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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (26 page)

BOOK: No sin mi hija
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Aquí, de nuevo, estaba la prueba de que no todos los iraníes pueden ser clasificados en la única categoría de acérrimos antiamericanistas. Miss Alavi se mostraba cándida en su manera de establecer contacto, arriesgando probablemente la vida, y con toda seguridad su libertad, por haber hablado siquiera conmigo.

—¿Cómo podemos encontrarnos? —preguntó.

—Hemos de esperar hasta tener una oportunidad.

—Cuando usted lo diga, aprovecharé para almorzar en ese momento. Iré a donde usted diga, y nos veremos.

—Conforme —repliqué.

Su oficina estaba lejos del apartamento de Mammal, lejos de la escuela de Mahtob, e incluso de las clases de estudio del Corán en la
masjed
. Sería difícil encontrar un momento en que las dos tuviéramos libertad y tiempo para conocernos. Ignoraba los motivos de Miss Alavi, pero no podía dudar de su discreción. La sinceridad de sus palabras despertó inmediatamente mi confianza.

Los días fueron deslizándose lentamente, y también las semanas, mientras yo buscaba el modo más seguro y eficaz de concertar la entrevista. Con Moody ahora en el trabajo, descubrí que, en cierto modo, el cerco de seguridad se había estrechado a mi alrededor. Nasserine se mostraba aún más vigilante que mi marido. Cada vez que yo ponía un pie en la puerta, ella miraba su reloj inmediatamente.

Pero, inevitablemente, la estructura del sistema de vigilancia de Moody se derrumbó. En una ciudad de catorce millones de habitantes, no podía seguir mis movimientos continuamente. Un día al llegar a casa de la escuela con Mahtob me encontré con que Nasserine me esperaba con impaciencia. La habían llamado para una reunión especial en la universidad, y necesitaba dejar a Amir en casa conmigo. Se marchó apresuradamente. Moody se encontraba fuera, en el trabajo. Reza y Essey se habían ido a visitar a unos parientes.

Inmediatamente llamé a Miss Alavi.

—Podemos vernos esta tarde —le dije.

—Iré en seguida.

Le expliqué que nos veríamos en el parque situado a unas manzanas de la casa.

—¿Cómo la reconoceré? —le pregunté.

—Iré vestida con un abrigo, pantalones y pañuelo negros. Ropa de luto. Mi madre murió recientemente.

—Lo siento.

—Estoy bien —dijo.

Dejé una nota a Moody. Tenía un horario bastante imprevisible en el hospital. Empezaba temprano, pero nunca estaba seguro del momento de terminar. Quizás no regresara hasta las once de la noche; pero también podía hacerlo en cualquier momento.

«Los niños están irritables —escribí—. Voy a llevarlos al parque».

A Mahtob y a Amir siempre les entusiasmaba la idea de ir al parque. Podía confiar absolutamente en el sentido de seguridad de Mahtob, y Amir era sólo un pequeñín, así que no me preocupaba por ellos. Lo que me preocupaba era la reacción de Moody a mi decisión de salir de casa e ir al parque sola sin su permiso. Confiaba en poder terminar la reunión y regresar a casa antes que él.

Los niños estaban jugando felizmente en los columpios, compartiendo su diversión con otros, cuando la mujer de negro se me acercó. Las ropas iraníes siempre hacen difícil juzgar el aspecto de una extranjera, pero, por lo que podía ver, deduje que debía de andar por los cincuenta, quizás algo menos. Se sentó a mi lado en un banco del parque.

—Le he dejado una nota a mi marido —le dije rápidamente—. Quizás se presente por aquí.

—Conforme —replicó Miss Alavi—. Si viene, yo fingiré que algunos de esos niños son míos. —Captó la mirada de otra mujer que estaba sentada en un banco frente a nosotras, y habló con ella un momento en parsi—. Le he dicho a esta mujer que si su marido llega, yo haré ver que estoy aquí en el parque con ella y con sus hijos, no con usted. Me ha dicho que de acuerdo.

La extraña aceptó la estratagema sin objeción. Yo estaba empezando a darme cuenta de lo que los iraníes realmente disfrutan de la intriga. Están acostumbrados a vivir de manera clandestina, probablemente tanto bajo el sha como bajo el ayatollah. Las conspiraciones y las maniobras son moneda corriente, no sólo en sus tratos oficiales con el gobierno, sino también entre las familias. La petición de Miss Alavi no sorprendió ni alarmó a la otra mujer. Probablemente, lo que hizo fue hacerle más animado el día.

—¿Pues qué ocurrió? —preguntó Miss Alavi—. ¿Por qué está usted en Irán?

Le conté mi historia con toda la brevedad de que fui capaz, abarcando lo esencial.

—Comprendo su problema —me dijo—. Cuando estudiaba en Inglaterra, yo era una extranjera. Me trataban en todo momento como a una extranjera, aunque yo no quería serlo. Quería permanecer en Inglaterra, pero necesitaba que algunas personas me ayudaran a hacerlo. Sin embargo, no me ayudaron, y tuve que volver a Irán. Eso nos entristeció mucho a mi madre y a mí. Decidimos que, si alguna vez se nos presentaba la ocasión, ayudaríamos a cualquier extranjero que estuviera en nuestro país. La ayudaré. Sé que puedo hacerlo.

Hizo una pausa, recuperando su compostura antes de continuar.

—Mi madre murió hace dos semanas —explicó—. Ya lo sabe usted. Pero antes de morir me habló de usted. Me hizo prometerle algo. Dijo: «Nadie te ayudó cuando eras una extranjera». Me hizo prometerle que si tenía una oportunidad de ayudar a un extranjero, lo haría. De modo que debo cumplir con esa promesa. Y deseo hacerlo.

Miss Alavi se secó unas lágrimas con el borde de su vestido.

—¿Cómo? —le pregunté—. ¿Qué puede hacer usted por mí?

—Tengo un hermano que vive en Zahedán, en la frontera de Pakistán. Yo le…

—¡Mami! ¡Mami! ¡Mami! —nos interrumpió Mahtob, corriendo hacia mí—. Papá está aquí.

Efectivamente, Moody estaba junto a la alta valla de hierro forjado que circundaba el parque, mirándome con profunda sospecha en sus ojos. Me hizo un brusco gesto con la mano para que me acercara a él.

—Relájense —murmuré a Miss Alavi y a Mahtob—. No actúen sospechosamente. Mahtob, vuelve a jugar en los columpios.

Me levanté del banco y me dirigí hacia Moody, agradeciendo en mi interior que la verja se interpusiera entre nosotros.

—¿Qué haces aquí? —gruñó.

—Es un día tan hermoso… —le dije—. Llega la primavera. Quería traer los niños al parque.

—¿Quién es esa señora que se sienta a tu lado?

—No lo sé. Sus hijos juegan por allá.

—Hablabas con ella. ¿Es que habla inglés?

Sabía que Moody no se había acercado lo suficiente para oírnos, así que mentí.

—No. Estoy practicando mi parsi con ella.

Moody echó una mirada al parque con sospecha, pero todo lo que vio fue a unos niños jugando ruidosamente bajo la vigilancia de sus madres. Miss Alavi y la otra mujer iraní se habían acercado a los columpios, evidentemente para jugar con sus hijos. Nada había que indicara intriga. Moody había hecho una comprobación, y yo estaba donde decía que iba a estar. Sin una palabra, se dio la vuelta y regresó a casa.

Anduve sin ninguna prisa hacia el terreno de juegos, deteniéndome para columpiar a Mahtob y a Amir durante un momento. Deseaba volver la cabeza para ver si Moody seguía vigilándome, pero desempeñé bien mi papel. Al cabo de unos minutos, regresé como por casualidad al banco. Miss Alavi esperó unos minutos más antes de sentarse de nuevo a mi lado.

—Se ha ido —le dije.

Miss Alavi captó la mirada de la otra mujer y le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza. La mujer le devolvió el cumplido, ignorante de la razón de la intriga, pero participando en ella con buena disposición. ¿Qué agonía deben de soportar día a día estas mujeres?, me pregunté.

Pero mis pensamientos retornaron rápidamente a mis propios problemas.

—¿Y su hermano? —pregunté, sin perder más tiempo.

—Vive en Zahedán. En la frontera con Pakistán. Voy a hablar con él y preguntarle, si la llevo a usted a Zahedán, si puede arreglar las cosas para que salga del país.

—¿Puede hacerlo él?

Miss Alavi bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Lo hace continuamente; se encarga de que la gente cruce la frontera.

Eso me levantó el ánimo. Repasando las circunstancias de aquella entrevista, me di cuenta de que, desde el principio, todo había sido menos casual de lo que parecía. La maestra de la escuela, y su marido, debían de saber que Miss Alavi no era sólo alguien que hablaba inglés y que, por tanto, podía ayudarme.

¡Sabían de la existencia de su hermano! Naturalmente. Yo no era la única persona atrapada en Irán. Si la vida aquí resultaba intolerable para mí, seguramente había millones de personas en todo el país que compartían los mismos sentimientos. Aquel país tenía una historia de gobiernos represivos; por lo tanto, era lógico suponer que se hubiese montado, desde hacía mucho tiempo, una intrincada red de profesionales especializados en sacar gente. Por fin había logrado establecer contacto con uno de esos profesionales.

—¿Cuánto me costará? —pregunté.

—No se preocupe por el dinero. Yo misma lo pagaré. Me comprometí con mi madre. Si desea usted devolvérmelo algún día, estupendo. Si no, no me importa.

—¿Cuándo podemos marchar? —pregunté, entusiasmada—. ¿Cómo llegaremos a Zahedán?

—Será pronto —replicó ella—. Debo arreglar sus papeles para que usted y su hija puedan volar a Zahedán.

Me explicó el plan más detalladamente, subrayando un punto en particular. La rapidez era esencial. Cuando todo estuviera preparado, tendríamos que encontrar alguna manera de alejarnos de Moody varias horas antes de que él notara nuestra ausencia. Debíamos llegar al aeropuerto, subir al avión, volar a Zahedán y establecer contacto con el hermano de Miss Alavi… todo antes de que Moody sospechase algo y alertara a la policía.

Evidentemente, un jueves sería lo mejor. Moody estaría en el trabajo. Mahtob y yo teníamos que ir a la escuela por la mañana y a las clases de estudio del Corán por la tarde. Realmente podíamos llegar a Zahedán antes de que Moody se diera cuenta de que nos habíamos ido.

Este era un plan de acción mucho más sensato y profesional que el propuesto por Trish y Suzanne. Helen y Mr. Vincop, en la embajada, habían subrayado que el principal inconveniente del primer plan era la necesidad de ocultarse de Moody, y quizás de la policía, mientras permaneciéramos en Teherán. Miss Alavi se mostró de acuerdo con que esconderse correspondía a una línea de acción razonable. Las autoridades del aeropuerto serían las primeras en ser alertadas sobre una mujer americana y su hija que estaban huyendo. Era esencial salvar el problema de los aeropuertos en Teherán y en Zahedán, y encontrarnos con el equipo que nos iba a sacar clandestinamente antes de que se diera la notificación oficial de nuestra ausencia.

—¿Cuándo? —pregunté con excitación.

—Dos semanas —replicó ella—. Hablaré con mi hermano. Puede usted telefonearme este domingo, si se lo permiten. A ver si podemos encontrarnos de nuevo aquí y estudiar los detalles.

Resultaba difícil disimular mi júbilo, y, sin embargo, era vital lograrlo, no sólo con Moody, Mammal, Nasserine y mis otros enemigos, sino también con mi propia hija. Mahtob había llegado a ser una soberbia actriz cuando era necesario, pero no me atrevía a agobiarla con aquel delicioso secreto. Cuando llegara el momento de huir, se lo diría. Pero no antes.

Moody estaba preocupado cuando regresamos del parque. Me dejó sola con mis pensamientos, que hervían más furiosamente que las judías que había hecho para cenar.

En mitad de mis reflexiones, de repente me quedé paralizada, recordando las espantosas advertencias de Helen y de Mr. Vincop sobre los que pasaban gente clandestinamente.

¡Pero ellos hablaban de los que llevan a la gente a Turquía!, me dije. Éstos te llevan a Pakistán.

Pero siguen siendo hombres de la misma especie. Te violan. Te roban el dinero. Te matan o te entregan a la
pasdar
.

¿Se trataba de historias de horror propagadas por el gobierno para desalentar a la gente? ¿O constituían la espantosa verdad?

Miss Alavi se ganó mi confianza fácilmente. Pero yo no conocía a su hermano ni a los desesperados que arriesgaban su vida en esas aventuras. Me embargó un deseo frenético de ver a Helen en la embajada, para examinar aquel nuevo plan con ella, al margen del afecto que pudiera inspirarme Miss Alavi.

Camino de la escuela, a la mañana siguiente, Mahtob y yo nos detuvimos en la tienda de Hamid y llamé a Helen. Le expliqué todo lo que pude sobre mi nuevo contacto, pero tenía que ser prudente por teléfono.

—Venga a verme —me dijo Helen—. Sería bueno que nos viéramos hoy. Tengo algunas cartas para usted de su familia, y han llegado sus pasaportes. Por favor, procure venir hoy.

—Lo intentaré —respondí.

¿Pero cómo? Era un día peligroso. Moody no tenía que ir a trabajar, y yo no sabía si, o cuándo, podía aparecer por la escuela.

Una vez más, utilicé el teléfono de Hamid. Llamé a Ellen al trabajo y le dije que pusiera en marcha nuestro plan para permitirme ir a la Embajada de Suiza.

Aquella misma mañana, más tarde, Ellen llamó a Moody a casa y le preguntó si Mahtob y yo podíamos salir de compras con ella por la tarde. Nos recogería en la escuela, iríamos a almorzar juntas a su casa, y luego saldríamos a comprar ropa de primavera.

¡Y Moody dijo que sí!

Ellen intentó ahora poner en práctica la segunda parte del plan. Sonó el teléfono en la oficina de la escuela, y una de las administrativas pasó la llamada a
Janum
Shaheen. Hablaba en parsi, pero usó el nombre de «Betee» varias veces, por lo que supe que estaba hablando con Ellen.

Era una prueba para ver si
Janum
Shaheen me permitiría recibir una llamada. No fue así. Ellen tenía que llamar a Moody y hacer que éste llamara a su vez a la escuela autorizándoles a que me dejaran hablar por teléfono.

Finalmente establecimos la conexión.

—Está bien —dijo Ellen, su voz titubeando ostensiblemente—. Os recogeré a ti y a Mahtob en la escuela.

—Bien —dije. Luego añadí—: ¿Pasa algo?

—No —replicó Ellen secamente.

Transcurrieron quince minutos antes de que Ellen volviera a llamarme.

—He hablado ya con Moody y le he dicho que había surgido algo. No podemos hacerlo esta tarde —dijo.

—¿Qué sucedió?

—He cambiado de opinión. Tengo que hablar de ello contigo.

Yo estaba furiosa con Ellen, y desesperada por llegar a la embajada, pero no me atrevía a ir allí sin la seguridad de la cobertura de Ellen.

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