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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (55 page)

BOOK: No sin mi hija
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Cruzamos Tabriz y nos dirigimos a otra ciudad. El chófer nos llevó por unas calles en lo que parecía un círculo interminable. Todo a nuestro alrededor mostraba los signos de la guerra. Vimos bloques enteros de casas derruidos por las bombas. Las paredes estaban acribilladas de balazos. Por todas partes patrullaban soldados. Al cabo de un rato nos detuvimos en una callejuela lateral, detrás de un camión de reparto azul en cuyo interior había dos hombres. El que se encontraba en el asiento del pasajero bajó, se acercó con decisión hacia nuestro coche y le habló al chófer en una extraña lengua que, con emoción, supuse que era turco.

El hombre regresó al camión, que partió rápidamente. Nuestro vehículo le siguió, pero al poco perdió su rastro entre el tráfico. Durante un rato dimos vueltas por la ciudad. ¿Qué es lo que nos está retrasando?, me pregunté. Vamos, vamos. Era sábado, el día en que mi abogado y yo teníamos que encontrarnos con Moody. ¿Cuánto tiempo esperaría éste antes de darse cuenta de que le había engañado? ¿Cuándo se desencadenaría su furia y llamaría a la policía? ¿Lo habría hecho ya? No había manera de saberlo.

Recordé a Amahl. No había podido llamarle, tal como él me había pedido. Debía de estar preocupado.

¿Y qué pasaba con John, Joe y mis padres, en el lejano Michigan? ¿Les llamaría Moody? ¿Llamarían ellos para hablarme de papá? ¿Qué les diría Moody? ¿Tendrían ellos que preocuparse por la vida de Mahtob y por la mía al igual que por la de papá? ¿Habría tres funerales en el inmediato futuro de mi familia?

¡Vamos, muévete!, quise gritar.

Finalmente, salimos de la ciudad y nos dirigimos al oeste por una autopista. Las horas pasaron en silencio, interrumpido sólo por un pequeño incidente. «
¡Nakon!
», gruñó el conductor. Echó una mirada a Mahtob por encima de su hombro. «
¡Nakon!
» «No hagas eso».

—Estás dando puntapiés a su asiento —le dije a Mahtob. Le hice encoger los pies.

Seguimos nuestro viaje. Por último, en algún momento de la tarde, nos paramos ante una casa abandonada junto a una carretera rural. Un camión se detuvo inmediatamente detrás de nosotros… el mismo que habíamos visto en la ciudad. Debía de habernos seguido. Nos dijeron a Mahtob y a mí que subiéramos a él, y, en cuanto estuvimos arriba, el otro vehículo partió a buena velocidad, dejándonos solas con un nuevo conductor y otro hombre extraño.

El chófer se parecía más a un indio americano que a un iraní. Llevaba su negro cabello cuidadosamente cortado y peinado, y en sus anchos rasgos destacaban unos prominentes pómulos. Me asustó la sombría expresión de su cara.

El otro hombre, que iba sentado en medio de la cabina, tenía un aspecto más amistoso. Era alto y esbelto, y en su porte se percibía un aire de mando. Mientras el camión circulaba a trancas y barrancas por el sendero de la casa abandonada, alejándose de ésta, el hombre sonrió y dijo en parsi: «Me llamo Mosehn». Circulamos durante un breve trecho, quizás sólo un centenar de metros, y giramos hacia otro sendero que conducía a un diminuto pueblo. Éste no era más que un grupo de chozas diseminadas, y aunque hacía un frío tremendo, los niños correteaban por todas partes, descalzos y casi sin ropa. Nos detuvimos bruscamente, y el chófer saltó del camión. Corrió hacia una pared de ladrillo y se izó para poder ver encima de ella. El camino estaba, por lo visto, despejado, y el hombre nos hizo señas de que le siguiéramos. Mosehn se deslizó al asiento del chófer e hizo adelantar el vehículo lentamente. Se abrió una verja de metal, y la cruzamos con rapidez. Detrás de nosotros, la verja fue cerrada con llave inmediatamente.


¡Zood bash! ¡Zood bash!
—apremió Mosehn.

Mahtob y yo bajamos del camión, hundiendo los pies en el barro de un patio lleno de pollos y ovejas. Caminamos tambaleándonos detrás de Mosehn, penetrando en un edificio en forma de granero que se levantaba en el patio. Nos siguieron algunos animales.

Las paredes de cemento del granero acentuaron el frío glacial que nos atenazaba, produciendo involuntarios estremecimientos. Mi respiración pendía en el aire ante mí como una nube helada mientras susurraba:

—Ahora tienes que mostrarte tímida, Mahtob. No traduzcas si yo no te lo pido. No demuestres que comprendes lo que dicen. Haz ver que estás cansada, que quieres dormir. No queremos que esta gente sepa nada de nosotras.

Envolviendo a mi hija con los brazos a fin de conseguir un poco de calor para ambas, eché una mirada al granero. Extendidos en el suelo había largos trozos de tela de colores, cosidos entre sí como colchas, pero sin la guata. Junto a la pared había algunas mantas. Los hombres trajeron una estufa de queroseno, la encendieron, acercaron la tela a la estufa y nos hicieron un gesto para que nos sentáramos. Mientras trabajaban, uno de ellos tropezó con la estufa, haciendo caer un poco de queroseno que salpicó la tela. Me preocupó la posibilidad de un incendio.

Nos sentamos todo lo cerca del fuego que pudimos, envolviéndonos con las frías y húmedas mantas. Aquella pequeña estufa resultaba casi inútil contra el frío entumecedor que nos envolvía. El olor del queroseno impregnaba el aire. Yo no podía estarme quieta, incapaz de decidir si tendríamos más calor con o sin las mantas. Aguardamos los acontecimientos.

«Volveré luego», prometió Mosehn. Y luego él y el otro hombre salieron.

Pronto entró una mujer en el granero, vestida completamente con ropas kurdas, tan diferentes de las prendas tristes y sin color de las mujeres de Teherán. Llevaba superpuestas varias faldas de brillantes colores, largas hasta el suelo, apretadas por la cintura y con un polisón que daba a sus caderas un tamaño descomunal. Atado con unas correas a su espalda, transportaba un pequeñín. Éste tenía la cabeza grande y los rasgos anchos de nuestro sombrío chófer. Supuse que sería su hijo.

La mujer no dejaba de moverse. Se puso a limpiar
sabzi
durante unos minutos, y luego salió al patio. Yo observé por la puerta abierta mientras ella vertía el agua. Regresó al poco rato, recogiendo las alfombras y mantas del suelo, plegándolas y almacenándolas, barriendo después el suelo con una escoba fabricada con hierbas secas atadas con un harapo. Mientras trabajaba, entraron algunos pollos en el granero. La mujer los expulsó con su improvisada escoba y continuó la limpieza.

¿Qué va a pasar ahora?, me pregunté. ¿Van a volver realmente Mosehn y el otro hombre? ¿Qué sabe esta mujer de nosotras? ¿Qué piensa de nosotras? Ella no daba ninguna indicación, ignorando nuestra presencia mientras se dedicaba a sus tareas.

Al poco se marchó, dejándonos solas por un breve rato, y luego volvió con pan, queso y té. Aunque estábamos muy hambrientas, aquel queso era demasiado fuerte para que nos lo comiéramos Mahtob y yo. Bebimos el té y comimos todo el pan seco que pudimos sin atragantarnos.

La noche pasó lentamente, en medio de un silencio y una inactividad frustrantes. Mahtob y yo temblábamos tanto de frío como de miedo, conscientes de nuestra vulnerabilidad. Nos encontrábamos atascadas en algún lugar de los vagos lindes de la nación, donde la vida, en el mejor de los casos, era primitiva. Si a aquella gente se le metía en la cabeza explotarnos del modo que fuera, no había forma de que pudiéramos defendernos. Estábamos a su merced.

Aguardamos durante varias horas hasta que regresó Mosehn. Me sentí aliviada al verle. Había algo en sus maneras que era casi gentil. Comprendí que, en mi situación de desvalimiento, era natural sentir afinidad hacia cualquiera que asumiera el papel de protector. Yo estaba triste y asustada de haber dejado a Amahl. Al principio había mirado cautelosamente a la mujer del coche; luego, poco a poco, empecé a confiar en ella. Ahora Mosehn. Mi vida —y la de Mahtob— estaba en sus manos. Quería sentirme a salvo con él. Tenía que sentirme a salvo con él.

—¿Qué lleva en la bolsa? —me preguntó.

Vacié el contenido —los libros de colores de Mahtob, la poca ropa que nos quedaba, joyas, dinero, las monedas proporcionadas por Amahl para las llamadas telefónicas, los pasaportes— en el frío suelo de piedra.


Betaman
—dijo Mosehn—. Dámelo.

¿Así que, a fin de cuentas, era un ladrón?, me pregunté. ¿Nos estaba robando en ese momento? No había ninguna posibilidad de discutir. Conseguí hacerle llegar el mensaje de que quería conservar el reloj, «para ver la hora». Todo lo demás se lo tendí.

Mosehn arregló los diversos artículos en montoncitos, y eligió algunas cosas.

—Mañana —dijo en parsi—, lleven toda la ropa que puedan. El resto déjenlo.

Hurgó entre mis collares de perlas y un brazalete también de perlas, y luego se los metió en el bolsillo.

Tratando de apaciguarlo, saqué mi maquillaje, y también se lo tendí. «Dele esto a su mujer», dije. ¿Tendría una mujer?

Hizo un montoncito con el dinero, los pasaportes y el collar de oro.

—Guarde esto esta noche —dijo—. Pero tiene que darme estas cosas antes de que nos marchemos.

—Sí —acepté rápidamente.

Miró el libro de escuela que Mahtob había traído consigo. Era su texto de parsi. Cuando se lo metía en la chaqueta, a Mahtob se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Quiero quedármelo —dijo llorando.

—Te lo devolveré —dijo Mosehn. El hombre se mostraba cada vez más misterioso. Sus modales eran amables, pero sus palabras y sus actos no nos dejaban elección. Nos sonrió con paternal condescendencia; en sus bolsillos se percibían los bultitos que formaban mis perlas. «Volveré mañana», dijo. Luego salió a la oscura y helada noche.

La mujer regresó, e inmediatamente nos preparó para dormir. Las mantas que ella había almacenado limpiamente en un rincón fueron ahora transformadas en sacos de dormir, para nosotras, para la mujer, y para su marido, de siniestro aspecto, y el pequeñín.

Era tarde, y Mahtob y yo nos acurrucamos sobre uno de los trozos de tela, abrazadas para darnos calor, cerca de la estufa de queroseno. La niña finalmente sucumbió a un inquieto sueño, del que despertaba de vez en cuando.

Exhausta, temblando de frío, hambrienta, frenéticamente preocupada, permanecí allí junto a mi hija. Me preocupaba la posibilidad de que la estufa incendiara las mantas. Me preocupaba la posibilidad de que Moody hubiera dado con nuestra pista y nos estuviera siguiendo. Me preocupaba la policía, los soldados, los
pasdar
. Me preocupaba el día siguiente y la traicionera frontera que teníamos que cruzar. ¿Cómo lo harían? ¿Tendríamos, Mahtob y yo, subidas a una ambulancia de la Cruz Roja, que fingir heridas o enfermedades?

Me preocupaba papá. Y mamá. Y John y Joe.

Y me preocupaba por mí misma, dormitando en una especie de neblina de inconsciencia, de la que salí y entré continuamente durante toda la noche.

Al alba, el granero parecía más frío que nunca. Mahtob temblaba incontroladamente en su sueño.

La mujer se levantó temprano y nos trajo té, pan y un poco más de aquel rancio e incomible queso. Mientras bebíamos el té y masticábamos el duro pan, la mujer volvió con una sorpresa: semillas de girasol en una bandejita de metal. Los ojos de Mahtob se abrieron de par en par con el entusiasmo. Estábamos tan hambrientas que yo no dudé de que se comería todas las semillas de golpe. Pero lo que hizo fue separarlas cuidadosamente en dos porciones.

—Mami, no podemos comérnoslas todas hoy —dijo—. Tenemos que guardar algunas. —Señaló a un montoncito de ellas—. Éstas nos las comeremos hoy, y guardaremos las otras para mañana.

Me quedé sorprendida ante su plan de racionar las preciosas semillas. También ella estaba preocupada por lo inseguro de nuestra situación.

La mujer se afanaba fuera, trabajando en una pequeña y primitiva cocina. Estaba cocinando pollo, sin duda alguno de los residentes del patio que ella había matado y limpiado. ¡Teníamos tanta hambre!

Con el pollo guisándose y su delicioso aroma penetrando por la abierta puerta del granero, la mujer volvió al interior a preparar
sabzi
. Me senté a su lado, ayudando, saboreando el pensamiento de una comida caliente.

El pollo estaba listo, los platos fueron dispuestos en el suelo del granero, y nos disponíamos a sumergirnos en el festín cuando llegó Mosehn.


¡Zood bash! ¡Zood bash!
—ordenó.

La mujer se levantó y corrió afuera, regresando inmediatamente con una brazada de ropas. Trabajando rápidamente, me vistió al pesado y llamativo estilo kurdo. Eran cuatro vestidos, el primero de los cuales tenía mangas largas, con un trozo de tela de sesenta centímetros, y de unos siete centímetros de ancho, que colgaba de la muñeca. Me fue poniendo encima del primero los demás vestidos, pasándomelos por la cabeza y alisando luego las faldas. El último era un grueso brocado de terciopelo de brillantes colores naranja, azul y rosa. Una vez colocado el último vestido, el trozo de tela que colgaba me fue ceñido apretadamente a la cintura, formando una gruesa vuelta.

Luego me envolvió completamente la cabeza con un trozo de tela que dejó colgando a un lado. Ya era una kurda.

Mahtob siguió llevando su
montoe
.

Mosehn me dijo que parte del camino lo haríamos a caballo.

—No tengo pantalones —repliqué.

Desapareció brevemente y regresó con un par de largos pantalones de pana masculinos de delgadas caderas. Enrollé las vueltas y traté de meterme los pantalones por debajo de las voluminosas faldas kurdas. Apenas conseguí metérmelos por los muslos, y mucho menos subir la cremallera, pero comprendí que tendrían que ser suficiente. Mosehn nos ofreció luego a Mahtob y a mí unos gruesos calcetines de lana. Nos los pusimos, así como las botas.

Ahora ya estábamos listas.

Mosehn me pidió el dinero, el collar de oro y los pasaportes… es decir, el resto de nuestras posesiones, excepto el reloj. No había tiempo para preocuparse por aquellas chucherías que no tenían ningún valor en aquel realista esquema de vida.

«
¡Zood bash! ¡Zood bash!
», repetía Mosehn.

Le seguimos fuera del granero, mientras nuestra comida caliente quedaba atrás sin tocar, y nos encaramamos al camión azul. Como antes, el otro hombre era el que conducía. Sacó el vehículo marcha atrás por la verja y nos alejamos del pueblecito por el mismo sendero por el que habíamos venido, regresando a la carretera. «No se preocupe, no se preocupe», repetía Mosehn. Explicó el plan lo mejor que pudo en parsi, echando mano de vez en cuando de frases en dialecto kurdo o en turco. Dijo que iríamos durante un rato en aquel camión, que luego cambiaríamos a otro camión, y finalmente a un coche rojo.

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