías.

—Bueno —dije yo—, tómale la palabra, como si no fuera
taraf
.

Estuve machacando a Moody durante varios días. Él comprobó que yo trataba de ser más amistosa con la familia. Realmente, mi estado de ánimo mejoró cuando dejé de tomar la medicación de Moody y reforcé mi voluntad ante la peligrosa tarea que tenía ante mí. Finalmente, Moody me dijo que Reza iba a venir aquella noche y que me daba permiso para hablarle del posible traslado.

—Claro que podéis venir —respondió Reza ante mi petición—, pero no esta noche. Tenemos que ir a otro lugar esta noche.

Taraf
.

—¿Y qué me dices de mañana? —apremié.

—Claro. Pediré prestado un coche y vendremos a recogeros.

Taraf
.

Moody me permitió empaquetar sólo unas pocas cosas de nuestro escaso vestuario. A pesar de lo mucho que me odiaba, Ameh Bozorg se sentía profundamente insultada por el hecho de que estuviéramos pensando en marcharnos. Conservando la mayor parte de nuestras pertenencias allí, Moody trataba de indicar que nuestra visita a Reza y Essey sería breve. Pero pasó la mayor parte del día evitando las miradas hoscas de su hermana.

A las diez de aquella noche, Reza aún no había venido a buscarnos con el coche, de manera que insistí para que Moody me dejara llamar. Él escuchó por encima de mi hombro, mientras hablábamos.

—Os estamos esperando —le dije a Reza—. No habéis venido a buscarnos.

—Oh, bueno, estuvimos muy ocupados —respondió Reza—. Vendremos mañana.

Taraf
.

—No, no puedo esperar hasta mañana. ¿No podéis venir esta noche, por favor?

Reza comprendió finalmente que tenía que cumplir su promesa.

—Conforme, ahora voy.

Yo estaba lista para marchar en el momento en que llegó a la puerta, pero Reza insistió en quedarse un rato. Se puso el pijama, tomó el té, comió fruta y emprendió una larga conversación con su madre, Ameh Bozorg. Su ritual de despedida a base de besos, abrazos y charla duró una hora entera.

Era bastante más de la medianoche cuando finalmente, salimos; avanzamos hacia el sur durante unos minutos hasta llegar a la casa de dos pisos, situada en un pequeño callejón, que Reza poseía conjuntamente con su hermano Mammal. Reza y Essey vivían en la planta baja con su hija de tres años de edad, Maryam, y el pequeño de cuatro meses, Mehdi. Mammal y su esposa Nasserine, con su hijo Amir, vivían arriba.

Cuando llegamos, Essey estaba limpiando frenéticamente la casa, lo cual explicaba el retraso de Reza. No habían contado con visitantes en absoluto, confiando en el
taraf
. No obstante Essey nos dio una calurosa bienvenida.

Era tan tarde que inmediatamente me fui al dormitorio y me puse una bata. Escondí el dinero y la agenda debajo del colchón. Luego, cuando Mahtob fue arropada y se quedó dormida, inicié la siguiente fase de mi plan.

Llamé a Moody al dormitorio y le toqué ligeramente el brazo. «Te amo por traernos aquí», le dije.

Él deslizó sus brazos alrededor de mi cintura, buscando aliento. Habían sido seis semanas. Dejé que me atrajera hacia él, y levanté la cara para que me besara.

Durante los siguientes minutos hice todo lo que pude para no vomitar, pero me las arreglé para transmitir satisfacción. ¡Le odio! ¡Le odio! ¡Le odio!, me repetía a mí misma durante todo el horrible acto.

Pero cuando hubo terminado, susurré: «Te amo».

¡¡¡Taraf!!!

6

A la mañana siguiente, Moody se levantó temprano para ducharse, siguiendo la ley islámica de lavarse la mancha del sexo antes de rezar. La ruidosa ducha era una señal para Reza y Essey, y también para Mammal y Nasserine arriba, de que Moody y yo nos llevábamos bien.

Esto estaba lejos de ser verdad, naturalmente. El sexo con Moody era simplemente una de las múltiples experiencias desagradables que sabía que tendría que soportar para conseguir nuestra libertad.

En nuestra primera mañana en casa de Reza y Essey, Mahtob jugó con la pequeña Maryam, de tres años, y con su extensa colección de juegos, enviados por sus tíos que vivían en Inglaterra. Maryam tenía incluso un columpio en el patio trasero.

El patio era una diminuta isla privada en medio de la atestada, ruidosa ciudad. Rodeado por una pared de ladrillo de tres metros de altura, albergaba no sólo el columpio, sino también un cedro, un granado y numerosos arbustos. Por sus paredes se encaramaban algunas parras.

El edificio estaba situado en medio de una manzana de casas igualmente monótonas, con paredes comunes. Cada una tenía un patio del mismo tamaño y la misma forma que el nuestro. Por la parte de atrás de los patios, se levantaba otro bloque idéntico de casas.

En muchos sentidos, Essey era mejor ama de casa que Ameh Bozorg, pero esa comparación era de relativo valor. La casa de Essey seguía siendo sucia según las normas americanas. Las cucarachas corrían por todas partes. Antes de ponernos los zapatos para salir a la calle, teníamos que sacudirlos para sacar los bichos que se hubiesen introducido en ellos. El desorden general se acentuaba por el hedor de orina, porque Essey permitía que Mehdi, el pequeñín, yaciera en la alfombra sin pañales, aliviándose cada vez que le venía en gana. Essey limpiaba los montoncitos de excrementos inmediatamente, pero la orina empapaba las alfombras persas.

Quizás abrumado por el olor —aunque él jamás lo admitiera—, Moody nos llevó a Maryam, a Mahtob y a mí a dar un paseo aquella primera mañana a un parque situado a pocas manzanas de distancia. Estaba nervioso y alerta cuando salimos por la puerta principal a una estrecha acera que corría entre las casas y el callejón. Moody miró a nuestro alrededor para asegurarse de que nadie nos estuviese observando.

Yo traté de ignorarlo, inspeccionando los detalles de mi nuevo barrio. El tipo de distribución de las viviendas de la manzana —dos filas de casas de tejado plano emparedadas entre patios— se repetía cada vez hasta donde me era posible ver. Centenares, quizás miles de personas vivían apiñadas en aquellos bloques urbanos, llenando los pequeños callejones de ruidosa actividad.

El brillante y soleado día de finales de septiembre insinuaba ya la llegada del otoño. Cuando llegamos al parque, descubrimos que éste constituía un agradable alivio de los interminables bloques de casas. Era una gran zona de césped que abarcaba tres manzanas, con numerosos y bellos jardines de flores y bien cuidados árboles. Había varias fuentes decorativas, pero de éstas no manaba agua, pues apenas si había electricidad para servir a las casas, y el gobierno no podía permitirse gastar energía en bombear un agua inútil.

Mahtob y Maryam jugaron felizmente en los columpios y toboganes, pero sólo por un breve rato, pues Moody anunció con impaciencia que teníamos que regresar a casa.

—¿Por qué? —pregunté—. Es mucho más agradable aquí.

—Tenemos que volver —dijo bruscamente.

Atenta a mi plan, acepté su decisión tranquilamente. Quería crear la menor tensión posible.

A medida que pasaban los días, conseguí acostumbrarme a la atmósfera acre del apartamento y a la tremenda agitación que reinaba en la vecindad. Durante todo el día las voces de los vendedores ambulantes penetraban a través de las abiertas ventanas.

«
¡Ashjalee! ¡Ashjalee! ¡Ashjalee!
», gritaba el basurero mientras se acercaba con su carro de crujientes ruedas, dando grandes zancadas por entre la suciedad de las calles con sus zapatos de rotas suelas que restallaban. Las amas de casa corrían a dejar sus desperdicios en la acera. Algunos días, tras recoger la basura, el hombre regresaba con una improvisada escoba hecha de gigantescos hierbajos atados a un palo. Con ella barría la calle para eliminar algunos de los restos que gatos y ratas habían arrancado de la basura. Pero, más que llevarse la hedionda basura, lo que hacía era barrerla hacia las húmedas alcantarillas, que nadie, al parecer, limpiaba jamás.

«
¡Namakieh!
», gritaba el hombre de la sal, empujando su carrito cargado con un montón de sal congelada, húmeda. Al oír su señal, las mujeres recogían trozos de pan duro para cambiar por la sal, que, a su vez, el hombre del carrito cambiaba por comida para animales.

«
¡Sabzi!
», gritaba el individuo que conducía calle abajo su furgoneta cargada de espinacas, perejil, albahaca y demás verduras de la estación. A veces utilizaba un megáfono para anunciar su llegada. Si llegaba inesperadamente, Essey tenía que ponerse precipitadamente el
chador
antes de correr afuera a hacer su compra, que el hombre de las
sabzi
pesaba en la balanza.

La llegada del vendedor de corderos era anunciada por los asustados balidos de un rebaño de diez o doce ovejas, sus
dohmbehs
balanceándose como ubres de vacas. A menudo las ovejas venían marcadas con un círculo de brillante pintura iridiscente para indicar a sus dueños. El hombre de las ovejas era sólo un agente de ventas.

De vez en cuando aparecía un hombre desastrado en una bicicleta, para afilar cuchillos.

Essey me dijo que todos aquellos hombres eran desesperadamente pobres, y que probablemente viviesen en chabolas.

Sus contrapartidas femeninas eran miserables pordioseras que tocaban la campanilla de las casas para pedir un poco de comida o algún rial de sobra. Se sostenían firmemente los
chadores
sobre la cara, dejando al descubierto un solo ojo, y pedían ayuda llorando. Essey siempre respondía y encontraba algo que darles. La esposa de Mammal, Nasserine, sin embargo, era capaz de resistir al llamamiento más desesperado.

El efecto total era el de una extraña sinfonía de condenados, mientras hombres y mujeres luchaban por su supervivencia.

Essey y yo sentíamos la mutua simpatía que pueden sentir dos personas que se ven abocadas a estas extrañas circunstancias. Aquí, podíamos al menos conversar entre nosotras. Era un alivio estar en una casa donde todos hablaban inglés. Y, a diferencia de Ameh Bozorg, Essey apreció mi oferta de ayudar en su trabajo de casa.

Era un ama de casa muy descuidada, pero una cocinera concienzuda. Cada vez que la ayudaba a preparar la comida, quedaba impresionada al ver el refrigerador más cuidadosamente organizado que jamás he visto. Carnes y verduras, limpias, cortadas y listas para usar, estaban separadas y almacenadas higiénicamente en envases de plástico. Tenía los menús planeados con un mes de anticipación y fijados en la cocina. Las comidas eran equilibradas y preparadas teniendo en cuenta la higiene básica. Juntas nos pasábamos horas quitando meticulosamente los bichos del arroz antes de cocerlo.

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