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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (14 page)

BOOK: Noche Eterna
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Más tarde, mientras paseábamos por el jardín, Claudia Hardcastle se acercó a mí.

—Mi hermano me ha hablado de usted —me dijo de una manera un tanto brusca.

La miré sorprendido. No me parecía posible que conociera a un hermano de la mujer.

—¿Está usted segura?

Claudia me miró con una expresión divertida.

—Es el hombre que le construyó su casa.

—¿Me está diciendo que Santonix es su hermano?

—Hermanastro. No le conozco muy bien. Sólo nos vemos muy de cuando en cuando.

—Es una persona maravillosa.

—Eso dicen algunos.

—¿Usted no?

—No estoy muy segura. Es un hombre con dos facetas. Hubo un tiempo en el que parecía hundido del todo. La gente no quería tener ningún trato con él. Después, comenzó a cambiar y alcanzó un éxito extraordinario en su profesión. Fue como si hubiese estado... —buscó la palabra— predestinado.

—Creo que sí.

Después le pregunté si había visto nuestra casa.

—No. Estuve allí mientras la construían, pero no la he visto acabada.

Le dije que debía ir a verla.

—Se lo advierto, no me gustará. No me gustan las casas modernas. Mi período favorito es el reina Ana.

Comentó que presentaría a Ellie en el club de golf y que saldrían a cabalgar juntas. Ellie pensaba comprar un caballo, quizá más de uno. Al parecer, se habían hecho amigas.

Cuando Phillpot me estaba mostrando los establos, me contó un par de cosas sobre Claudia.

—Es una amazona excelente. Es una lástima que echara a perder su vida…

—¿Sí?

—Se casó con un hombre rico, mucho mayor que ella. Un norteamericano llamado Lloyd. No funcionó. Se separaron casi en el acto. Ella volvió a usar el apellido de soltera. No creo que vuelva a casarse. Se ha convertido en una enemiga acérrima de los hombres. Es una pena.

En el camino de regreso a casa, Ellie comentó:

—Aburrida pero agradable. Son buena gente. Vamos a ser muy felices aquí, ¿verdad, Mike?

—Ya lo somos —respondí, apartando una mano del volante para coger la suya.

Cuando llegamos, dejé a Ellie en la casa y fui a guardar el coche en el garaje.

Mientras cruzaba el jardín, oí rasguear la guitarra de Ellie. Poseía una vieja y hermosa guitarra española que debió costar mucho dinero. Tenía una voz muy bonita, era un placer escucharla cantar. Yo no conocía la mayoría de las canciones, creo que eran canciones negras y viejas baladas escocesas e irlandesas, muy dulces y un tanto tristes. No era música pop ni nada de ese estilo. Quizás eran canciones folclóricas.

Llegué a la terraza y me detuve a escuchar junto a la ventana.

Ellie cantaba una de mis canciones favoritas. No recuerdo el título. Cantaba en voz muy baja, con la cabeza inclinada sobre la guitarra y pulsaba las cuerdas con mucha suavidad. Era una canción bastante triste.

El hombre fue hecho para la alegría y la pena y cuando nosotros lo sabemos bien, por la vida avanzamos con seguridad. Todas las noches y todas las mañanas unos nacen para la miseria. Todas las noches y todas las mañanas u otros nacen para el dulce placer. Unos nacen para el dulce placer, otros nacen para la noche eterna.

Ellie alzó la cabeza y me vio.

—¿Por qué me miras así, Mike?

—¿Cómo te miro?

—Me miras como si me amaras.

—Claro que te amo. ¿De qué otra manera podría mirarte?

—¿En qué estabas pensando?

—Recordaba la primera vez que te vi —contesté con toda sinceridad—. Allá junto a los árboles. —Sí, había estado recordando la primera vez que vi a Ellie, mi sorpresa y excitación.

Ellie me sonrió y volvió a cantar:

Todas las noches y todas las mañanas otros nacen para el dulce placer. Unos nacen para el dulce placer, otros nacen para la noche eterna.

No reconocemos los momentos importantes de nuestra vida hasta que es demasiado tarde.

Aquel día que fuimos a comer con los Phillpot y regresamos a casa tan felices fue uno de esos momentos. Claro que entonces no lo sabía, lo comprendí después.

—Canta la canción de la mosca —le pedí, y ella me complació cantando una alegre tonada que invitaba a bailar:

Pequeña mosca, tu juego veraniego mi mano despreocupada ha acabado.

¿No soy yo

una mosca como tú?

¿No eres tú

un hombre como yo?

Pues yo bailo,

bebo, y canto,

hasta que una ciega mano

rompa mis alas.

Sí el pensamiento es vida,

fuerza y aliento,

el ansia

del pensamiento es la muerte.

Entonces yo soy una mosca feliz. Si vivo o si muero.

Oh, Ellie, Ellie...

Capítulo XV

Es asombroso como en este mundo las cosas nunca salen de la manera que esperas. Nos habíamos trasladado a nuestra casa, vivíamos allí y nos habíamos alejado de todos tal como había querido y planeado. Sólo que no nos habíamos alejado de nadie. Las cosas nos abrumaban desde el otro lado del océano.

En primer lugar, estaba la condenada madrastra de Ellie. Enviaba cartas y telegramas y le pedía a Ellie que fuera a recorrer las agencias inmobiliarias. Decía estar tan fascinada por nuestra casa que sentía la necesidad imperiosa de tener una casa propia en Inglaterra. Declaraba que le encantaría pasar un par de meses al año en Inglaterra. Prácticamente con el último telegrama se presentó en casa y tuvimos que acompañarla por toda la región para visitar las casas que llevaba anotadas en una larga lista. Al final, se decidió más o menos por una. Estaba a unas quince millas de la nuestra. No queríamos tenerla tan cerca, nos parecía detestable, pero no podíamos decírselo. Mejor dicho, de nada hubiera servido porque eso no le hubiera impedido en absoluto hacer su voluntad. No podíamos ordenarle que no se comprara una casa; eso era lo último que Ellie hubiese podido hacer. Yo lo sabía. Sin embargo, mientras su madrastra esperaba el informe de un perito, llegaron otros telegramas.

Al parecer, el tío Frank se había metido en un embrollo. Algo ilegal y fraudulento, por lo que pude entender, y haría falta mucho dinero para sacarle con bien de todo aquel lío. Lippincott y Ellie intercambiaron no sé cuántos telegramas. Después, surgieron problemas entre Stanford Lloyd y Lippincott, y riñeron por algunas de las inversiones de Ellie. Yo había creído, llevado por la ignorancia y la credulidad, que las personas que vivían en Estados Unidos se encontraban muy lejos. Nunca me había dado cuenta de que, para los parientes y administradores de Ellie, era de lo más normal volar a Inglaterra para una estancia de veinticuatro horas y después regresar a su casa. Primero se presentó Stanford Lloyd y luego fue Lippincott quien hizo el viaje.

Ellie tuvo que ir a Londres para reunirse con ellos. Yo seguía sin entender nada de asuntos financieros. Creo que todo el mundo ponía mucho cuidado en todo lo que se decía, pero al parecer estaba relacionado con la liquidación de los fideicomisos, y la siniestra sugerencia de que Lippincott había demorado el asunto o de que era Stanford Lloyd quien se retrasaba en la entrega de las cuentas.

En los momentos de paz entre estas preocupaciones, Ellie y yo descubrimos nuestro templete. En realidad no habíamos tenido tiempo de investigar toda nuestra propiedad, sólo la parte que rodeaba la casa. Acostumbrábamos a meternos por uno de los muchos senderos que se adentraban en el bosque y caminábamos hasta el final. Un día seguimos uno que estaba tan cubierto de maleza que costaba trabajo distinguirlo, pero no nos desanimamos y, al final, fuimos a parar a lo que Ellie llamó un «capricho». Se trataba de un templete blanco y aspecto ridículo. Estaba en bastante buenas condiciones así que mandamos limpiar y pintar, pusimos una mesa, unas cuantas sillas, un diván y una vitrina para guardar las copas, la vajilla y algunas botellas. Resultaba divertido. Ellie propuso que hiciéramos despejar el sendero para que no costara tanto trabajo subir. Yo me opuse y afirmé que sería mucho más divertido que nadie lo conociera excepto nosotros. Ellie lo consideró como una idea muy romántica.

«Desde luego, no se lo diremos a Cora», anuncié y Ellie estuvo de acuerdo.

Fue entonces, mientras bajábamos del templete, no la primera vez sino más tarde, después de la marcha de Cora y cuando confiábamos en vivir tranquilos otra vez, cuando Ellie, que bajaba brincando como una niña, tropezó con la raíz de un árbol y se torció un tobillo.

Llamamos al doctor Shaw y diagnóstico que era una lesión dolorosa, pero que Ellie tendría bastante con una semana de reposo para recuperarse totalmente. Ellie mandó llamar a Greta y yo no pude poner ninguna objeción. No había nadie que pudiera atenderla correctamente, me refiero a una mujer. Las criadas eran bastante inútiles y, en cualquier caso, Ellie quería a Greta, así que se hizo su voluntad.

Greta vino y, desde luego, fue una bendición para Ellie. También para mí hasta cierto punto. Ella se encargó de poner las cosas en orden y de mantener la casa en marcha. Fue entonces cuando los sirvientes anunciaron que se despedían. Pusieron como excusa el que les resultaba un lugar demasiado solitario, pero yo creo que la presencia de Cora los había trastornado. Greta puso anuncios en los periódicos y consiguió otra pareja casi de inmediato. Greta cuidaba del tobillo de Ellie, la entretenía, le buscaba cosas que sabía que le gustaban, libros, frutas y cosas por el estilo, y de las que yo no sabía nada. Parecían ser muy felices juntas y Ellie estaba encantada de tener a Greta con ella. No sé muy bien como fue, pero la cuestión es que Greta no se marchó. Ellie me dijo: «No te importa que Greta se quede unos días más, ¿verdad?», a lo que tuve que responder: «No, por supuesto que no». «Es muy agradable tenerla aquí —añadió Ellie—. Verás, hay tantas cosas femeninas que podemos hacer juntas. Llegas a sentirte muy sola si no tienes a otra mujer cerca.»

Me di cuenta de que, a medida que pasaban los días, Greta iba haciéndose más con el mando, daba órdenes y se comportaba como la señora de la casa. Yo hacía ver que me agradaba tener a Greta en casa, pero un día, mientras Ellie se encontraba en la sala descansando con el pie en alto y Greta y yo estábamos en la terraza, nos enzarzamos en una terrible discusión. No recuerdo muy bien cómo empezó. Supongo que Greta dijo algo que me molestó y yo le repliqué. De inmediato, ambos comenzamos a decirnos de todo a voz en grito. Ella me soltó las barbaridades más tremendas y por mi parte no me corté ni un pelo. Le dije que era una mujer mandona y desagradable, que ejercía demasiada influencia en Ellie y que no estaba dispuesto a soportar que la tratara como si fuera su criada. Así seguimos hasta que Ellie apareció cojeando en la terraza.

—Cariño, lo siento —me disculpé en el acto—. Lo siento mucho.

Ayudé a Ellie a entrar en la sala y la acomodé en el sofá.

—No me había dado cuenta —dijo Ellie—. No me había dado cuenta en absoluto de que te molestara tanto tener a Greta aquí.

Hice todo lo posible por tranquilizarla y le dije que no debía hacer caso, que sencillamente había perdido los estribos, que a veces no sabía contenerme, que todo el problema se reducía a que, desde mi punto de vista, Greta era demasiado aficionada a dar órdenes. Quizás era algo comprensible porque nadie le había dicho lo contrario. Al final, manifesté que en realidad Greta me caía muy bien, y que la razón del estallido era que me sentía intranquilo y preocupado por su bienestar. O sea que acabé casi rogándole a Greta que se quedara.

La cuestión es que habíamos dado todo un espectáculo. Creo que muchas otras personas de la casa habían escuchado la pelea. Estaba seguro de que nuestro nuevo mayordomo y su esposa no se habían perdido palabra. Grito mucho cuando me enfado y creo que en esta ocasión exageré. Yo soy así.

Greta parecía empeñada en preocuparse mucho por la salud de Ellie, diciendo que no debía hacer esto o aquello.

—No es muy fuerte, sabes —me dijo.

—A Ellie no le pasa nada —repliqué—. Es fuerte como un roble.

—No, no lo es, Mike. Es delicada.

La próxima vez que vino el doctor Shaw para ver cómo seguía la lesión del tobillo, le dijo que ya estaba curada, aunque debía tener la precaución de utilizar una tobillera si salía a caminar por terreno escabroso. Aproveché para sacar el tema de la salud de mi mujer y reconozco que lo hice con bastante torpeza.

—Ellie está bien, ¿verdad, doctor?

—¿Quién dice que no lo está? —El doctor Shaw era uno de esos médicos que rara vez se encuentran hoy en día y que, por cierto, era conocido en el pueblo como «Confíe en la naturaleza Shaw»—. Bajo mi punto de vista médico —añadió—, puedo asegurarle que no le pasa nada malo. Cualquiera se puede torcer un tobillo.

—No me refería al tobillo. Me preguntaba si no tendrá el corazón débil o algo así.

Me miró por encima de las gafas.

—No comience a imaginarse cosas, joven. ¿Por qué se le ha metido esa idea en la cabeza? Usted no parece de esos que se preocupan por las enfermedades femeninas.

—Sólo es algo que me dijo miss Andersen.

—Ah, miss Andersen. ¿Qué sabe ella al respecto? ¿Acaso tiene algún título médico?

—No que yo sepa.

—Su esposa es una mujer muy rica —prosiguió—, o al menos eso comentan en el pueblo. Claro que la gente siempre cree que todos los norteamericanos lo son.

—Es rica.

—En ese caso debe tener presente una cosa. Las mujeres ricas son las que, en muchos aspectos, se llevan la peor parte. Siempre hay algún médico que les receta polvos, píldoras, estimulantes o sedantes, medicamentos de los que, por regla general, podrían prescindir sin el menor problema. Si se fija, verá que las mujeres del pueblo están muy sanas porque ninguna de ellas se preocupa en demasía por su salud.

—Sé que ella toma unas cápsulas.

—Le haré una revisión general si usted quiere. Así, de paso, me enteraré de las porquerías que le han recetado. Le advierto que no es la primera vez que le digo a alguien: «Tire toda esa basura a la papelera.»

Shaw habló con Greta antes de marcharse.

—Mr. Rogers me pidió que examinara a su esposa. Su estado de salud es normal y quizá le venga bien hacer un poco más de ejercicio al aire libre. ¿Qué medicamentos toma?

—Toma unas tabletas cuando está fatigada y otras para dormir si las necesita.

Greta y Shaw fueron a echar una ojeada a los medicamentos de Ellie. Mi esposa los observaba sonriente.

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