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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (56 page)

BOOK: No sin mi hija
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Los detalles sonaban vagos. Confié en que fueran ejecutados con más claridad de lo que Mosehn era capaz de comunicar.

Yo seguía confundida respecto de Mosehn. Su forma de comportarse entrañaba inquietantes insinuaciones. Tenía mi dinero y mis joyas. Los pasaportes no me importaban, porque sin visados eran inútiles. Si lográbamos llegar a la Embajada de los Estados Unidos en Ankara, sabía que podría conseguir nuevos pasaportes. ¿Pero, y mi dinero? ¿Y mis joyas? Me preocupaba, no su valor, sino las intenciones de Mosehn.

Por lo demás, se mostraba solícito y amable. Igual que antes, él era ahora mi vínculo con la acción, mi única esperanza de salvación, y brotaba en mí un fuerte deseo de considerarle como mi protección y guía. ¿Se quedaría con nosotros durante el viaje?

—Nunca he cruzado la frontera con nadie —dijo en parsi—. Pero es usted mi hermana. Voy a cruzarla con usted.

Me sentí de repente extrañamente mejor.

Al cabo de un rato nos encontramos con otro camión, que viajaba en sentido opuesto. Al pasar uno junto al otro, los conductores se detuvieron bruscamente.


¡Zood bash!
—gritó Mosehn.

Mahtob y yo bajamos a la calzada. Me volví hacia Mosehn, esperando que se uniera a nosotras.

—Déselos al hombre del otro camión —me dijo, poniéndome los pasaportes en la mano. Luego, la imagen de su rostro desapareció, cuando el chófer apretó el acelerador. El camión azul se había ido, y Mosehn con él.

Bien, no va a venir con nosotras, comprendí. Nunca le volveremos a ver.

El otro camión dio un giro de 180 grados, y se detuvo a nuestro lado. Nos encaramamos a la cabina. Sin perder tiempo, el chófer emprendió rápida salida por una serpenteante carretera que subía por la montaña.

Era un camión abierto, una especie de jeep. Había dos hombres en la cabina, y yo tendí nuestros pasaportes al que estaba a mi lado. Él los cogió cautelosamente, como si ardieran. Nadie quería ser pillado con nuestros pasaportes americanos encima.

Rodamos sólo un breve trecho antes de detenernos, y el hombre que tenía los pasaportes nos hizo un gesto para que fuéramos a la parte trasera, al aire libre, sin protección. No comprendía por qué nos quería allí, pero obedecí.

Inmediatamente continuamos el camino a velocidad suicida.

La noche anterior, en el granero de cemento, había pensado que era imposible que hiciese más frío. Me equivocaba. Mahtob y yo nos acurrucamos juntas en la trasera del camión. El helado viento nos desgarraba, pero Mahtob no se quejó.

Proseguimos así, dando tumbos por la serpenteante carretera, montaña arriba.

¿Cuánto más podríamos soportar?, me pregunté.

El conductor sacó el vehículo de la carretera y empezó a conducir campo a través por el rocoso terreno lleno de baches, sin seguir aparentemente ninguna pista. Al cabo de medio kilómetro se detuvo y nos invitó a volver a la cabina.

Seguimos nuestro viaje, con el vehículo de tracción a las cuatro ruedas marcando su propio camino. De vez en cuando pasábamos por delante de alguna choza, o de algunas ovejas flacuchas.

El hombre que estaba a mi lado señaló de repente a la cima de la montaña. Levanté los ojos y, a lo lejos, vi la silueta de un hombre de pie en el pico, con un fusil colgándole del hombro… un centinela. El hombre a mi lado movió la cabeza negativamente y gruñó. Mientras continuábamos nuestro camino, fue señalando a más centinelas en otras montañas.

De pronto, el inconfundible y agudo
ping
de un disparo de fusil rompió el silencio del inhóspito paisaje. Fue seguido rápidamente por un segundo disparo, cuyo eco retumbó en la ladera de la montaña.

El chófer paró inmediatamente el camión. El miedo se reflejaba en el rostro de los dos hombres, y eso aumentó el mío. Mahtob se retorcía contra mí. Aguardamos en un tenso silencio mientras un soldado, fusil en mano, corría hacia nosotros. Llevaba un uniforme caqui ceñido por la cintura. Yo me encontré de repente con nuestros pasaportes en mis manos. Sin saber qué hacer, los metí en una de las botas y esperé, apretando aún más a Mahtob.

—No mires al hombre —le susurré a Mahtob—. No digas nada.

El soldado se acercó cautelosamente a la ventanilla del camión, apuntando con su fusil al conductor. Yo tenía el corazón helado de miedo.

Sosteniendo su fusil ante la cara del chófer, el soldado dijo algo en una lengua extraña para mí. Mientras los dos hombres entablaban una animada conversación, yo traté de no mirarlos. Ambos fueron levantando el volumen de su voz. La del soldado tenía un tono maligno, insolente. Mahtob me apretó la mano con su manecita. Yo tenía miedo de respirar.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el soldado se marchó. Nuestro chófer echó una mirada a su compañero y lanzó un audible suspiro de alivio. Fuera cual fuera la historia que había contado, resultaba suficiente.

De nuevo nos pusimos en marcha, campo a través, hasta llegar a una carretera. Por ella pasaban vehículos militares a gran velocidad en ambas direcciones. Allá delante, se dibujaba un control, pero antes de llegar a él, nuestro conductor se detuvo en el borde de la carretera y nos hizo un gesto para que nos bajáramos. El segundo hombre bajó también del jeep y nos invitó a seguirlo. Evidentemente, teníamos que rodear el control.

Mahtob y yo seguimos al hombre por el campo abierto, una meseta cubierta de nieve, hielo y barro helado. Estábamos claramente a la vista del control, sin engañar a nadie. Me sentía como un blanco en una caseta de feria. Avanzamos dificultosamente por el campo durante varios minutos hasta llegar a otra carretera con abundante tráfico en ambas direcciones.

Supuse que el jeep nos recogería allí, o que tal vez aparecería el coche rojo de que nos había hablado Mosehn. Pero, en vez de aguardar al borde de la carretera, nuestro guía echó a andar por el arcén. Nosotras le seguimos, heladas, desgraciadas, confundidas.

Caminábamos peligrosamente en el mismo sentido que el tráfico, subiendo y bajando pendientes, manteniendo un paso regular, sin reducirlo ni siquiera cuando pesados, enormes camiones militares pasaban rugiendo por nuestro lado. A veces resbalábamos en el helado barro, pero seguíamos adelante. Mahtob no dejaba de poner un piececito delante del otro, sin quejarse nunca.

Proseguimos así durante una hora, hasta que, al pie de una pendiente especialmente inclinada, nuestro guía encontró un lugar llano en la nieve. Nos hizo señas de que nos sentáramos a descansar. Con algunas palabras de parsi y un poco del lenguaje de los signos, nos dijo que nos quedáramos allí, que él regresaría más tarde. Se marchó a grandes y rápidas zancadas. Mahtob y yo nos sentamos en la nieve, solas en nuestro propio universo privado, y observamos cómo el hombre desaparecía tras la cresta de una larga colina cubierta de nieve.

¿Y por qué habría de volver?, me pregunté. Se está fatal aquí. Amahl pagó a estos hombres por anticipado. Nos acaban de disparar. ¿Por qué, en nombre de Dios, habría de preocuparse este hombre de regresar?

No sé cuánto tiempo estuvimos allí sentadas, esperando, haciéndonos preguntas, inquietándonos, rezando.

Tenía miedo de que alguien se detuviera a investigarnos, o incluso a ofrecernos ayuda. ¿Qué les diría?

En una ocasión vimos pasar el jeep, conducido por el hombre que nos había sacado del apuro con el soldado. Nos echó una mirada, pero no dio señales de reconocernos.

El hombre no volverá, me repetía. ¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí, esperando? ¿Adónde podríamos ir?

Mahtob no dijo nada. La expresión de su cara era más resuelta que nunca. Volvía a casa, a América.

El hombre no volverá. A esas alturas, yo ya estaba convencida. Esperaremos aquí hasta que se haga de noche. Luego tendremos que hacer algo. ¿Qué? ¿Echar a andar hacia el oeste, una madre y una hija solas, intentando cruzar las montañas hacia Turquía? ¿Podíamos encontrar el camino de regreso hasta el puesto de control y entregar nuestro sueño y quizás nuestra vida? ¿O simplemente nos helaríamos hasta morir en algún momento de la noche, agonizando abrazadas al lado de aquella carretera?

El hombre no volverá.

Recordé la historia que Helen me había contado, mucho tiempo atrás, sobre la mujer iraní y su hija que habían sido abandonadas de esa manera. La hija murió. La mujer estuvo a punto, y perdió todos los dientes durante la dura prueba. La imagen de aquella mujer derrotada me obsesionaba.

Estaba demasiado inmovilizada por el frío, y por mi propio pánico, para darme cuenta de que se acercaba un coche rojo. Ya se había desviado al arcén e iba reduciendo la velocidad para detenerse, antes de que yo levantara la mirada y lo viera.

¡El hombre había vuelto! Nos hizo señas de que entráramos rápidamente en el vehículo, y dio orden al conductor de partir en seguida.

Cinco minutos más tarde llegamos a una casa situada cerca de la carretera, a cierta distancia de ésta. Era una casa de cemento, blanca, de una sola planta, y cuadrada. El sendero que conducía hasta ella rodeaba el edificio desembocando en un patio, poblado por unos chiquillos muy escasamente vestidos que corrían por la nieve, y por un enorme perro mestizo.

Había ropa secándose por todas partes, colgando en forma de enmarañadas y heladas esculturas de las ramas de los árboles, de las estacas y de los barrotes de las casas.

Mujeres y niños se reunieron para inspeccionarnos. Eran mujeres feas, de ceño fruncido y enorme nariz. Sus ropas kurdas les hacían parecer tan anchas como altas, y ese efecto se veía acentuado por unos polisones más anchos incluso que el que llevaba yo. Nos miraron con suspicacia, las manos en las caderas.

«
Zood bash
», dijo el «hombre que había regresado». Nos acompañó al otro lado de la casa, el que daba a la carretera, y nos hizo entrar en un vestíbulo. Había algunas mujeres que nos indicaron por señas que nos quitáramos las botas y las dejáramos allí. El agotamiento y la aprensión se estaban cobrando un pesado tributo en mí. Todo tenía una cualidad etérea.

Las mujeres y los niños seguían montando guardia a nuestro alrededor, mirando tontamente mientras nos quitábamos las botas cargadas de barro y de hielo. Nos acompañaron luego a una habitación grande, fría y vacía. Una mujer nos indicó que nos sentáramos.

Así lo hicimos, sobre el duro barro, y miramos silenciosa y temerosamente a las mujeres kurdas que nos devolvieron la mirada de un modo que no parecía amistoso. La monotonía de las encaladas y sucias paredes de la habitación sólo era rota por dos pequeñas ventanas provistas de barrotes de hierro, y por una única fotografía de un hombre, un kurdo de abultados pómulos, que llevaba un deshilachado sombrero de estilo ruso.

Una de las mujeres alimentó el fuego y preparó té. Otra nos ofreció unas rebanadas de pan duro y frío. Una tercera trajo mantas.

Nos envolvimos con las mantas, pero no podíamos impedir que nuestros cuerpos temblaran.

¿Qué estarán pensando estas mujeres?, pensé. ¿Qué se están diciendo en ese ininteligible dialecto kurdo? ¿Saben que somos americanas? ¿Odian los kurdos a los americanos también? ¿O son aliados nuestros, enemigos comunes de la mayoría chiíta?

El «hombre que había regresado» se sentó junto a nosotras, sin decir nada. Yo no tenía forma de saber qué iba a ocurrir a continuación.

Al cabo de un rato, otra mujer entró en la habitación, portando el mayor polisón que jamás había visto. Un muchacho, quizás de unos doce años, iba con ella. La mujer se nos acercó, dijo algo ásperamente al chico y le hizo señas para que se sentara al lado de Mahtob. El muchacho obedeció, y luego levantó los ojos para mirar a la mujer con una tímida sonrisa en su cara. La mujer, que parecía su madre, permaneció junto a nosotros como un centinela.

Me asusté mucho. ¿Qué estaba pasando? Aquella escena era tan extraña que me sentí al borde del pánico. Renegada en aquella lejana tierra, un inerme juguete ahora a merced de una gente que estaba fuera de la ley dentro de su propio y siniestro país, grité silenciosamente pidiendo ayuda. ¿Era real aquello? ¿Cómo podía una mujer corriente americana encontrarse en una situación tan inverosímil?

Sí sabía cómo, recordé. ¡Moody! Su cara acechaba desde las danzantes sombras de la pared, sonriendo afectadamente. El fuego de sus ojos al golpearme, al golpear a Mahtob, brillaba ahora a la luz de la estufa de queroseno. Las voces kurdas que me rodeaban fueron creciendo en intensidad, mezclándose con los gritos violentos, perversos, de Moody.

¡Moody!

Moody me había obligado a huir. Yo tenía que llevarme a Mahtob. Pero, Dios mío, pensé, si le sucede algo…

¿Estaban aquellas gentes organizando un complot? ¿Estaban planeando llevarse a Mahtob? ¿Quiénes eran aquel muchachito y su imponente madre? ¿Habían elegido a Mahtob como su prometida infantil? El último año y medio me había convencido de que podía esperarlo casi todo de aquella extraña tierra.

¡Esto no merece la pena!, me grité a mí misma. Si la han vendido, o han hecho alguna especie de trato con ella, esto no merece la pena. Deseé haberme quedado en Irán para toda la vida. ¿Cómo había sido capaz de hacer pasar a Mahtob por aquello?

Traté de calmarme, diciéndole a mi desbocado cerebro que aquellos temores eran sólo oscuras fantasías producidas por la fatiga y la tensión.

—Mami, no me gusta este lugar —susurró Mahtob—. Quiero irme.

Eso me asustó todavía más. Mahtob también percibía algo extraño.

De vez en cuando, el muchacho se agitaba, apartándose ligeramente del lugar que ocupaba junto a Mahtob, pero la mujer —¿su madre?— le lanzaba una airada mirada, y el chico se quedaba quieto nuevamente. A mi lado, el «hombre que había regresado» continuaba descansando en silencio.

Estuvimos sentados así durante quizás media hora antes de que entrara en la habitación otro hombre, cuya aparición desencadenó gran actividad entre las mujeres. Inmediatamente, le trajeron té caliente y pan. Empezaron a moverse a su alrededor, asegurándose de que su taza de té estuviese siempre llena. El hombre se sentó en el suelo, al otro lado de la habitación, sin prestarnos ninguna atención. Sacando de entre sus ropas un rollo de papel de fumar, se entretuvo en liar algo parecido a un cigarrillo, aunque su contenido era más bien una especie de sustancia blanca. ¿Marihuana, hachís, opio? No sabía demasiado de esas cosas, pero, fuera lo que fuese lo que metió en el cigarrillo no parecía tabaco.

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