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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (52 page)

BOOK: No sin mi hija
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Mientras esperábamos en el aeropuerto de Heathrow, poco antes de nuestro vuelo a Chipre y Teherán, Moody entabló una conversación con un médico iraní que regresaba a casa después de una visita a América.

—¿Hay algún problema para volver a salir del país? —le pregunté nerviosamente.

—No —me aseguró.

El médico iraní ofreció algunos consejos para pasar las aduanas. Los iraníes, dijo, cargaban unos derechos arancelarios muy elevados sobre los artículos americanos que entraban en el país.

—Pero si les dices que vienes para quedarte y trabajar, entonces quizás no cargan aranceles —sugirió.

No me gustaba oír aquello, aunque fuera un truco para ahorrar dinero.

—Pero nosotros no…

—Lo sé —me interrumpió.

—No tenemos intención de quedarnos en Irán —continué a pesar de todo—. Vamos a estar sólo dos semanas, y luego nos marcharemos.

—Sí —dijo él. Y empezó a conversar con Moody en parsi.

Me estremecía de miedo en el momento en que subimos al avión. Quería gritar, darme la vuelta y bajar corriendo por la rampa, pero mi cuerpo no obedecía a mi cabeza. Con Mahtob confiadamente aferrada a mi mano, entramos en el avión, encontramos nuestro asiento y nos sujetamos el cinturón.

Durante el vuelo a Chipre, me replanteé el dilema nuevamente. Sabía que, cuando las ruedas del aparato tocaran la pista de aterrizaje en la isla mediterránea, tendría mi última oportunidad. Tendría que coger a Mahtob, salir del avión y tomar el vuelo siguiente a casa. Estaba considerando aquella opción final, cuando a mi mente acudieron las palabras del abogado: «No ha cometido un crimen. No hay forma de que pueda usted impedir los derechos de visita a Mahtob».

De todas maneras, tampoco podía escapar del avión. Mientras el aparato corría por la pista de aterrizaje, un ayudante de vuelo explicó por los altavoces que Chipre era sólo una pequeña escala. Los pasajeros que se dirigían a Teherán debían permanecer a bordo.

Transcurrieron sólo unos minutos. Pronto volvimos a situarnos en la pista de despegue, cobrando velocidad. El morro del avión apuntó hacia arriba, las ruedas se separaron del suelo. Sentí el poderoso impulso de los motores que nos conducían al cielo.

Mahtob dormitaba a mi lado, exhausta por nuestro largo viaje.

Moody leía un libro iraní.

Yo permanecía sentada, presa de un shock, catatónica, sabiendo cuál era mi destino inmediato, pero no mi destino final.

24

El miércoles 29 de enero de 1986 amaneció tan frío y sombrío como mi humor. El espejo me devolvió la imagen de una cara roja e hinchada, herencia de una noche de llanto. Moody preparó a Mahtob para la escuela, y luego me dijo que nos íbamos a la oficina de Swissair para entregarles mi pasaporte, que ellos retendrían hasta que yo subiera a bordo del avión el viernes.

—Tengo que ir a la
tavaunee
con Chamsey y
Janum
Hakim —le recordé. No podía ignorar el compromiso con la esposa del hombre del turbante.

—Iremos primero a Swissair —dijo Moody.

El viaje llevó mucho rato porque las oficinas de las líneas aéreas suizas estaban situadas al otro extremo de la ciudad. Mientras brincábamos por las calles en los diversos taxis, mis pensamientos estaban centrados en la salida de compras. ¿Nos dejaría ir solas a las tres mujeres? ¿Podía escaparme a telefonear?

Con gran pena mía, Moody me acompañó a casa de Chamsey.

—¿Qué pasa? —preguntó Chamsey en el momento en que me vio la cara.

Yo no dije nada.

—Dime qué ocurre —exigió ella.

Moody nos vigilaba.

—Pues que no quiero ir a América —acabé diciendo entre lágrimas—. Moody dice que tengo que ir y ocuparme de negocios. Tengo que venderlo todo. Yo no quiero ir.

Chamsey se volvió hacia Moody.

—No puedes obligarla a que se cuide de negocios en un momento como éste. Déjale ir por unos días, y que vea a su padre.

—No —gruñó Moody—. Su padre no está realmente enfermo. Es un truco. Todo está arreglado.

—¡Es verdad! —grité—. Papá está enfermo de verdad, tú lo sabes.

Delante de Chamsey y de Zaree, Moody y yo nos gritamos con odio mutuamente.

—¡Has caído en tu propia trampa! —vociferó Moody—. Esto era un truco para que te dejara ir a América. Pues ahora tienes que ir. Vas a ir y vas a mandar aquí todo el dinero.

—¡No! —grité yo a mi vez.

Moody me agarró por el brazo y me arrastró hacia la puerta. —Nos vamos —anunció.

—Un
Bozorg
—exclamó Chamsey—. Cálmate. Tienes que hablar con nosotras de esto.

—¡Nos vamos! —repitió Moody.

Mientras me arrastraba violentamente afuera, me giré y grité a Chamsey y a Zaree:

—Por favor, ayudadme. Venid a comprobar cómo estoy. Nos va a hacer daño.

Moody cerró de golpe la puerta.

Asiéndome el brazo con firmeza, me arrastró por la helada acera hacia la casa de los Hakim. Fue un paseo de quince minutos, y no dejó de gritarme obscenidades durante todo el camino, repitiendo el sucio lenguaje una y otra vez. Las maldiciones no hicieron tanta mella en mi alma como sus últimas palabras: «¡No vas a volver a ver a Mahtob!».

Cuando nos acercábamos a la casa de los Hakim, me dijo:

—Ahora, compórtate. No derrames una lágrima delante de
Janum
Hakim. No le dejes saber que algo va mal.

Moody rehusó la oferta de té de
Janum
Hakim.

—Vayamos a la
tavaunee
—dijo.

Los tres nos dirigimos a pie al almacén de la
masjed
. Moody no aflojó su presa sobre mi brazo. Compramos una provisión de lentejas y luego volvimos a casa.

Durante la tarde, Moody se encerró en el despacho. No me dijo nada, y simplemente se dedicó a mantener una silenciosa vigilancia que duraría más de dos días, hasta que yo embarcara en el avión con destino a América.

Después de regresar de la escuela, asegurándose de que papi estaba ocupado, Mahtob me acorraló en la cocina. De repente, dijo:

—Mami, por favor, llévame a América hoy.

Era la primera vez en muchos meses que decía algo semejante. Ella sabía, también, que el tiempo se estaba acabando.

La mecí en mis brazos. Las lágrimas corrían por mis mejillas mezclándose con las suyas.

—Mahtob, no nos podemos ir —le dije—. Pero no te preocupes. No me voy a ir de Teherán sin ti. No te dejaré sola…

¿Pero cómo podía cumplir aquella promesa? ¿Podía Moody arrastrarme al avión pateando y llorando? Sí, probablemente pudiera, comprendí, y nadie pensaría siquiera en detenerle. Y también podía sedarme, y enviarme al olvido. Podía hacer lo que quisiera.

Fereshteh llegó al caer la tarde para despedirse. Sabía que yo estaba taciturna, y trató de consolarme lo mejor que supo. Mi juego ya se había descubierto con ella, con mis otros amigos, con Moody. Ya no podía fingir que era una feliz esposa musulmana. ¿De qué servía?

Moody entró, exigiendo té. Preguntó a Fereshteh sobre su marido, y esto provocó nuevas lágrimas. Todos teníamos nuestros problemas.

Por favor, Dios mío, por favor, haz que Mahtob y yo podamos escapar de Moody. ¡Por favor, por favor, por favor!

¿Oía la ambulancia? ¿O la presentía? ¿Estaba viendo las luces destelleantes reflejadas en la pared a través de la ventana, o sólo las soñaba? No había tocado la sirena. Simplemente había llegado a nuestra puerta. Era una aparición.

¡Se trataba de una emergencia! Moody tenía que ir al hospital.

Sus ojos se fijaron intensamente en los míos. Corrientes de odio, de frustración, de recelo se cruzaron entre nosotros sin hablar. ¿Cómo podía ir al hospital y dejarme sin vigilancia? ¿Qué podía hacer? ¿Adónde podía yo escapar? Vaciló por unos instantes, pillado entre su profunda desconfianza hacia mí y su sentido del deber como médico. No podía negarse a responder a una llamada de urgencia, pero tampoco quería relajar su vigilancia.

Fereshteh percibió la profundidad del drama.

—Me quedaré con ella hasta que vuelvas —le dijo a Moody.

Éste, sin decir una palabra, agarró su maletín de médico y saltó a la ambulancia que aguardaba.

Se había ido. Cuándo regresaría, yo lo ignoraba. Dentro de cinco horas o de media hora… dependía de la naturaleza de la emergencia.

Mi mente se obligó a salir de su letargo. Aquélla era la oportunidad por la que había rogado, me dije. ¡Haz algo! ¡Ahora!

Fereshteh era una buena amiga, adorable y en la que podía confiar completamente. Hubiera puesto mi vida en sus manos. Pero no sabía nada de Amahl, nada de las intrigas secretas de mi vida. No podía involucrarla en todo aquello. Su marido estaba en prisión por pensar contra el gobierno, y sólo esto ya convertía su situación en precaria. No debía aumentar su riesgo.

Dejé transcurrir unos minutos, y luego dije, esforzándome por mantener indiferente la voz.

—Tengo que salir y comprar algunas flores para la cena de esta noche.

Estábamos invitados a casa de nuestra vecina Malileh para otra cena de despedida. La excusa era plausible: llevar flores era de buena educación.

—Conforme, te llevaré en coche —dijo Fereshteh.

Buena cosa. Podíamos salir de nuestra calle y alejarnos de la vecindad más de prisa que a pie. Moviéndome todo lo de prisa que podía aunque sin aparentarlo, preparé a Mahtob y nos metimos rápidamente en el coche de Fereshteh.

Aparcó delante de la floristería situada a varias manzanas de distancia, y, cuando abría la puerta para salir, le dije:

—Déjanos aquí. Necesito un poco de aire fresco. Mahtob y yo volveremos a pie.

A mis propios oídos, aquello sonaba ridículo. Nadie necesita dar un paseo por la nieve y el hielo.

—Por favor, deja que os lleve yo —insistió Fereshteh.

—No. Realmente necesito un poco de aire fresco. Quiero caminar. —Me deslicé hacia el asiento del conductor y la abracé—. Déjanos —repetí—. Vete. Y gracias por todo.

Había lágrimas en sus ojos cuando dijo: «De acuerdo».

Mahtob y yo bajamos del coche y observamos cómo se marchaba Fereshteh.

El viento frío nos hería en la cara, pero no me importaba. Ya lo sentiría más tarde. Mahtob no hacía preguntas.

Tomamos dos taxis naranja diferentes, alejándonos de la zona, procurando no dejar ninguna pista. Finalmente, nos metimos en una calle cubierta de nieve y encontramos una cabina telefónica de pago. Con dedos temblorosos marqué el número privado de la oficina de Amahl. Éste respondió inmediatamente.

—Es la última oportunidad que tengo —le dije—. Debo marchar en este mismo momento.

—Necesito más tiempo —respondió Amahl—. No lo tengo todo preparado.

—No. Hemos de empezar a correr riesgos. Si no me voy ahora, jamás tendré a Mahtob.

—Conforme. Venga.

Me dio la dirección de un apartamento próximo a su oficina y me advirtió de que me asegurara de que no me seguían.

Colgué el teléfono, y me volví hacia Mahtob para compartir con ella las maravillosas noticias.

—Mahtob —le dije—, nos vamos a América.

Para consternación mía, la pequeña se echó a llorar.

—¿Qué pasa? —pregunté—. Esta misma tarde acabas de decirme que querías que te llevara a América.

—Sí —replicó Mahtob sorbiéndose los mocos—. Quiero ir a América, pero no ahora mismo. Quiero ir a casa a coger mi conejito.

Me esforcé por mantener la calma.

—Escucha —dije—, compraremos otro conejito en América, ¿vale? —Ella asintió con la cabeza—. Podemos comprar uno nuevo en América. ¿Quieres ir a América o quieres quedarte en casa con papi?

Mahtob se secó las lágrimas. En los ojos de mi hija de seis años de edad, vi un sentido de determinación, y comprendí instantáneamente que Moody no había conseguido dominarla, someterla. Su espíritu estaba doblado, pero no roto. No era una buena niña iraní; era mi decidida hija americana.

—Quiero ir a América —declaró.

—Vamos en seguida —repliqué—. Hemos de tomar un taxi.

25

—¿Bettee? —preguntó la joven a través de la rendija que dejaba la puerta apenas abierta.

—Sí.

Se hizo a un lado para permitirnos entrar en el apartamento. Nos había llevado más de una hora abrirnos camino a través de la tormenta de nieve en taxis naranja, cambiando varias veces de vehículo. Eso representaba suficiente tiempo para que Amahl iniciara los preparativos de nuestro repentino vuelo.

—Amahl me dijo que os trajera comida si tenéis hambre —manifestó la mujer.

Yo no estaba hambrienta, y Mahtob tampoco. Teníamos otras cosas en la cabeza antes que comida. Pero comprendí que debíamos aprovechar todas las oportunidades posibles para fortalecernos ante los desafíos que nos esperaban en aquella noche invernal y los peligrosos días y noches que podrían seguirla.

—Sí —le dije—. Por favor.

La mujer se echó un negro
roosarie
sobre la cabeza, que ocultó sus jóvenes rasgos. Quizás se trataba de una estudiante, pensé. ¿Qué sabría sobre nosotras? ¿Cuál era su relación con Amahl?

—Vuelvo en seguida —dijo.

Nos dejó en nuestro nuevo ambiente. Yo corrí inmediatamente a cerrar las cortinas.

El apartamento era pequeño y estaba algo descuidado, pero era más seguro que la calle. El cuarto de estar contenía un viejo sofá desmontable de muelles rotos. No había ninguna cama en la habitación, aunque sí algunos sacos de dormir esparcidos por el suelo.

El miedo es contagioso, y pude ver el mío reflejado en los ojos de Mahtob. ¿Habría regresado Moody a casa ya? ¿Habría llamado a la policía?

Pero había algo más que miedo en los ojos de Mahtob. ¿Inquietud, energía, esperanza quizás? Al menos, estábamos por fin haciendo algo. Para bien o para mal, los largos y debilitadores meses de pasividad quedaban atrás para siempre.

Muchas preguntas asaltaban mi mente. ¿Y si no podíamos huir de Teherán rápidamente? ¿Quedaríamos atrapados allí durante muchas noches? Demasiadas personas me habían dicho que nuestra única esperanza para una fuga segura era tenerlo todo planeado al minuto. Estábamos quebrantando las reglas.

Cogí el teléfono y, tal como me habían dicho, llamé a Amahl para informarle de nuestra feliz arribada.


Aahló
—dijo la voz familiar.

—Estamos aquí.

—¡Bettee! —gritó—. Me alegro de que haya llegado al apartamento. No se preocupe. Todo va a salir bien. Cuidaremos de usted. He establecido contacto con algunas personas y dedicaré toda la noche a cerrar un trato. No hay nada definitivo todavía, pero estoy trabajando en algo concreto.

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