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Authors: Dan Simmons

Olympos (5 page)

BOOK: Olympos
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Héctor hace un gesto y Aquiles acerca dos rebosantes copas a su antiguo enemigo y luego vuelve a bajar los escalones. Héctor alza las copas.

—¡Vientos del Oeste y el Norte —exclama con las copas alzadas—, ardiente Céfiro y Bóreas de fríos dedos, venid con fuerte ráfaga y encended la pira donde yace Paris de cuerpo presente, con todos los troyanos e incluso los honorables argivos llorando a su alrededor! ¡Ven, Bóreas, ven, Céfiro, ayudadnos a encender esta pira con vuestro aliento y os prometo espléndidas víctimas y generosas y rebosantes copas de libación!

—Esto es una locura —le susurra Helena a Andrómaca en el balcón superior—. Una locura. Nuestro amado Héctor invocando la ayuda de los dioses, a quienes combatimos, para que quemen el cadáver del dios que acaba de sacrificar.

Antes de que Andrómaca pueda responder, Casandra se ríe en voz alta entre las sombras, dirigiendo ceñudas miradas a Príamo y los ancianos que lo rodean.

Casandra ignora las miradas de reproche y le susurra a Helena y Andrómaca:

—Locura, sssí. Osssss dije que todo era locura. Es locura lo que Menelao planea, Helena: tu muerte, dentro de un instante, no menos sangrienta que la de Dionisos.

—¿De qué estás hablando, Casandra? —el susurro de Helena es áspero, pero se ha puesto muy pálida.

Casandra sonríe.

—Estoy hablando de tu muerte, mujer, dentro de unos minutos, pospuesta sólo por la negativa de un cadáver a arder.

—¿Menelao?

—Tu digno esposo —ríe Casandra—. Tu antiguo y digno esposo. El que no se pudre ahora como carbón en una pila de leña. ¿No oyes la respiración entrecortada de Menelao mientras se prepara para abatirte? ¿No hueles su sudor? ¿No escuchas los latidos de su oscuro corazón? Yo sí.

Andrómaca se aparta y da un paso hacia Casandra, dispuesta a conducirla al interior del templo, donde nadie pueda oírla ni verla.

Casandra vuelve a reírse y muestra una daga corta pero muy afilada que lleva en la mano.

—Tócame, perra, y te abriré como abriste a ese bebé esclavo que dijiste que era tu propio hijo.

—¡Silencio! —susurra Andrómaca. Sus ojos de pronto se llenan de furia.

Príamo y los otros ancianos se vuelven y fruncen de nuevo el ceño. Obviamente su senil semisordera no les ha permitido distinguir las palabras, pero el tono furioso, en susurros y siseos, debe resultarles inconfundible.

A Helena le tiemblan las manos.

—Casandra, tú misma me has dicho que todas tus predicciones de tantos años anunciando calamidades eran falsas. Troya aguanta, meses después de que predijeras su destrucción. Príamo está vivo, no muerto, en este mismo templo de Zeus como profetizaste. Aquiles y Héctor viven, cuando durante años dijiste que morirían antes de que cayera la ciudad. Ninguna de las mujeres ha sido arrastrada a la esclavitud como predijiste, ni tú a la casa de Agamenón (donde nos dijiste que Clitemnestra asesinaría al gran rey además de a ti y a tus hijos), ni Andrómaca a...

Casandra echa atrás la cabeza en un silencioso aullido. Bajo ellas, Héctor sigue ofreciendo sacrificios y vino con miel a los dioses de los vientos si encienden la pira de su hermano. De haberse inventado ya el teatro, a los espectadores el drama les parecería más bien una farsa.

—Todo eso se perdió —susurra Casandra, cruzándose el antebrazo con el filo de su daga. La sangre mana de su pálida carne y gotea sobre el mármol, pero no la mira. Sus ojos están fijos en Andrómaca y Helena—. El antiguo futuro ya no existe, hermanas. Los Hados nos han abandonado. Nuestro mundo y su futuro han dejado de existir, y otro ha cobrado vida, otro extraño
kosmos
. Pero la maldición de la segunda visión que me dio Apolo no me ha abandonado, hermanas. Menelao correrá hacia aquí dentro de unos segundos y hundirá su espada en tu hermoso pecho, Helena de Troya. —Escupe las últimas tres palabras con sarcasmo.

Helena agarra a Casandra por los hombros. Andrómaca logra quitarle el cuchillo. Juntas, las dos empujan a la joven entre las columnas y las sombras del interior del templo de Zeus. La joven clarividente se apretuja contra la balaustrada de mármol, mientras las otras dos mujeres mayores se alzan sobre ella como Furias.

Andrómaca acerca la hoja a la pálida garganta de Casandra.

—Hace años que somos amigas, Casandra —susurra la esposa de Héctor—, pero una palabra más, loca, y te cortaré la garganta como a un cerdo en el matadero.

Casandra sonríe.

Helena pone una mano sobre la muñeca de Andrómaca (aunque es difícil decir si para contenerla o para contribuir al asesinato) y la otra sobre el hombro de Casandra.

—¿Va a matarme Menelao? —susurra al oído de la atormentada vidente.

—Dos veces vendrá por ti hoy, y las dos veces se verá frustrado —susurra Casandra con voz átona. Sus ojos no enfocan a ninguna mujer. Su sonrisa es un rictus.

—¿Cuándo vendrá? ¿Y quién lo frustrará?

—Primero cuando la pira de Paris se encienda —dice Casandra, su tono tan plano y desinteresado como si recitara de un viejo libro infantil—. Y después cuando la pira de Paris se apague.

—¿Y quién lo frustrará? —repite Helena.

—Primero Menelao será detenido por la esposa de Paris —dice Casandra. Tiene los ojos en blanco—. Luego por Agamenón y por la que quiere ser la futura asesina de Aquiles, Pentesilea.

—¿La amazona Pentesilea? —dice Andrómaca, tan sorprendida que su voz resuena en el templo de Zeus—. Está a mil kilómetros de aquí, igual que Agamenón. ¿Cómo van llegar cuando se apague la pira funeraria de Paris?

—Calla —susurra Helena. A Casandra, cuyos párpados aletean, le dice—: Dices que la esposa de Paris impide que Menelao me asesine cuando se encienda la pira. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo?

Casandra se desploma en el suelo, exánime. Andrómaca guarda la daga en los pliegues de su túnica y abofetea varias veces a la joven, con fuerza. Casandra no despierta.

Helena da una patada al cuerpo caído.

—Que los dioses la maldigan. ¿Cómo voy a impedir que Menelao me asesine? Puede que falten minutos para...

Fuera del templo se alza el clamor de los troyanos y aqueos que abarrotan la plaza. Ambas mujeres oyen el chisporroteo y el rugido.

Los vientos han entrado obedientes por las puertas Esceas. La madera y la leña han capturado la chispa. La pira se enciende.

4

Menelao observaba cómo los vientos llegaban del oeste y sacudían las ascuas de la pira de Paris y las convertían primero en fluctuantes lenguas de fuego y luego en una ardiente hoguera. Héctor apenas tuvo tiempo de bajar corriendo los escalones y dar un salto antes de que toda la pira estallara en llamas.

«Ahora», pensó Menelao.

Las ordenadas filas de aqueos se habían roto al apartarse la multitud del calor del fuego y Menelao aprovechó la confusión para ocultar sus movimientos mientras dejaba atrás a sus compañeros argivos y atravesaba las filas de soldados troyanos que contemplaban las llamas. Se dirigió a la izquierda, al templo de Zeus y la escalinata. Menelao advirtió que el calor y las chispas del fuego (el viento soplaba hacia el templo) habían hecho que Príamo, Helena y los demás se apartaran del balcón y (lo más importante), lo mismo habían hecho los soldados de las escaleras, de modo que su camino estaba despejado.

«Es como si los dioses me estuvieran ayudando.»

Tal vez fuera así, se dijo Menelao. Había informes a diario de contactos entre argivos y troyanos y sus antiguos dioses. El hecho de que dioses y mortales estuvieran guerreando no significaba que los lazos y las viejas costumbres hubieran desaparecido por completo. Menelao conocía a docenas de iguales suyos que ofrecían en secreto sacrificios a los dioses por la noche, como habían hecho siempre, a pesar de que combatían a los dioses de día. ¿No había invocado el propio Héctor a los dioses de los vientos del Oeste y el Norte, a Céfiro y Bóreas para que le ayudaran a encender la pira de su hermano? ¿Y no habían aceptado los dioses, aunque los huesos y las tripas de Dionisos, el hijo del mismísimo Zeus, habían sido esparcidos sobre la misma pira como la carne inadecuada para el sacrificio que uno arroja a los perros?

«Es una época confusa para vivir.»

«Bueno —respondió la otra voz mental de Menelao, la voz cínica que no estaba dispuesta a matar a Helena—, no vivirás mucho tiempo, muchacho.»

Menelao se detuvo al pie de las escaleras y desenvainó la espada. Nadie se dio cuenta. Todos los ojos estaban clavados en la pira funeraria que ardía y chisporroteaba a varios metros de distancia. Cientos de soldados apartaron la mano de la espada para cubrirse los ojos y protegerse el rostro del calor de las llamas.

Menelao subió el primer escalón.

Una mujer, una de las vírgenes con velo que habían llevado el aceite y la miel a la pira, salió del pórtico del templo de Zeus a poco más de diez pies de Menelao y caminó directamente hacia las llamas. Todos los ojos se volvieron hacia ella y Menelao tuvo que detenerse en el último escalón y bajar la espada, ya que estaba de pie casi directamente detrás de ella y no quería llamar la atención.

La mujer se despojó del velo. La multitud de troyanos que había al otro lado del fuego, frente a Menelao, se quedó boquiabierta.

—¡Oenone! —exclamó una mujer desde el balcón.

Menelao miró hacia arriba. Príamo, Helena, Andrómaca y algunos otros habían vuelto al balcón al oír los gritos y jadeos de la multitud. No había sido Helena la que había hablado, sino una de las esclavas.

«¿Oenone?» El nombre le resultaba a Menelao vagamente familiar, un recuerdo anterior a los diez últimos años de guerra, pero no podía situarlo. Sus pensamientos estaban centrados en el próximo medio minuto. Helena se hallaba en el extremo de aquellos quince escalones, sin ningún hombre que se interpusiera entre ambos.

—¡Soy Oenone, la verdadera esposa de Paris! —gritó la mujer. Su voz fue apenas audible a pesar de lo cerca que estaba, debido a la furia del viento y al feroz chisporroteo del fuego.

«¿La verdadera esposa de Paris?» Desconcertado, Menelao vaciló. Había más troyanos que salían del templo y los callejones adyacentes para contemplar el espectáculo. Varios hombres subieron las escaleras hasta situarse junto a Menelao e incluso más arriba. El pelirrojo argivo recordó entonces lo que se comentaba en Esparta después del secuestro de Helena: que Paris estaba casado con una mujer de aspecto sencillo (diez años mayor que él el día de su boda) a la que había repudiado cuando los dioses lo ayudaron a secuestrar a Helena. «Oenone».

—Febo Apolo no mató al hijo de Príamo, Paris —gritó la mujer llamada Oenone—. ¡Yo lo hice!

Hubo gritos, incluso se dijeron obscenidades. Algunos guerreros troyanos avanzaron dispuestos a agarrar a aquella loca, pero sus camaradas los refrenaron. La mayoría quería oír lo que la perra tenía que decir.

Menelao vio a Héctor a través de las llamas. Incluso el más grande héroe de Ilión carecía de poder para interceder aquí, ya que el cadáver ardiente de su hermano se interponía entre él y la mujer de mediana edad.

Oenone estaba tan cerca de las llamas que sus ropas humeaban. Parecía mojada, como si se hubiera rociado de agua en preparación de esta acción. Sus grandes pechos caídos se transparentaban bajo la túnica empapada.

—¡Paris no murió debido a las llamas surgidas de las manos de Febo Apolo! —gritó la arpía—. Cuando mi marido y los dioses desaparecieron de la vista en Tiempo Lento hace diez días, intercambiaron flechazos: fue un duelo de arqueros, tal como Paris había planeado. Hombre y dios fallaron su objetivo. ¡Fue un mortal, el cobarde Filoctetes, quien disparó la flecha fatal que condenó a mi esposo!

Oenone señaló al grupo de aqueos entre los que el viejo Filoctetes se encontraba, cerca de Áyax
el Grande
.

—¡Mentira! —gritó el arquero, que había sido rescatado hacía poco de su isla de exilio y enfermedad por Odiseo, meses después de que comenzara la guerra con los dioses.

Oenone lo ignoró y dio un paso más hacia las llamas. La piel de sus brazos desnudos y su rostro enrojecieron por el calor. El vapor de su vestimenta se volvió denso como niebla a su alrededor.

—¡Cuando Apolo TCeó al Olimpo lleno de frustración, fue el cobarde argivo Filoctetes, por antiguos resentimientos, quien disparó su flecha envenenada contra la ingle de mi esposo!

—¿Cómo puedes saber eso, mujer? Ninguno de nosotros siguió al hijo de Príamo y a Apolo al Tiempo Lento. ¡Ninguno de nosotros vio la batalla! —gritó Aquiles, su voz un centenar de veces más clara que la de la viuda.

—Cuando Apolo vio la traición, TCeó a mi esposo a las faldas del monte Ida, donde yo llevo viviendo en el exilio desde hace más de una década... —continuó Oenone.

Hubo unos cuantos gritos, pero en su mayor parte los que llenaban la gigantesca plaza de la ciudad, los miles de guerreros troyanos, y quienes estaban en las murallas y los terrados de las casas, guardaron silencio. Todos esperaban.

—Paris me suplicó que lo acogiera.... —gritó la llorosa mujer, su pelo húmedo desprendiendo ahora tanto vapor como sus ropas. Incluso sus lágrimas parecían evaporarse—. Se moría por el veneno griego, sus pelotas y su amado miembro y su bajo vientre negros ya, pero me suplicó que lo curara.

—¿Cómo podría una mera arpía curarlo de un veneno mortal? —gritó Héctor, hablando por primera vez, y su voz resonó a través de las llamas como la de un dios.

—Un oráculo le había dicho a mi esposo que sólo yo podría curarlo de una herida mortal — replicó Oenone, su voz débil o derrotada por el calor y el rugido. Menelao oyó sus palabras, pero dudaba que en la plaza pudieran hacerlo.

—En su agonía, me imploró que aplicara bálsamo a su herida envenenada —gritó la mujer—. «No me odies, te dejé sólo porque los Hados me ordenaron que fuera con Helena. Ojalá hubiera muerto antes de traer a esa perra al palacio de Príamo. Te imploro, Oenone, Por el amor que nos tuvimos y por los votos que una vez compartimos, que me perdones y me sanes ahora», me suplicó Paris.

Menelao la vio dar un par de pasos más hacia la pira, hasta que las llamas bailaron a su alrededor, ennegreciendo sus tobillos y haciendo que sus sandalias se encogieran.

—¡Me negué! —gritó ella, la voz ronca pero de nuevo fuerte—. Y murió. Mi único amor y mi único amante y mi único marido murió. Con horribles dolores, gritando obscenidades. Mis criadas y yo tratamos de quemar su cuerpo para darle a mi pobre marido condenado por los Hados la pira funeraria de héroe que se merecía, pero los árboles eran fuertes y difíciles de cortar y nosotras éramos mujeres, y débiles, y no conseguí hacer ni siquiera esta simple tarea. Cuando Febo Apolo vio lo pobremente que habíamos honrado los restos de Paris, se apiadó de su enemigo caído por segunda vez, TCeó su cuerpo profanado de vuelta al campo de batalla y dejó que el cadáver calcinado cayera de Tiempo Lento como si hubiera ardido en el combate.

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