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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (13 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Al aumentar el desorden político, los planes activos para un levantamiento se aceleraron en el seno del Cuerpo de oficiales del Ejército. En el Ministerio de la Guerra, de Madrid, y en las Capitanías Generales del Ejército, los oficiales se miraban unos a otros con recelo y se preguntaban en qué lado de las barricadas encontrarían amigos y correligionarios al producirse el levantamiento. Uno de los jefes de éste, el general Emilio Mola, aprovechó el encierro de los toros en la tumultuosa feria de san Fermín, de Pamplona, para disimular los últimos preparativos del alzamiento en el Norte.

En Madrid, las bandas socialistas, alarmadas por el inminente levantamiento de las derechas, marcharon al despacho del jefe del Gobierno y le pidieron armas. El Primer Ministro se negó pero los sindicatos izquierdistas, la UGT, entregó ocho mil fusiles a sus miembros comunistas y socialistas. Las milicias populares, vestidas con mono, empezaron a montar guardia nocturna ante los edificios clave de la capital.

En Palma del Río, la vida económica estaba casi paralizada. Grupos de trabajadores se reunían alrededor de la Casa del Pueblo para escuchar la radio, que voceaba los boletines de noticias de Madrid. Como en toda Andalucía, sólo esperaban la orden de sus jefes socialistas de Madrid para instaurar el régimen proletario e implantar el nirvana socialista que habían esperado durante tanto tiempo. Siguiendo el ejemplo de Madrid, Juan de España condujo a la turba al Ayuntamiento, pidiendo armas «para defender a la República de sus enemigos». El alcalde socialista se negó, porque no tenía órdenes… ni armas.

Sin embargo, seguro de que el gran día estaba próximo, Juan de España formó su propia milicia y empezó a enseñarles la instrucción militar con palos y mangos de herramientas. Entre los primeros reclutas que escogió, se hallaba José Benítez El Renco, padre de El Cordobés. El trabajo de El Renco como camarero del café proletario de Palma, era una credencial de lealtad política.

La yesca que había de hacer estallar la conflagración estaba colocada. Sólo faltaba la chispa que la encendiese. Esta chispa se produjo en Madrid durante la cálida y húmeda noche del 12 al 13 de julio. A las tres de la madrugada, una furgoneta del Parque Móvil de la Guardia de Asalto se detuvo frente a la lujosa casa de uno de los más eminentes políticos derechistas de España, miembro del Parlamento y exministro, apellidado Calvo Sotelo. Después de identificarse con su documentación oficial, los guardias sacaron a Calvo Sotelo de la cama y le ordenaron que le siguiera. Calvo Sotelo fue colocado en el asiento delantero del coche, que emprendió una carrera nocturna a más de cien por hora. A la mañana siguiente, el cadáver del político fue hallado en las puertas de un cementerio.

El asesinato de Calvo Sotelo impresionó e indignó a la clase media española. Millones de personas que vacilaban en su oposición al Gobierno del Frente Popular se coligaron contra él. El Gobierno suspendió el Parlamento, declaró el estado de sitio y detuvo a numerosos falangistas, para evitar un levantamiento de las derechas, fruto de la indignación provocada por el asesinato de Calvo Sotelo.

Sin embargo, el Frente Popular se olvidó de sus verdaderos enemigos. El Ejército fijó ahora la fecha definitiva del levantamiento. Eligió el 17 de julio de 1936, a las cinco de la tarde, hora señalada por una larga tradición para el comienzo de las corridas en las plazas de toros españolas.

El inglés palideció al desplegar el periódico de la tarde en el pequeño y destartalado vestíbulo del Hotel Carlton de Casablanca. A todo lo ancho de la primera página, un titular anunciaba en grandes caracteres: «Calvo Sotelo, asesinado». Se levantó, se acercó al mostrador del conserje y pidió la llave de su habitación. El conserje advirtió su expresión preocupada.

—¿Le ocurre algo, Mr. Bidwell? —preguntó cortésmente.

Luis Bolín, corresponsal en Londres del periódico monárquico español
ABC
, sonrió débilmente y negó con la cabeza. La noche anterior, y después de recibir una espléndida propina, el conserje había registrado a Bolín en el Hotel con el nombre de Tony Bidwell, distraído turista inglés que no encontraba su pasaporte. Bolín había logrado evitar la detención de su grupo en Portugal, aprovechando el interés que el oficial portugués de su escolta había demostrado por sus dos rubias compañeras. Ahora llevaba veinticuatro horas en Casablanca, y aún no había establecido contacto con el misterioso mensajero que había de salir para Las Palmas. Y estaba persuadido de que ya era objeto de vigilancia por parte de los servicios secretos francés y español.

La noticia del asesinato de Calvo Sotelo arrojaba una nueva y dramática luz sobre su misión. Bolín conocía perfectamente la política de su nación para no comprender que, fuesen cuales fueren los planes a los que obedecía su misión, el asesinato de Calvo Sotelo habría de acelerarlos de un modo dramático. La persona que necesitaba el Dragon Rapide en las Canarias lo necesitaría antes de lo planeado.

Por propia iniciativa, Bolín resolvió alterar las órdenes que había recibido. Trasferiría sus instrucciones a Pollard y enviaría al inglés a las Canarias, a buscar a su pasajero y traerlo a Casablanca. Él esperaría en la ciudad a que se presentara el mensajero y le dijese adonde tenía que enviar el Dragon Rapide a su regreso.

A la mañana siguiente, temprano, Bebb se llevó de Casablanca a Pollard y a las dos chicas. El comandante de artillería llevaba en el bolsillo una negra libreta de direcciones, que contenía el nombre y las señas de un médico en cada una de las ciudades europeas importantes, al cual pudiese acudir en caso de sufrir un ataque agudo de diabetes. En la raya correspondiente a Tenerife, islas Canarias, figuraba el nombre del doctor Gabarda, calle Viera y Clavijo, 52, seguido de una nota: «Saludarle de parte de Francia y Galicia».

Una vez en Canarias, Bebb se retiró a su discreto Hotel de segunda clase, próximo al aeropuerto, mientras Pollard y las dos muchachas, siguiendo las instrucciones de Bolín, tomaban el barco nocturno de Tenerife. A la mañana siguiente, 16 de julio, Pollard se presentó en la clínica del doctor Gabarda.

Poniendo a contribución sus limitados conocimientos de español, Pollard informó al médico de que «Galicia saluda a Francia». El médico reaccionó ante el santo y seña con una mirada desprovista del menor matiz de inteligencia.

—Escuche —dijo al inglés—, esto es una clínica, no una sala de juego. ¿Está usted enfermo? Si lo está, dígame qué le pasa. Si no, lárguese y déjeme trabajar.

Pollard le miró, asombrado. ¿Tan mal había pronunciado el santo y seña, que el otro no lo había comprendido? Repitió su intento, sin más éxito que la primera vez.

El excomandante de artillería empezó a enfadarse. ¡Pensar que hubiera debido hallarse, este día de verano, en los verdes y tranquilos prados de su finca de Sussex! En vez de lo cual se encontraba en un callejón de una isla extranjera perdida en mitad del océano Atlántico, jugando a mensajero de un español al que apenas conocía, hablando una lengua que casi no comprendía, y obligado a transmitir un mensaje cuyo significado ignoraba, pero de cuya importancia estaba seguro.

—Escuche —dijo al médico—, no sé lo que significan estas malditas palabras. Pero sí sé que son terriblemente importantes. Piense ahora en ellas, piénselas bien.

Y a continuación, poniendo en ello todo su cuidado, repitió el mensaje que Bolín le había inculcado.

Poco a poco, vio pintarse en el inexpresivo rostro del médico las primeras señales de comprensión.

El apremiante repiqueteo del teléfono conmovió la cálida y pegajosa noche. Una figura aturdida y adormilada se acercó al ruidoso aparato, un teléfono manual instalado en la pared del número 1 de la calle Pacheco, bajo un retrato de Manuel Azaña, presidente de la República Española. En su negra caja ovalada, el aparato tenía pintado en blanco el número 49, que era el que correspondía a aquel teléfono en el listín de la provincia de Córdoba. Era el número del cuartel de la Guardia Civil de Palma del Río.

El sargento Emilio Patón, jefe del destacamento de ocho guardias civiles de Palma del Río, descolgó el auricular y oyó la voz del teniente que mandaba todos los puestos del valle del río. Le llamaba desde el pueblo montañés de Posadas, al otro lado del Guadalquivir.

El teniente anunció que el Ejército español de Marruecos se había levantado contra el Gobierno. Las guarniciones de la península hacían causa común con aquél, y la Guardia Civil tenía el deber de sumarse al movimiento. El levantamiento, le dijo al sargento, restablecería el orden y la disciplina en España. Ordenaba a Patón que éste y sus ocho guardias civiles apoyaran la rebelión. El robusto Patón tragó saliva nerviosamente. Tenía cincuenta y nueve años. Sólo le faltaba un año para retirarse del servicio y volver a las lluviosas costas de su Galicia natal, a terminar en paz los días de su vida. Le fastidiaba que algo viniera a entorpecer la estudiada rutina que había de conducirle a aquel final feliz. Pero el sargento Patón, como tantos otros españoles aquella noche, se hallaba atrapado. Detrás de él, los ansiosos y jóvenes guardias, que se habían dado cuenta de la urgencia de la llamada, le miraban con impaciencia.

—¡Arriba España! —gritó el sargento por el micrófono.

Era poco antes de la medianoche del 17 de julio de 1936. Con estas palabras, grito distintivo de la Falange, los ocho hombres de guarnición en el puesto de la Guardia Civil del pueblo andaluz de Palma del Río se rebelaron contra la República Española.

A lo largo del valle del Guadalquivir y en toda Andalucía, llamadas semejantes a la referida sacaron de su sueño a los números y a los oficiales de la Guardia Civil, obligándoles a tomar partido en el conflicto que se cernía sobre España. La rebelión había empezado tres horas antes de lo previsto en la guarnición marroquí de Melilla. A las cinco, se había extendido a las otras dos guarniciones importantes de Marruecos, Tetuán y Ceuta. Por la tarde, las primeras guarniciones de la península se sumaron al movimiento. Para indicar a los rebeldes que debían pasar a la acción, sonaba en todas partes la contraseña: «Sin novedad», seguramente la frase más insulsa que jamás inspirase una rebelión.

En Sevilla, a ochenta kilómetros de Palma del Río, el general Queipo de Llano pasó la noche con tres ayudantes y un puñado de conspiradores civiles en la casa de un comandante retirado. Había llegado a última hora de la tarde, en su Hispano-Suiza oficial, con el cual decía más tarde que había hecho «treinta y dos mil kilómetros de conspiración», simulando inspeccionar los puestos de aduanas. Ahora, con un puñado de hombres, planeaba apoderarse de la capital de Andalucía en unas pocas horas. Entre su excitado y leal grupito, había un paisano robusto y taciturno, el cual soñaba probablemente en el momento en que este levantamiento le devolvería sus tierras confiscadas. Era don Félix Moreno, señor de Palma del Río.

En Madrid, millares de iracundos obreros, alarmados por el levantamiento, pasaron la noche en las calles, solicitando armas y noticias. El Gobierno, prudente, les negaba las armas, mientras Radio Madrid aseguraba a la nación que «nadie en la península española había tomado parte en el absurdo complot».

En Palma del Rio, la agitación crecía a medida que transcurría la noche. Completamente ignorantes de que su cuartel de la Guardia Civil se había sumado a la rebelión, los trabajadores llenaban la Casa del Pueblo, escuchando los boletines de noticias difundidos por Radio Madrid. José Benítez abandonó su puesto en el café de Niño Vallés para reunirse con ellos.

Al amanecer, ansiosa, debatiéndose entre los rumores contradictorios y absurdos, la turba siguió el ejemplo de los obreros de Madrid y se dirigió al Ayuntamiento de Palma. Pero, al igual que el Gobierno de Madrid, el alcalde socialista de Palma se resistía a emprender una acción de tan imprevisibles consecuencias como era la de armar a la población civil. Una vacilación parecida caracterizó la reacción de las autoridades republicanas de toda España ante las primeras acciones declaradas de la rebelión. Su vacilación tenía que pesar mucho contra la República Española en las horas venideras. Pues los hombres que habían jurado derribarla no tuvieron este fallo.

A ciento sesenta kilómetros de Palma del Río, erguido en la proa de un pequeño queche de pesca, uno de aquellos hombres observaba los últimos metros de océano Atlántico que le separaban de la faja de tierra que discurría paralelamente a la borda de su embarcación. Ninguna vacilación turbaba su ánimo. Sus ojos permanecían fijos en la tierra que tenía delante y en aquel objeto que brillaba al sol, un Dragon Rapide bimotor que le esperaba para llevarle a las páginas de la historia.

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