Authors: Dan Simmons
¿Cuántos dioses seguían existiendo en aquel otro universo donde el monte Olympos de Marte había sido transformado en el Olimpo? ¿Hasta dónde había llegado la cólera de Zeus? ¿Se había producido un genocidio divino allí arriba? Tal vez no lo supiera nunca. No tenía valor para teletransportarse de nuevo cuánticamente hasta el Olimpo.
Hockenberry tocó el medallón TC que llevaba bajo la túnica. ¿Volvía a la nave? Quería ver la Tierra (su Tierra, incluso aunque fuera la de tres mil años en el futuro) y quería estar con los moravecs y con Odiseo cuando la vieran. Ya no tenía ninguna función ni ningún deber que cumplir en el universo de Ilión.
Sacó el medallón TC y pasó la mano por el pesado oro.
No volvería a la
Reina Mab
. Todavía no. Tal vez no fuera ya escólico (los dioses podían haberlo abandonado igual que él los había traicionado), pero seguía siendo un estudioso. Décadas de enseñar la
Ilíada
, todos aquellos recuerdos de aulas maravillosamente polvorientas y estudiantes universitarios muy jóvenes, todos aquellos rostros, pálidos, pecosos, sanos, bronceados, ansiosos, indiferentes, inspirados, insípidos, volvieron ahora de repente, llenando los huecos. ¿Cómo no ver el último acto de esa nueva versión absurdamente revisada?
Tras retorcer el medallón, el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de clásicas, se teletransportó cuánticamente al asediado y condenado campamento aqueo.
Más tarde, Daeman no estuvo seguro de cuándo había decidido robar uno de los huevos.
No fue mientras se deslizaba por la cuerda hasta el suelo del cráter de la cúpula, ya que estaba muy ocupado descolgándose y tratando de que no lo vieran para planear nada.
No fue mientras se escabullía por el suelo caliente y resquebrajado del cráter, ya que su corazón resonaba demasiado fuerte durante aquella carrera para pensar en nada excepto en alcanzar la fumarola donde había visto los huevos. Dos veces vio grupos de calibani corriendo junto a los respiraderos más cercanos y, ambas veces, Daeman se arrojó al suelo y permaneció quieto hasta que continuaron con sus asuntos en el principal nido de Setebos. El suelo del cráter estaba tan caliente que le hubiese quemado las manos de no haber llevado la termopiel bajo la ropa. De todas formas, un minuto tumbado boca abajo le chamuscó la camisa y los pantalones. Corrió hacia delante hasta ponerse junto a la fumarola; se agazapó, jadeando por el calor: las paredes de la fumarola tenían unos seis metros de altura, pero eran ásperas, del mismo hielo azul que todo lo demás. Daeman encontró suficientes asideros para escalar sin tener que usar sus piolets.
La fumarola (un cráter siseante dentro del cráter mayor, uno de las docenas que había dentro de la cúpula-catedral) estaba llena de cráneos humanos. Estaban tan calientes que algunos brillaban rojos incluso mientras los vapores sulfurosos siseaban a su alrededor y se alzaban en el aire pestilente. Al menos el vapor y el humo ofrecieron a Daeman cierta cobertura cuando se dejó caer sobre el montón de cráneos y contempló los huevos de Setebos.
Ovalados, de un gris pálido, latían con energía o vida interna. Tenían unos tres palmos de longitud. Daeman contó veintisiete en aquel nido. Además de por el montón de cráneos calientes, los huevos estaban rodeados por un anillo de pegajoso moco azul grisáceo. Daeman se acercó a rastras, rozando con dedos y pies los cráneos, y contempló el alto montículo de huevos tan de cerca como pudo sin levantar la cabeza por encima del borde del cráter de la fumarola.
Los cascarones eran finos, cálidos, casi transparentes. Algunos brillaban ya con fuerza, otros sólo tenían un resplandor blanco en el centro. Daeman tendió la mano y torpemente tocó uno: un calor medio, una extraña sensación de vértigo como si alguna inestabilidad dentro del huevo mismo fluyera a través de su dedo cubierto por la termopiel. Trató de levantar uno y descubrió que pesaba unos diez kilos.
«¿Y ahora qué?»
Ahora tenía que iniciar la retirada, subir por la cuerda, salir por los túneles de vuelta a la zanja de la avenida Daumesnil y regresar al faxnódulo del León Protegido. Tenía que informar de todo aquello a los de Ardis lo antes posible.
«Pero ¿qué sentido tenía venir hasta aquí y exponerse a ser descubierto en el fondo del cráter sin llevarse un recuerdo?»
Hizo sitio para el huevo sacándolo todo de la mochila menos las saetas de repuesto para la ballesta. Al principio no entraba, pero al empujarlo suave pero insistentemente consiguió hacer pasar el ancho centro del óvalo por la abertura y colocar las flechas alrededor. «¿Y si se rompe?» Bueno, tendría la mochila hecha una porquería, pensó, pero al menos sabría qué había dentro de aquellas malditas cosas.
«No quiero romper un huevo aquí, tan cerca de Setebos y los calibani. Lo inspeccionaremos en Ardis.»
«Amén», pensó Daeman. Le costaba mucho trabajo respirar. Había llevado puesta la máscara de ósmosis todo el tiempo, pero los vapores sulfurosos de la fumarola y el calor abrumador lo mareaban. Sabía que de haber entrado en la cúpula sin la termopiel ni la máscara se hubiese quedado inconsciente hacía mucho. Allí el aire era venenoso. «Entonces, ¿cómo respiran los calibani?»
«Al demonio con los calibani», pensó Daeman. Esperó hasta que el vapor y los humos fueron densos como humo verde y se deslizó por el lado de la fumarola, dejándose caer los últimos tres metros. El huevo se agitó en la mochila y trastabilló.
«Tranquilo, tranquilo.»
—¡Dice, lo que Él odia se consagra, todos vienen a celebrarte a Ti y tu Estado! ¡Piensa, lo que yo odio se consagra para celebrarlo a Él y lo que Él odia!
El cántico-himno de Calibán se oía mucho más fuerte allí abajo. De algún modo la acústica de la gigantesca cúpula-catedral amplificaba y dirigía la voz del monstruo. Eso, o Calibán estaba más cerca.
Tras correr agachado, apoyándose en una rodilla cada vez que algún atisbo de movimiento asomaba entre los vapores cambiantes, Daeman recorrió los cien metros que lo separaban de la cuerda que aún colgaba del balcón de hielo azul. La miró, aturdido.
«¿En qué estaba pensando? Debe haber veinte metros hasta ese balcón. Nunca podré escalar esa altura... no con este peso a la espalda.»
Daeman buscó otro túnel de entrada. El más cercano estaba a noventa o cien metros a su derecha, tras la curva de la pared de la cúpula, pero lo taponaba el enorme brazo-tallo de una de las manos reptantes de Setebos.
«Esa mano está ahí arriba en los túneles de hielo, esperándome... con las otras.» Vio entonces los otros brazos-tallo en las aberturas de los túneles, la viscosa carne gris de los tentáculos casi obscena en su húmeda fisicidad. Algunos se alzaban nueve o diez metros por la pared curva, colgando como túbulos carnosos, otros se rebullían visiblemente en una especie de peristalsis mientras las manos tiraban de más brazos-tallo.
«¿Cuántas manos y brazos tiene este cerebro hijo de puta?»
—¿Crees que con el final de la vida el dolor acabará? ¡No así! Él acosa a enemigos y festeja a amigos. ¡Hace lo que quiere en esta nuestra vida, sin dar respiro a menos que muramos con dolor, guardando el último dolor para lo peor!
Era escalar o morir. Daeman había perdido más de veinte kilos en los últimos diez meses y convertido en músculo parte del peso, pero deseó haber acudido a la pista de obstáculos que Nadie había montado en el bosque situado tras la muralla norte de Ardis todos los días de los diez últimos meses y levantado pesas en su tiempo libre.
—Al carajo —susurró Daeman. Saltó, agarró la cuerda, pasó alrededor las piernas, subió la mano izquierda y empezó a auparse, avanzando cuando podía, descansando cuanto tenía que hacerlo.
Fue lento. Agónicamente lento. Y la lentitud era lo menos importante de la agonía. A un tercio del ascenso creyó que no podría conseguirlo: probablemente no tendría fuerzas ni siquiera para seguir colgado mientras se deslizaba hacia abajo. Pero si saltaba, el huevo se rompería. Lo que quiera que hubiese dentro, se desparramaría. Y Setebos y Calibán lo sabrían de inmediato.
A Daeman le dio la risa y rió hasta las lágrimas, hasta que se nublaron las lentes transparentes de la capucha de la máscara de ósmosis. Oía su respiración entrecortada. Notó la termopiel tensándose mientras se esforzaba por enfriarlo. «Vamos, Daeman, ya casi has recorrido la mitad. Otros cuantos palmos y podrás descansar.»
No descansó tres metros más arriba. No descansó seis metros más arriba. Daeman sabía que, si intentaba quedarse allí colgado, si se detenía a envolver la cuerda alrededor de sus manos para descansar no podría volver a moverse.
Una vez la cuerda giró sobre su asidero y Daeman jadeó, el corazón en la garganta. Ya había recorrido más de la mitad de los veinte metros de cuerda. En una caída se rompería un brazo o una pierna y se quedaría lisiado en el humeante y siseante fondo del cráter.
La cuerda aguantó. Daeman permaneció allí colgado un minuto, sabiendo lo visible que resultaba a cualquier calibani que estuviera a ese lado del cráter. Quizás en aquel mismo momento había docenas de criaturas allí abajo, esperando que cayera sobre sus escamosos brazos. No miró para comprobarlo.
«Otros cuantos palmos.» Daeman alzó el brazo, dolorido y tembloroso, envolvió la cuerda con su palma y se aupó, buscando tracción con rodillas y talones. Otra vez. Otra. No se permitió ninguna pausa. Otra.
Finalmente, no pudo seguir escalando. Había agotado sus energías. Se quedó allí colgado. Le temblaba todo el cuerpo. El peso de la ballesta y el huevo gigantesco en su mochila tiraban de él hacia atrás, desequilibrándolo. Sabía que iba a caerse de un momento a otro. Parpadeando desesperado, Daeman soltó una mano para limpiarse el vaho de las lentes de su termopiel.
Estaba en el saliente del balcón, a un palmo por debajo del borde.
Un impulso imposible y llegó arriba, se aupó, se quedó tumbado boca abajo, sobre el asidero, sobre la cuerda, despatarrado en el balcón de hielo azul.
«No vomites... ¡no vomites!» El vómito lo ahogaría en su propia máscara de ósmosis o tendría que quitársela para hacerlo y los vapores lo dejarían inconsciente en cuestión de segundos. Moriría allí y nadie sabría siquiera que había podido escalar veinte metros de cuerda (no, más, tal vez treinta), él, el rechoncho Daeman, el niño gordito de Marina, el chico que no podía hacer ni una sola flexión en las pistas de buckycarbono.
Poco después, Daeman recuperó totalmente la conciencia y se ordenó ponerse de nuevo en marcha. Recogió la ballesta, se aseguró de que aún estaba amartillada y cargada, le quitó el seguro. Estudió el huevo: latía más blanco y brillante que antes, pero aún estaba de una pieza. Aseguró los piolets en su cinturón y recogió los metros de cuerda. Era absurdamente pesada.
Se perdió en los túneles. Atardecía cuando entró, los últimos rayos de luz se filtraban a través del hielo azul, pero ahora era ya noche cerrada y la única iluminación procedía de las descargas eléctricas amarillas que brotaban del tejido vivo que lo rodeaba: Daeman estaba seguro de que el hielo azul era orgánico, parte de Setebos.
Había dejado señales de tela amarilla en las intersecciones, clavadas en el hielo, pero debió saltarse una y se encontró de pronto arrastrándose por nuevas intersecciones, túneles que nunca había visto antes. En vez de darse la vuelta (el túnel era demasiado estrecho para hacerlo y tenía miedo de reptar hacia atrás), escogió el túnel que parecía subir y siguió arrastrándose.
Dos veces el túnel escogido terminaba o caía bruscamente hacia abajo y tuvo que regresar a la intersección. Finalmente un túnel subía y se ensanchaba. Con inmenso alivio, Daeman se puso de pie y empezó a subir por la suave rampa de hielo con la ballesta en las manos.
Se detuvo de repente, tratando de controlar sus jadeos.
Había una intersección a menos de tres metros por delante, otra a diez metros por detrás, y de una o de la otra, o de ambas, le llegó el sonido de un roce.
«Calibani», pensó, sintiendo el terror como el frío del espacio colarse por la termopiel. Entonces se le ocurrió una cosa que lo dejó todavía más helado: «Una de las manos.»
Era una mano. Más larga que Daeman, gruesa en el centro, que se arrastraba sobre unas uñas que emergían de la carne gris como veinticinco centímetros de acero afilado, con negros pelos aserrados en los extremos de los dedos para agarrarse al hielo. La mano pulsátil llegó al cruce que había a menos de tres metros de Daeman y se detuvo allí, la palma levantada: el orificio en el centro de esa palma se abrió y se cerró visiblemente.
«Me está buscando —pensó Daeman, sin atreverse a respirar—. Siente el calor.»
No se movió, ni siquiera para alzar la ballesta. Todo dependía de la ajada y vieja termopiel. Si irradiaba calor, la mano se le echaría encima en un milisegundo. Daeman hundió la cara en el suelo de hielo, no por miedo, sino para enmascarar cualquier emisión de calor que pudiera filtrarse por su máscara de ósmosis.
Hubo un fuerte roce y, cuando Daeman alzó la cabeza, vio que la mano había seguido por el túnel de la derecha. El carnoso brazo-tallo llenaba el túnel, casi bloqueaba la intersección.
«Que me aspen si voy a retroceder», pensó Daeman. Se arrastró hasta la intersección moviéndose lo más silenciosamente que pudo.
El brazo-tallo se deslizaba por el cruce; cien metros habían pasado ya pero parecía interminable. Daeman ya no oía el roce de la mano.
«Probablemente ha rodeado los túneles y ahora la tengo detrás.»
—¡Escucha! ¡Blanca llamarada... la cabeza de un árbol se quiebra... y allí, allí, allí, allí, sigue Su trueno! ¡Necio entregarte a Él! ¡Ah! ¡Túmbate y ama a Setebos!
El cántico de Calibán, apagado por la distancia y el hielo, subía hacia él a través del túnel. Apenas a unos centímetros del brazo-tallo deslizante, Daeman sopesó las posibilidades.
El túnel tenía unos dos metros de anchura y otros dos de altura. El brazo-tallo llenaba la anchura de la intersección y el túnel... al menos dos metros, comprimido por el hielo azul, pero era más ancho que alto. Había al menos un metro de aire entre la parte superior de la interminable masa deslizante y el techo del túnel. Al otro lado, el túnel que Daeman había seguido se ensanchaba y ascendía gradualmente hacia la superficie. A través de la termopiel, le pareció poder sentir un movimiento de aire del exterior. Tal vez sólo estuviera a unos pocos metros de la superficie.