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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (51 page)

BOOK: No sin mi hija
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Aparte de los tumultuosos revolucionarios que habían invadido nuestra vida en Corpus Christi, la mayor parte de los iraníes que yo conocía eran cultivados y educados. Tenían un punto de vista no muy ilustrado sobre las mujeres, desde luego, pero esto generalmente se manifestaba en una gentil cortesía que más bien resultaba halagadora. Yo estaba decidida a ser una amable anfitriona para el sobrino de Moody. Me distraje preparando una cena iraní mientras los niños y yo esperábamos su llegada.

Desgraciadamente, detesté a Mammal desde el momento en que entró por la puerta. Era bajito, como la mayoría de los iraníes. Sin embargo —o quizás justamente por ello—, andaba y se comportaba con un pavoneo insolente. Una poblada barba y un bigote le daban aspecto descuidado. Tenía ojos pequeños y hundidos que miraban fijamente a través de mí, como si yo no existiera. Toda su actitud parecía decir: ¿Quién eres tú? ¡Soy mejor que tú!

Por añadidura, ejercía un efecto inquietante sobre Moody. Casi las primeras palabras que salieron de su boca fueron: «Debéis venir a visitarnos a Teherán. Todo el mundo espera conoceros a Mahtob y a ti». A mí me horrorizaba la idea. La primera noche, los dos hombres se la pasaron hablando apasionadamente en parsi. Esto quizás fuese comprensible, porque tenían muchas noticias familiares que compartir, pero me preocupaba que Moody pudiera considerar seriamente la invitación de Mammal. No obstante, estuvieron hablando todo el tiempo en parsi, dejándome totalmente fuera de sus conversaciones, aun cuando el inglés de Mammal era pasable.

No pasó mucho tiempo sin que yo empezara a contar las horas del fin de semana, anhelando una tranquila velada cuando Moody y Mammal se marcharan a Detroit nuevamente. Pero el domingo por la tarde, Moody me dijo:

—Deja que se quede contigo mientras yo hago los preparativos para su operación.

—No —le dije—. Es tu sobrino. Es tu invitado.

Calmosamente, Moody señaló que él tenía que trabajar en la clínica. Mammal necesitaba cuidado. Le habían prescrito una dieta muy suave. Yo podía dejar el trabajo durante unos días hasta que la operación estuviera programada.

No dio opción a la discusión. En algún lugar de lo más profundo de mi mente, me di cuenta de que Moody estaba recuperando sus persuasivos poderes sobre mí. Acepté, racionalizando que serían sólo unos días.

Decidí sacar el mejor partido. Sentía pena por Mammal, porque las líneas aéreas le habían perdido el equipaje. Mi amiga Annie Kuredjian, una sastresa armenia, fue conmigo a comprarle a Mammal varias mudas de ropa. Annie lo modificó todo para que se ajustara al cuerpo anormalmente delgado de Mammal.

Éste aceptó las ropas sin dar siquiera las gracias, las metió en el armario y siguió llevando los mismos malolientes pantalones tejanos y la misma camisa.

Cuando finalmente el equipaje de Mammal fue localizado y se lo entregaron, estaba lleno de regalos para nosotros. Pero no había en él ropa alguna. Aunque probablemente tuviese que estar en América varios meses, Mammal tenía, sin duda, previsto llevar la misma ropa cada día.

—¿No quieres que te lave la ropa? —le pregunté un día.

—No —replicó, encogiéndose de hombros despreocupadamente.

El fin de semana, cuando Moody vino a vernos, increíblemente, no pareció percibir el hedor hasta que se lo indiqué.

—Anda, dale tu ropa a Betty para que te la lave —le ordenó a Mammal—. Y date una ducha.

El sobrino de Moody obedeció con una sonrisa que más parecía una mueca. Una ducha era un raro acontecimiento en su vida, considerado como una tarea penosa más que como una experiencia renovada.

Mammal fue un huésped perezoso, insolente y exigente durante las dos semanas que transcurrieron hasta que se le llevó en coche al Carson City Hospital para su operación. Me pasé el tiempo visitando allí a mis parientes y luego regresé a Alpena, despachando a Mammal de mi vida.

Más tarde, Moody me dijo que Mammal estaba ofendido porque yo no había faltado al trabajo, arreglado las cosas para que alguien cuidara de los niños durante la noche, y repetido el viaje de cuatro horas en coche a Carson City con el fin de estar presente durante la operación.

Pasaron diez días en que Mammal permaneció en el hospital, recuperándose. Luego, Moody llevó a su convaleciente sobrino desde Carson City a Alpena, y una vez más lo depositó a mi cuidado.

—No, no quiero cuidar de él —dije—. ¿Y si le pasa algo? Tú eres el médico. Cuida de él.

Moody apenas escuchó mis protestas. Volvió a Detroit, dejándome a Mammal.

Odiándome a mí misma por retornar al papel de esposa sometida, desempeñé, no obstante, el papel de enfermera de Mammal, preparándole las cinco comidas suaves diarias prescritas para él. Por lo visto, a Mammal le disgustaban tanto mis comidas como a mí me disgustaba cocinar para él. Sin embargo, no parecía quedarme más recurso que esperar el momento en que Mammal se recuperara lo bastante para poder regresar a Irán.

Moody supuso que en Mahtob se despertaría una instantánea afinidad para con Mammal. Trató de obligarla a pasar el tiempo con su sobrino, pero Mahtob reaccionó ante el desaseado iraní igual que yo.

—Déjala estar —le sugerí—. Mahtob no puede ser obligada a la amistad. Así es ella. Lo sabes perfectamente. No le prestes ninguna atención, y a su debido tiempo cederá.

Moody no quería escuchar. Incluso le dio a Mahtob alguna zurra por huir de Mammal.

Durante la semana, mientras se hallaba en Detroit, Moody llamaba a Mammal todas las noches. Hablaban en parsi, a veces durante horas, y pronto me di cuenta de que Moody utilizaba a Mammal para vigilar mis actividades. Una noche, por ejemplo, Mammal dejó de pronto el teléfono y me dijo que Moody quería hablar conmigo. Mi marido estaba furioso. Quería saber por qué permitía yo que Mahtob viera cierto programa de televisión contra sus específicas instrucciones.

Nuestros fines de semana pacíficos eran cosa del pasado. Moody venía ahora a Alpena y se pasaba el sábado y el domingo en conversación con Mammal, poniéndose al día sobre asuntos familiares, de nuevo hablando con excesiva efusión sobre el Ayatollah Jomeini, difamando las costumbres occidentales… y en especial las americanas.

¿Qué tenía que hacer? Semana a semana, mi marido, americanizado durante veinticinco años, iba recuperando su personalidad iraní. Mientras Mammal anduviera por allí, el amor hacia mi marido estaría a prueba. Yo me había casado con el Moody americano; aquel Moody iraní era un ser extraño y desagradable. Es más, él y Mammal hablaban ahora constantemente de llevarnos a Mahtob y a mí a visitar a la familia de Teherán.

Durante todo el fin de semana, se encerraban juntos, entablando extensas, animadas, incomprensibles discusiones. Y, aunque hablaban en parsi, bajaban la voz cada vez que yo entraba en la habitación.

—¿Cuándo se va a marchar? —pregunté con desesperación un día.

—No puede, hasta que los médicos le digan que está completamente bien —replicó Moody.

Dos acontecimientos precipitaron la crisis. Primero, el banco encontró un comprador para nuestra casa alquilada, de manera que nos vimos forzados a mudarnos. Y, aproximadamente por la misma época, mi trabajo en el bufete de abogados fue disminuyendo. Era evidente para todo el mundo que había llegado el momento de que yo me mudara.

Y Moody sabía a dónde quería que me mudara. Decretó que ya era hora de que reanudáramos nuestra vida como una unidad familiar completa.

Yo no quería marcharme, y no estaba enteramente segura de querer perder mi independencia. Pero sabía que Mammal regresaría pronto a Irán, y tenía la esperanza de que Moody y yo recobrásemos nuestro antiguo estilo de vida, elegante y confortable. Aunque el tema nunca fue mencionado, mi única alternativa era el divorcio. Eso se deducía claramente de la fuerza de la insistencia de Moody. De manera que acepté trasladarme a Detroit. Lo peor quedaba atrás, pensaba, esperaba, confiaba. Intentaría —lo intentaría de veras— reestructurar nuestro matrimonio.

Sin embargo, tomé una precaución. Insegura respecto de mi futuro, y temiendo el embarazo, la semana anterior a la mudanza fui al médico y me hice colocar un DIU.

Moody había vivido todo aquel tiempo en un pequeño apartamento, de modo que ahora nos pusimos a buscar una nueva casa. Yo suponía que la compraríamos, pero Moody insistió en que la alquiláramos durante algún tiempo, mientras buscábamos una parcela que nos gustara, y construyéramos en ella la casa de nuestros sueños. Las cosas ocurrían tan de prisa que la cabeza me daba vueltas. Moody había recobrado completamente sus poderes de persuasión sobre mí. Casi antes de que yo me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, alquilamos una casa en Southfield y nos mudamos a ella… yo, Moody, Joe, John, Mahtob… y Mammal.

Matriculé a Mahtob en una excelente escuela Montessori de la cercana Birmingham, dirigida por la mujer que había llevado la doctrina Montessori de Europa a América.

Moody me compró un coche nuevo, y casi cada día llevaba a Mammal a ver la ciudad de Detroit o simplemente a comprar, con el dinero que Moody le daba generosamente. Los modales de Mammal eran condescendientes y desagradables como siempre, pero parecía suponer que yo estaba encantada con su presencia. En realidad, como es natural, no vivía más que para el día en que se marchara a Irán.

Mammal permaneció con nosotros hasta mediados de julio, y a medida que se acercaba el día de su partida, insistía más y más en que nosotros —Moody, Mahtob y yo— fuéramos a visitar a la familia en Teherán. Para horror mío, Moody aceptó, anunciando que en agosto iríamos para unas vacaciones de dos semanas. John y Joe podían quedarse con su padre.

De pronto, las conversaciones clandestinas de Moody y Mammal hasta altas horas de la noche adquirieron un aspecto mucho más siniestro. Durante los días que precedieron a la marcha de Mammal, Moody se pasó prácticamente todo el tiempo con él. ¿Estaban planeando algo?

En una ocasión me enfrenté a ellos con temor.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunté—. ¿Planeando raptar a Mahtob y llevarla a Teherán?

—No seas ridícula —repuso Moody—. Estás loca. Deberías ir a ver a un psiquiatra.

—No estoy lo bastante loca como para ir a Irán. Ve tú. Los niños y yo nos quedaremos.

—Tú y Mahtob vais a venir conmigo —declaró Moody—. No te voy a dar ninguna elección.

Yo tenía una elección, por supuesto. Era amarga, pero iba tomando forma en mi cabeza. Aún tenía la esperanza de que pudiéramos rehacer nuestro matrimonio, en especial con Mammal fuera de la escena. Y no quería hacer pasar a mis hijos, ni pasar yo misma, por el trauma del divorcio. Pero tampoco quería ir a Irán.

Moody suavizó su postura, tratando de razonar conmigo.

—¿Por qué no quieres ir? —preguntó.

—Porque sé que si voy, y tú decides quedarte allí, no podré volver a casa.

—De modo que es eso lo que te está preocupando —dijo Moody amablemente—. Jamás te haría eso. Te amo. —De repente, tuvo una idea—. Tráeme el Corán.

Saqué el libro santo del Islam de su lugar en la biblioteca y se lo alargué a mi marido.

Éste puso la mano sobre la tapa y declaró solemnemente:

—Juro sobre el Corán que jamás te haré quedar en Irán. Juro ante el Corán que nunca te haré vivir en un lugar en contra de tu voluntad.

Mammal añadió su propia promesa.

—Eso no podría suceder nunca —me aseguró—. Nuestra familia no lo permitiría. Te prometo que eso no va a ocurrir. Te lo prometo; si hubiera alguna clase de problema, nuestra familia se hará cargo de la situación.

Un inmediato sentimiento de alivio me invadió.

—Conforme —dije—. Iremos.

Moody compró los billetes de avión. El 1 de agosto se acercaba mucho más de prisa de lo que yo hubiera deseado. Pese a la dramática y solemne promesa de mi marido sobre el Corán, me asaltaban crecientes dudas. Su propia excitación era cada vez mayor. Se pasaba horas devorando todas las publicaciones iraníes que conseguía. Hablaba cariñosamente de su familia… de Ameh Bozorg en particular. Empezó a decir sus plegarias. Una vez más, ante mis ojos, se transformó en un iraní auténtico.

En secreto, fui a ver a un abogado.

—Tengo que ir o tengo que divorciarme —le expliqué—. No quiero ir a Irán. Temo que, si voy, no me deje marchar.

Discutimos la opción y, mientras hablábamos, otro temor salió a la luz. La opción del divorcio tenía también sus riesgos… tal vez más que el propio viaje. Si solicitaba el divorcio, si me apartaba de Moody, no había modo de que él pudiera llevarme a mí a Irán; pero ¿y a Mahtob? Si se la llevaba a Irán y decidía quedarse, mi hija estaría perdida para siempre.

—¿Tendríamos que ceder los derechos de visita? —pregunté—. ¿No podríamos convencer a un juez del peligro, y obligar a Moody a mantenerse alejado de Mahtob?

—La ley americana no permite el castigo antes del crimen —señaló el abogado—. No ha cometido un crimen. No hay forma de que pueda usted impedir los derechos de visita a Mahtob.

»Realmente, no me gusta verla marchar a Irán —continuó el abogado—, pero no encuentro nada malo en ello. Quizás Moody haya estado bajo tanta presión durante tanto tiempo, y tan deprimido, que el ir a ver a su familia le resulte beneficioso, y pueda luego comenzar de nuevo.

La conversación me dejó más turbada que antes. Si pedía el divorcio, sabía en lo más profundo de mí que Moody haría desaparecer a mi hija llevándosela a una triste vida en Irán. No tenía otra elección que confiar en que, tanto si eran reales como si eran imaginarios los proyectos que bullían en la trastornada mente de Moody, los contrastes sociales le convencerían de las ventajas de regresar a América. En aquel tiempo, sólo podía imaginar cuán deprimente podía ser la vida en Teherán, pero tenía que contar con la suerte de que dos semanas allí fueran suficientes para Moody.

La verdadera razón por la que llevé a Mahtob a Irán fue que, si lo hacía, yo estaba condenada, pero, si no lo hacía, la condenada era Mahtob.

Y llegó el día. Mahtob y yo habíamos hecho poco equipaje, dejando sitio para los regalos que teníamos previsto llevar a Irán. Pero Moody llevaba varias bolsas, una de ellas cargada de medicamentos que, dijo, iba a regalar a la comunidad médica local. En el último momento, Mahtob decidió llevarse su conejito.

De modo que, el primero de agosto de 1984, emprendimos el viaje, primero a Nueva York, y luego a Londres. Allí, hicimos una escala de doce horas, tiempo suficiente para echar una ojeada. Le compré a Mahtob un par de muñecas británicas. A medida que pasaban las horas, el temor a tomar el otro avión se cernió sobre mí.

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