Read No sin mi hija Online

Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (23 page)

BOOK: No sin mi hija
2.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Conforme. Ve.

Las rosquillas eran deliciosas, al igual que la libertad de hablar en privado con Ellen. Mahtob jugaba felizmente con su hija Maryam (nombre musulmanizado de Jessica), de nueve años, y el pequeño Alí, de seis. Y, lo mejor de todo, Maryam y Alí tenían juguetes americanos. Había libros y rompecabezas y una auténtica muñeca Barbie.

Mientras los niños jugaban, Ellen y yo tuvimos una conversación seria.

Le hice la pregunta que me atormentaba.

—¿Por qué?

—Quizás si estuviera en tu situación, me hubiera quedado en América —dijo al cabo de un momento de profunda meditación—. Pero todo lo que tengo está aquí. Mis padres están retirados, y no tienen dinero para ayudarme. Yo no poseo dinero, ni educación, ni habilidades. Y tengo dos hijos.

Aun así, era difícil para mí comprenderla. Y lo que es más, Ellen hablaba con rencor de Hormoz.

—Me pega —dijo llorando—. Pega a los niños. Y no ve nada malo en ello.

Las palabras de Nasserine vinieron a mi memoria: «Todos los hombres son así».

Ellen había tomado su decisión, no por amor sino por miedo. Se basaba en razones económicas, en vez de emocionales. Ellen no se veía capaz de enfrentarse con las inseguridades que son el precio de la emancipación. En su lugar, había elegido una vida que era horrible en sus detalles, pero que ofrecía al menos un remedo de lo que ella llamaba seguridad.

Finalmente respondió a mi «por qué» a través de sus sollozos.

—Porque, si volviera a los Estados Unidos, temo que no podría soportarlo.

Yo lloré con ella.

Pasaron muchos minutos antes de que Ellen pudiera recobrar su compostura y antes de recobrar yo el valor para abordar el siguiente tema de mi agenda.

—Realmente, tengo algo de lo que me gustaría hablarte —le dije—. Pero no sé cómo te sentirías manteniéndolo en secreto a tu marido. Si fuera así, si pudieras mantenerlo en secreto, te le contaría. De lo contrario, no quisiera cargarte con ello.

Ellen consideró seriamente lo que acababa de decirle. Me explicó que tras su regreso a Irán por segunda vez, había decidido sacar el mejor partido posible de la situación, transformarse en una esposa musulmana totalmente sumisa. Se convirtió a los principios del islamismo chiíta, adoptó el código de vestido, incluso en la intimidad de su hogar —ahora iba cubierta—, decía sus plegarias a la hora señalada, veneraba a todos los hombres santos, estudiaba el Corán, y realmente aceptaba su papel en la vida como la voluntad de Alá.

Era una correcta esposa islámica, pero también una mujer americana curiosa.

—No, no se lo diré —prometió finalmente.

—Lo digo en serio. No puedes contárselo a nadie, a nadie en absoluto.

—Lo prometo.

Hice una profunda aspiración y me lancé a mi discurso.

—Te digo esto porque eres americana y necesito ayuda. Quiero salir de este país.

—Bien, la verdad es que no puedes. Si él no te deja, no hay forma.

—Sí, la hay —repliqué—. Quiero escapar.

—Estás loca. No puedes hacer eso.

—No te pido que hagas nada al respecto —le dije—. Todo lo que te pido es que arregles las cosas para que yo salga de casa algunas veces, como hoy, para poder ir a la Embajada de Suiza.

Le conté lo de mis contactos con la embajada, cómo ellos mandaban y recibían correo para mí, y hacían todo lo posible para ayudarme.

—¿Te están ayudando a salir del país? —preguntó Ellen.

—No. Sólo puedo pasar información a través de su oficina, eso es todo. Si alguien necesita ponerse en contacto conmigo, pueden hacerlo por mediación de ellos.

—Bueno. Yo no quiero ir a la embajada —declaró Ellen—. Nunca he estado allí. Mi marido, la primera vez que vinimos, me dijo que no se me permitía ir a la embajada; así que nunca la he visto.

—No tienes que ir —le aseguré—. Puede que transcurra algún tiempo antes de que Moody nos deje hacer muchas cosas juntas, pero creo que con el tiempo me dejará salir contigo, porque le gustas. Lo único que te pido es que arregles las cosas para que yo pueda salir de casa. Di que vamos de compras, o algo así, y luego encúbreme durante ese período de tiempo.

Ellen estuvo evaluando mi petición durante varios minutos antes de mostrar su acuerdo. Nos pasamos el resto de la tarde haciendo planes provisionales, sin saber cuándo podríamos ponerlos en acción.

Mahtob se había divertido tanto jugando con Maryam y Alí que no quería marcharse, pero los niños de Ellen suavizaron el golpe prestándole algunos libros. Mahtob eligió
Oscar el Cascarrabias, Goldilocks y los Tres Ositos
, y un libro del Pato Donald. Ellen tenía también un Nuevo Testamento, que dijo que me prestaría por algún tiempo.

Moody vacilaba, afirmando en ocasiones su dominio físico, pero en otros momentos trataba de ganarme con amabilidad.

—Vayamos a comer mañana —sugirió un 13 de febrero—. Es el día de San Valentín.

—Conforme —dije—. Claro.

Tenía pensado llevarnos al restaurante del Hotel Khayan, que presumía de tener personal que hablaba inglés. Mahtob y yo estábamos eufóricas. La tarde del día de San Valentín nos pasamos horas preparándonos. Yo me puse un vestido de dos piezas de seda rojo, apropiado para la fiesta, pero escandaloso en Irán. Por supuesto, tenía que cubrirlo con mi
montoe y
mi
roosarie
, pero confiaba en que el hotel estaría lo bastante americanizado como para permitirme mostrar el conjunto en el restaurante. Me arreglé el pelo cuidadosamente y me puse lentes de contacto en vez de gafas. Mahtob llevaba un vestido Polly Flinders blanco bordado con capullos del mismo color, y zapatos de charol igualmente blancos.

Los tres nos dirigimos a la calle Shariati a tomar el primero de una hilera de cuatro taxis naranja que nos llevaría a través de la ciudad hacia el este, a nuestro destino en una avenida importante que muchos seguían llamando la avenida Palehvi, por el sha.

Cuando salíamos del taxi, y mientras Moody se detenía a pagar al conductor, con el tráfico rugiendo en ambas direcciones, Mahtob y yo nos dimos la vuelta, encontrándonos con un arroyo de agua sucia que nos bloqueaba el paso a la acera. La corriente era demasiado ancha para saltarla, así que Mahtob y yo nos dimos la mano y nos dirigimos a una reja de alcantarillado cercana, por donde podríamos cruzar.

Al pasar por encima de la reja, bajé los ojos y vi una enorme y fea rata, tan grande como un gato, que en un instante se había encaramado sobre uno de los zapatitos blancos de charol de Mahtob.

Le di una sacudida a la niña por el brazo, con lo que, pillándola por sorpresa, estuve a punto de hacerla caer hacia la calle. La rata desapareció por la reja.

Detrás de mí, Moody gritó:

—¿Qué haces?

—No quería que la tocara aquel coche —mentí, pues no deseaba que Mahtob tuviera conocimiento de lo que acababa de pasar.

Mientras remontábamos la cuesta que nos conducía al Hotel Khayan, le susurré la verdad a Moody, pero la cosa no pareció preocuparle. Las ratas son un hecho corriente en Teherán.

Me calmé y traté de disfrutar de la noche. Nadie en el Hotel Khayan hablaba inglés, a pesar de lo que aseguraba el anuncio, y tuve que llevar el
montoe y
el
roosarie
durante toda la cena. Pero desafié la ira de Alá desabrochando ligeramente mi
montoe, y
disfrutamos de un raro menú con camarones y fritada a la francesa.

Moody se sentía generoso, e insistió en que pidiéramos café después de la cena, aunque cada taza costaba el equivalente de cuatro dólares. Venía servido en diminutas tazas de café exprés y tenía el sabor de un café instantáneo fuerte. No era muy bueno, pero sí lo era el gesto de Moody. Estaba tratando de agradarme. Por mi parte, traté de convencerle de que estaba satisfecha.

Pero la verdad es que estaba más confundida que otra cosa, porque sabía que Moody era capaz de cambiar instantáneamente, y pasar de ser un marido atento, a ser un demonio. Acepté cautelosamente su muestra de afecto.

Una idea me asaltaba continuamente. ¿Deberíamos habernos ido Mahtob y yo con Trish y Suzanne? No sabía, no podía saber, lo que hubiera ocurrido. Sopesando todas las posibilidades, seguí creyendo en lo acertado de mi decisión. Las dos aficionadas habían concebido el más nebuloso de los planes. De haber estado sola, me hubiera marchado con ellas de todos modos, pero ¿tenía derecho a someter a Mahtob a tan sombríos peligros?

Cuando Moody se ponía desagradable, sin embargo, me asaltaban las dudas. Quizás hubiese dejado a Mahtob en la más peligrosa de todas las situaciones, la de vivir con su padre.

El ruido de una fuerte, terrorífica explosión me despertó de mi inquieto sueño. A través de la ventana vi el cielo nocturno resplandecer como en un incendio. Siguieron más explosiones de bombas en las inmediaciones.

La casa se estremeció.

—¡Bombas! —grité—. ¡Nos están bombardeando!

Sobre nuestras cabezas, oímos el gemido de los motores a reacción. Relámpagos de una misteriosa luz amarillo-blanquecina penetraban por la ventana, seguidos, como el rayo por el trueno, de un terrible estampido.

Mahtob gritaba de terror. Moody la cogió y la puso entre los dos, en medio de la cama. Nos acurrucamos juntos, solos e impotentes contra el destino.

Moody lanzaba al aire frenéticas plegarias en parsi, y el pánico resultaba evidente en su voz. Su abrazo, destinado a protegernos, no hacía más que aumentar nuestro temor, porque su cuerpo temblaba. Mahtob y yo rezábamos en inglés, convencidas de que nos había llegado el momento de la muerte. Nunca había sentido tanto miedo. Mi corazón latía locamente. Me dolían los oídos, llenos del abrumador estampido de la destrucción.

Los aviones llegaban en oleadas, a intervalos de un minuto, descargaban su terrible mercancía, mientras sus motores gemían de odio hacia las personas que vivían abajo. En el oscuro cielo estallaban las granadas de fuego antiaéreo con resplandores naranja y blanco. Cada vez que un avión pasaba sobre nuestras cabezas, nosotros aguardábamos en inerme agonía los centelleos de luz y la terrible conmoción que les seguía. A veces, el resplandor era apagado y los sonidos ahogados. En otras ocasiones, la luz inundaba la habitación y el ruido de la explosión sacudía la casa hasta sus cimientos, haciendo golpear las ventanas y arrancándonos gritos de la boca. A la luz reflejada del fuego antiaéreo, de las bombas y del suave brillo procedente de los edificios que ardían, pude ver que Moody estaba tan asustado como yo.

Nos apretó aún más fuertemente, y mi odio por él aumentó hasta una intensidad asesina. Con horror, recordé la carta de mi madre, donde decía que en su sueño había visto que Mahtob perdía una pierna en una explosión de bomba.

—¡Por favor, Dios mío! ¡Por favor, Dios mío! ¡Por favor! ¡Ayúdanos! ¡Protégenos! Protege a Mahtob —recé.

Una nueva oleada de bombarderos pasó y desapareció. Aguardamos, conteniendo la respiración. A medida que pasaban los minutos, fuimos aflojando la presa con los otros, esperando que la prueba hubiera terminado. Pero transcurrió un largo rato antes de que nos permitiéramos suspirar audiblemente. La incursión había durado quizás unos quince minutos, pero nos habían parecido horas.

El miedo dio paso a la furia.

—¿Ves lo que nos han hecho? —le grité a Moody—. ¿Esto es lo que quieres para nosotros?

Moody volvió a la línea política del partido.

—No —me gritó a su vez—. Yo no te he hecho esto. Tu país está haciendo esto a mi pueblo. Tu propio país va a matarte.

Antes de que la discusión pudiera avanzar, Mammal asomó su cabeza por la puerta de la habitación y nos dijo:

—No os preocupéis,
Daheejon
. Es sólo fuego antiaéreo.

—Pero hemos oído aviones —repuse.

—No.

Por increíble que pareciera, Mammal quería convencerme de que aquél era otro ejercicio bélico, similar al de la Semana de la Guerra.

Sonó el teléfono en el pasillo, y mientras Mammal corría a contestar, nos levantamos y le seguimos fuera del dormitorio. Dormir, por el resto de la noche, ya no fue posible. La electricidad se había cortado. Realmente, la ciudad entera estaba a oscuras, iluminada sólo por los fantasmales incendios desencadenados al azar por el ataque.

Quien llamaba era Ameh Bozorg. Tanto Mammal como Moody le aseguraron que estábamos todos bien.

Nasserine encendió unas velas, hizo té y trató de calmar nuestros nervios.

—No debéis temer nada —dijo con auténtico aplomo—. No van a alcanzarnos.

Su fe en Alá era firme, reforzada por el sereno pensamiento de que, aunque Alá permitiera que ella fuera destruida por las Fuerzas Aéreas Iraquíes, no había muerte más gloriosa que el martirio en la guerra santa.

—No hubo ninguna bomba —afirmó Mammal.

—¿Por qué esos ruidos tan fuertes? —pregunté—. Lo sacudían todo.

Mammal se encogió de hombros.

Por la mañana, la ciudad hervía de actividad, lamiéndose las heridas y clamando venganza. Evidentemente, las incursiones habían sido de las Fuerzas Aéreas Iraquíes, pero la radio vomitaba una previsible retórica. Los iraquíes eran abastecidos por los americanos. Los pilotos eran entrenados por los americanos. El
raid
había sido proyectado y supervisado por asesores americanos. Para el iraní medio, el propio presidente Reagan había volado en el avión de cabeza. No era un buen día para ser americano en Irán.

Consciente de ello, Moody se tornó protector. Mahtob y yo no iríamos a la escuela hoy. De hecho, parte de los peores daños se habían producido cerca de la escuela. Se habían perdido muchas vidas.

Más tarde, Ellen y Hormoz nos llevaron en el coche a ver el desastre. Manzanas enteras habían sido borradas del mapa por las bombas, o engullidas por el fuego. El humo seguía brotando de muchos lugares.

Todos estábamos de acuerdo en que la guerra era horrible, pero teníamos criterios diferentes en cuanto a la causa. Yo la veía como la consecuencia natural de vivir bajo aquel gobierno. Moody y Hormoz maldecían a los americanos por provocar ese holocausto.

Ellen se puso del lado de los hombres.

Moody implicó a Hormoz en la discusión de uno de sus temas favoritos: la duplicidad del gobierno americano. Para mantener el equilibrio de poder en el golfo Pérsico, dijo, los Estados Unidos tenían que apoyar a ambas partes. Estaba convencido de que los Estados Unidos suministraba no sólo las bombas que habían dejado caer los reactores iraquíes, sino también las armas antiaéreas utilizadas por los defensores iraníes. Pero, a causa del viejo embargo de armas, América sólo podía apoyar a Irán en forma clandestina.

BOOK: No sin mi hija
2.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Supreme Ambitions by David Lat
Gilded Nightmare by Hugh Pentecost
El Paso: A Novel by Winston Groom
The Legend of Safehaven by R. A. Comunale
Cloak Games: Thief Trap by Jonathan Moeller
Fashion Disaster by Jill Santopolo
Firefly by Terri Farley
Brothers in Blood by Simon Scarrow