Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer
Ameh Bozorg tenía preparados sus regalos para la ocasión. Obsequió a Moody con una lujosa mesa de escritorio y una estantería con puertas de vidrio correderas. Mahtob recibió un precioso vestido de pura seda importada de La Meca. Ameh Bozorg anduvo paseando, exaltada, durante varios minutos, repartiendo caros regalos a todo el mundo menos a mí. Moody no se dio cuenta de la omisión, y a mí no me importó.
Pasé una tarde deplorable aislada en el escenario de mi antigua prisión. Nadie se preocupaba de mí ni se atrevía a hablar inglés conmigo. Mahtob permanecía aferrada a mi falda, con el temor de que la dejaran sola cerca de Ameh Bozorg.
Las aburridas celebraciones continuaron, día tras día. Una mañana, cuando nos preparábamos para visitar varias casas, me puse un vestido de lana marrón con una chaqueta tres cuartos que casi parecía un abrigo. Debajo llevaba gruesos calcetines, y el
roosarie
sobre la cabeza.
—Si llevo este vestido, ¿tengo que ponerme el
montoe
? —le pregunté a Moody.
—No, claro que no —replicó—. Habría que mirar muy de cerca para darse cuenta de que esto no es un
montoe
.
Majid nos llevó en coche a las casas de varios parientes, para nuestra obligatoria aparición. Pero él tenía otros planes para última hora de la tarde, de modo que Moody, Mahtob y yo tomamos un taxi para dirigirnos al domicilio de
Aga
y
Janum
Hakim.
Ya era casi de noche cuando salimos de allí para regresar a casa. Teníamos que andar varias manzanas hasta la calle principal y confiar en poder tomar un taxi allí. El tráfico pasaba zumbando, sin ningún signo de coche disponible a la vista.
De repente, un camión de reparto Nissan hizo chirriar sus frenos hasta detenerse en el bordillo, seguido de un Pakon blanco. Cuatro hombres barbudos, con el uniforme verde oliva de los
pasdar
, saltaron del Nissan. Uno de ellos agarró a Moody mientras los demás levantaban sus fusiles. Simultáneamente, cuatro
pasdar
femeninas con sus negros
chadores
me asaltaron, gritándome en la cara.
Era mi vestido marrón, lo sabía. Debería haber llevado un
montoe
.
Los
pasdar
arrastraron a Moody hacia el Nissan, pero él se resistió instintivamente, gritándoles en parsi.
¡Llevadlo a prisión!, supliqué silenciosamente. ¡Llevadlo a prisión!
Moody y los
pasdar
discutieron durante varios minutos, mientras las mujeres me gritaban epítetos persas en los oídos. Luego, tan rápidamente como habían llegado, los
pasdar
, hombres y mujeres, subieron otra vez a sus vehículos y se marcharon.
—¿Qué les dijiste? —pregunté.
—Les dije que eras una visitante, y que no conocías las reglas —replicó Moody.
—Me dijiste que podía llevar esto —le dije.
Moody admitió su error.
—No lo sabía. En adelante, tendrás que llevar
montoe o dador
cuando estés en la calle. —Luego trató de recobrar su dignidad—. Ahora, ya conoces las reglas —prosiguió con sequedad—. Mejor será que no te vuelvan a parar.
Por último, próximo ya el final de la semana, le correspondió a Mammal y a Nasserine el turno de hacer de anfitriones. Nasserine y yo fregamos la casa. Moody y Mammal fueron en coche al mercado y compraron algunas cestas de fruta fresca, dulces y nueces. Preparamos cantidades ingentes de té. Durante el día, esperábamos la asistencia de centenares de personas.
Ellen y Hormoz estaban allí cuando, afuera, los altavoces emitieron la
azdán
, la llamada a la oración. Tres veces al día, cada día, el llamamiento a la plegaria se introduce en la vida de todos los habitantes de Teherán. No importa dónde uno se encuentre, ni lo que esté haciendo: no se le permite olvidar la plegaria. Técnicamente, las oraciones pueden ser dichas en cualquier momento durante las siguientes dos horas, pero Alá concede mayores recompensas a aquellos que responden a la llamada inmediatamente.
—Necesito un
chador
—declaró Ellen, poniéndose en pie de un brinco. Otros fieles, incluyendo a Ameh Bozorg, la acompañaron en los preparativos, y pronto el murmullo de sus plegarias se elevó en la habitación adyacente.
Posteriormente, Ameh Bozorg comentó cuánto le gustaba Ellen. «
Ma Shà Allah
», le dijo a Moody. «Ensalza a Dios. Es muy buena con sus plegarias. Alá la recompensará».
En un momento dado, durante la larga celebración, Moody entabló conversación con uno de los primos de Nasserine, que también era médico.
—¿Por qué no estás trabajando? —preguntó el doctor Marashi.
—Bueno, el papeleo aún no se ha aclarado —replicó Moody.
—Deja que hable con el hospital. Necesitamos a alguien que entienda de anestesia.
—¿Puedes realmente hacer algo por mí? —preguntó Moody, su voz cada vez más optimista.
—El presidente del hospital es amigo mío —replicó el doctor Marashi—. Deja que hable con él y vea qué puedo hacer.
Moody no cabía en sí de contento, porque sabía cuán importante era tener posición e influencia con las autoridades. Aquel trabajo, finalmente, parecía una auténtica posibilidad. Moody era perezoso, pero también era un médico experto. Y deseaba tanto el dinero como la condición social que un médico debía tener en Irán.
Mientras meditaba sobre esta circunstancia, comprendí que ello podía ser bueno para mí. Ahora ya tenía algo de libertad, por pequeña que fuera. Poco a poco, Moody se había ido dando cuenta de que era una tarea demasiado ardua vigilarme en todo momento. Tenía que permitirme cada vez más parcelas de libertad para hacer más sencilla su agitada vida.
Ahora, el que Moody fuese a trabajar seguramente redundaría en beneficio de mi movilidad. Quizás, también, reforzara su hundido orgullo.
El
No-ruz
continuó, en su segunda semana con lo que fue denominado «vacaciones» en las costas del mar Caspio, mar que se extiende al norte de Teherán y forma una porción de la frontera ruso-iraní. El hermano de Essey trabajaba para el Ministerio de Orientación Islámica, el departamento gubernamental que había confiscado todas las propiedades del sha. Describiendo maravillas de opulencia, ofreció a la familia el uso de una de las antiguas villas del sha.
De haber sido yo una novata en Irán, aquello quizás me hubiera parecido exótico. ¡Una villa del sha! Pero sabía lo bastante como para no creer demasiado en ningún relato de esplendor, tratándose de la república del ayatollah.
En primer lugar, lo que yo pudiese imaginar respecto de una semana en una villa del sha no empezaría por ser una más entre veintiséis personas amontonadas en tres coches. Lo que a mí me entusiasmaba era la oportunidad que tendría de estudiar el campo. Sabía que Irán era un país extenso, y no tenía idea de cuánto territorio tendríamos que salvar Mahtob y yo, si alguna vez conseguíamos escapar. De modo que presté atención, recogiendo todos los datos posibles sobre mi entorno, sin saber qué utilidad podrían llegar a tener para mí.
Pero cuanto más terreno recorríamos en coche, más me descorazonaba. El campo era hermoso, desde luego, pero su belleza era el resultado de unas gargantuescas cadenas montañosas, más altas y de relieve más escarpado que las Rocosas de la parte occidental de los Estados Unidos. Rodeaban Teherán por todas partes, encerrando la ciudad entera en una trampa. Observando desde el reducido espacio que yo ocupaba en el vehículo, a medida que pasaban las horas, veía como las montañas se hacían más altas y más escarpadas. Me sumergí en un melancólico diálogo conmigo misma.
Tal vez durante aquella semana, de alguna manera, surgiera una contingencia que nos permitiría a Mahtob y a mí una fuga hacia la libertad. Podíamos meternos de polizones en un barco y cruzar el Caspio hacia…
Rusia.
¡No me importa!, me dije. Lo único que quiero es salir.
La suma de mis deliberaciones llevaba a una espantosa conclusión. Comprendí que me estaba volviendo cada día más pesimista, más amargada, más frenética. Moody se mostraba irritable, también, y me pregunté si no estaría reaccionando inconscientemente a mi ánimo decaído. Sentí un escalofrío. La presión era cada vez mayor, tanto sobre mí como sobre Moody, y amenazaba con echar a pique mi cuidadoso plan para engatusarle y distraerle de su actitud vigilante.
Si no sucedía pronto algo bueno, me temía, algo malo sucedería en su lugar.
A nuestra llegada a la villa del sha, descubrimos que ésta, como era de prever, estaba desprovista de todo rastro de cultura occidental, en especial de muebles. La casa debía de haber sido espectacular en su momento, pero ahora no era más que una concha vacía, y, después de que hubimos cenado, los veintiséis miembros de la expedición simplemente nos echamos uno al lado del otro en la misma habitación y nos dispusimos a dormir en el suelo. Como los hombres estaban con nosotras —de hecho,
Aga
Hakim dormía a mi lado—, tuve que permanecer de uniforme toda la larga noche, tratando de encontrar alguna manera cómoda de dormir encerrada en mi
montoe
y con el
roosarie
bien colocado ante el rostro.
La fresca noche nos traía el aire del mar a través de las ventanas abiertas. Mahtob y yo estuvimos temblando y revolviéndonos durante toda la noche mientras nuestros parientes iraníes dormían como bebés.
Por la mañana descubrimos que en aquella región faltaba el agua. Como medida de conservación, el suministro público de agua estaba cortado durante la mayor parte del día, de resultas de lo cual me pasé la primera mañana de mis «vacaciones» en el patio, con las demás mujeres, limpiando
sabzi
, ensalada, en un único cubo de agua helada mientras los hombres yacían por la casa, durmiendo, o merodeando por el patio, viéndonos trabajar.
Luego, los hombres se fueron a montar a caballo. A las mujeres no nos estaba permitido participar.
Dimos un largo paseo por una otrora hermosa playa, que ahora estaba llena de basura y de escombros.
La semana fue transcurriendo, y las molestias se fueron acumulando. Mahtob y yo las soportábamos, como sabíamos que era nuestra obligación. A esas alturas, ya estábamos acostumbradas.
El comienzo de la primavera trajo a la vez optimismo y depresión. Pronto las nieves se fundirían en las montañas. ¿Podría ahora el amigo de Rasheed pasarnos a Turquía? El clima, más suave, ofrecía posibilidades para la acción.
Y, sin embargo, el paso de una estación a otra subrayaba lo largo de mi encarcelamiento. Mahtob y yo llevábamos atrapadas en Irán más de siete meses.
A nuestro regreso a Teherán, Moody se enteró de que le habían dado el empleo en el hospital. Estaba como en éxtasis, moviéndose animadamente por la casa durante todo el día, ofreciéndonos raras sonrisas a Mahtob y a mí, contando chistes, exhibiendo los destellos de amabilidad y de amor que una vez —hace mucho tiempo— me lo habían hecho atractivo.
—Realmente, no han arreglado todo el papeleo —me confesó Moody—. Pero lo que va a hacer el hospital es, simplemente, ignorarlo y dejarme trabajar. Necesitan un anestesista. Cuando hayan resuelto lo de los papeles, me pagarán todas las horas atrasadas.
Durante el día, sin embargo, su entusiasmo se fue desvaneciendo. Se puso meditabundo, y casi se podían leer sus pensamientos. ¿Cómo iba a trabajar y al mismo tiempo vigilarme? Le dejé solo, porque no deseaba que creyera que le estaba presionando para conseguir más movilidad. Lo resolvería por sí mismo. Su programa hospitalario no era exigente. No estaría fuera de casa todo el día y cuando así fuera, me tendría vigilada. Nasserine podía informarle de mis idas y venidas. Yo tenía que volver casi inmediatamente después de la escuela de Mahtob, para poder cuidar de Amir mientras ella se iba a sus clases universitarias. La excepción en el programa era la clase de estudio del Corán de los jueves. Nasserine arregló las cosas para que alguien cuidara de Amir los jueves.
Me parecía oír girar las ruedas de la cabeza de Moody. ¿Podía confiar en mí? No le quedaba más remedio. De lo contrario, tenía que olvidarse de su empleo.
—Los jueves, volverás a casa tan pronto como terminen las clases del Corán —dijo—. Lo comprobaré.
—Sí —le prometí.
—Conforme —terminó Moody. Una vez más, su semblante resplandeció al recordar que iba a volver a trabajar.
Yo exploté mi libertad sólo en las ocasiones más excepcionales, y únicamente cuando valía la pena el riesgo. Moody era lo bastante tortuoso como para obligar a sus parientes a espiarme. Quizás los distribuyera por turnos para que vigilaran mis actividades. Él mismo lo hacía a veces. Cuando tenía el día libre, o terminaba el trabajo temprano, a veces aparecía de repente en la escuela para llevarnos a casa. No me permitía bajar la guardia.
Por lo tanto, cumplía meticulosamente con el horario que me había sido asignado, apartándome de él sólo con algún propósito muy concreto.
Un día, en la escuela, mientras las alumnas disfrutaban de su recreo, una maestra entró calladamente en la oficina y se sentó en el banco a mi lado. La conocía sólo de vista, pero siempre había tenido una sonrisa amable para mí. Nos saludamos mutuamente.
La mujer echó una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie se fijaba en nosotras, y luego susurró por la comisura de la boca.
—
Nagu
. No hable.
Nagu
, Mrs. Azahr.
Asentí con la cabeza.
—Hablé, mi marido, usted —dijo, luchando con las palabras—. Quiere ayudar usted.
No existen los pronombres «él» y «ella» en parsi. Los iraníes siempre confunden los términos. La maestra bajó la mirada hacia su regazo. Desde el interior de sus flotantes ropas, se deslizó casi imperceptiblemente una mano que tocó la mía. Una vez más se aseguró de que nadie nos estuviese mirando. Entonces, rápidamente, su mano tocó la mía y luego se retiró, dejando un trocito de papel en mi palma. En él había garabateado un número de teléfono.
—Llame usted —susurró la maestra—. Señora.
Dando prisas a Mahtob al salir de la escuela, corrí el riesgo de detenerme unos momentos en la tienda de Hamid para seguir aquella curiosa pista. Cuando marqué el número, una mujer de habla inglesa que se identificó como Miss Alavi se mostró encantada de oírme. Me explicó que trabajaba para el marido de la maestra, quien le había hablado a ella y a su madre de mi situación.
—Como hablo inglés y he estudiado en Inglaterra, me preguntó si podía hacer algo por usted —dijo Miss Alavi—. Le dije que lo intentaría.