Authors: Dan Simmons
—Levántate —dice Menelao.
Hockenberry obedece. Menelao no es un hombre alto como su hermano, ni un buey fornido como Odiseo o Áyax, pero es casi un dios por su musculatura en comparación con el delgado Hockenberry y su barriga hinchada.
—Llévanos allí, hijo de Duane —ordena Menelao—. A la tienda de mi hermano, en la playa. Hockenberry niega con la cabeza.
—Hace meses que no empleo el medallón TC, hijo de Atreo. Los moravecs explicaron que los dioses podían localizarme a través de algo llamado el espacio de Planck en la matriz Calabi-Yau: seguirme a través del vacío que los dioses utilizan para viajar. Traicioné a los dioses y me matarían si vuelvo a teletransportarme cuánticamente.
Menelao sonríe. Alza su espada, pincha el vientre de Hockenberry hasta que la sangre asoma por la túnica.
—Y yo te mataré ahora mismo si no lo haces, culo de cerdo. Y te sacaré lentamente las tripas mientras lo hago.
Helena aparta la mano del hombro de Hockenberry.
—Amigo mío, mira la batalla más allá de la muralla. Los dioses están todos concentrados en derramar sangre esta noche. Mira, ¿ves a Atenea replegándose con una horda de sus Furias? Mira al poderoso Apolo en su carro, disparando muerte a las filas griegas en retirada. Nadie reparará en ti si TCeas esta noche, Hock-en-bee-rry.
El hombre de aspecto débil se muerde los labios, mira de nuevo la batalla. Los defensores troyanos llevan una clara ventaja, pues más soldados salen por las poternas y portillas, cerca de las puertas Esceas. Ada ve a Héctor que, por fin, dirige a su tropa de elite.
—De acuerdo —dice Hockenberry—. Pero sólo puedo TCear a uno de vosotros cada vez.
—Nos llevarás a los dos al mismo tiempo —gruñe Menelao. Hockenberry sacude la cabeza.
—No puedo. No sé por qué, pero el medallón TC sólo me permite teletransportar a una persona con la que estoy en contacto. Si me recuerdas con Aquiles y Héctor, te acordarás de que nunca TCeaba con más de uno, regresaba por el otro segundos después.
—Es cierto, esposo mío —dice Helena—. Yo misma lo he visto.
—Lleva a Helena primero, entonces —dice Menelao—. A la tienda de Agamenón en la playa, cerca de donde las negras naves están varadas en la arena.
Hay gritos en la calle, abajo, y los tres se apartan del borde de la plataforma en ruinas. Helena se echa a reír.
—Esposo mío, querido Menelao, yo no puedo ir primero. Soy la mujer
—Usa tu medallón... ahora.
Antes de tocar el círculo de oro, Hockenberry logra decir:
—¿Me dejarás vivir si hago esto? ¿Me dejarás libre?
—Por supuesto —gruñe Menelao, pero incluso Ada puede ver la mirada que le dirige a Helena.
—Tienes mi palabra de que mi esposo Menelao no te hará daño —dice Helena—. Ahora ve, TCea rápidamente. Me parece que oigo pasos en las escaleras.
Hockenberry agarra el medallón de oro, cierra los ojos, retuerce algo en su superficie, y Menelao y él desaparecen con un suave
plop
de aire apresurado.
Ada se queda un minuto sola con Helena de Troya en la plataforma. El viento se alza, soplando suavemente a través de los ladrillos rotos y trayendo los gritos de los griegos en retirada y los troyanos que los persiguen en la llanura iluminada por las antorchas. La gente de la ciudad vitorea.
De repente, Hockenberry vuelve a aparecer.
—Tu turno —dice, tocando el antebrazo de Helena—. Tienes razón, ningún dios me ha perseguido. Hay demasiado caos esta noche.
Señala con la cabeza el cielo lleno de carros voladores y atronadores rayos de energía. Hockenberry se detiene antes de volver a tocar su medallón.
—¿Estás segura de que Menelao no me hará daño cuando te lleve allí, Helena?
—No te hará daño —susurra Helena. Parece casi distraída, como si escuchara las pisadas en las escaleras.
Ada sólo oye el viento y los gritos lejanos.
—Hock-en-bee-rry, espera un segundo —dice Helena—. Necesito decirte que fuiste un buen amante... un buen amigo. Te aprecio mucho.
Hockenberry traga saliva.
—Yo... te aprecio, Helena.
La mujer del pelo negro sonríe.
—No voy a reunirme con Menelao, Hock-en-bee-rry. Lo odio. Lo temo. Nunca me someteré de nuevo a él.
Hockenberry parpadea y mira hacia las filas aqueas, ahora lejanas. Se están reagrupando más allá de sus trincheras con picas, a tres kilómetros de distancia, cerca de la interminable hilera de tiendas y hogueras, donde incontables navíos negros cubren la orilla.
—Te matará si toman la ciudad —dice en voz baja.
—Sí.
—Puedo TCearte lejos de aquí. A algún lugar seguro.
—¿Es cierto, mi querido Hock-en-bee-rry, que todo el mundo está vacío ahora? ¿Las grandes ciudades? ¿Mi Esparta? ¿Las recias granjas? ¿La isla de Odiseo, Ítaca? ¿Las doradas ciudades persas?
Hockenberry se muerde los labios.
—Sí —dice por fin—, es cierto.
—¿Entonces adónde podría ir yo, Hock-en-bee-rry? Incluso el Agujero ha desaparecido, y los olímpicos se han vuelto locos.
Hockenberry se encoge de hombros.
—Entonces tendremos que confiar en que Héctor y sus legiones los mantengan a raya, Helena... querida. Te juro que, pase lo que pase, nunca le diré a Menelao que elegiste quedarte atrás.
—Lo sé —dice Helena. De su ancha manga, un cuchillo aparece en su mano. Gira el brazo y clava la hoja corta pero afiladísima bajo las costillas de Hockenberry, hasta la empuñadura. Gira la hoja para encontrar el corazón.
Hockenberry abre la boca como para gritar pero sólo puede jadear. Agarrándose el torso ensangrentado, se desploma como un muñeco.
Helena ha liberado el cuchillo mientras caía.
—Adiós, Hock-en-bee-rry.
Baja rápidamente las escaleras. Sus zapatillas casi no hacen ningún ruido sobre la piedra.
Ada mira al hombre ensangrentado y moribundo, deseando poder hacer algo, pero es, naturalmente, invisible e intangible. Por impulso, recordando cómo Harman se comunicó con el sonie, alza la mano hasta el paño turín, palpa el bordado bajo sus dedos, y visualiza tres cuadrados azules centrados dentro de tres círculos rojos.
De repente Ada está allí, de pie en la plataforma expuesta y desvencijada, en la torre sin cima de Ilión. No está turinviendo algo de allí, está allí mismo. Nota el frío viento tirando de su blusa y su falda. Puede oler los extraños olores de las cocinas y el ganado flotando desde el mercado visible abajo, en la noche. Oye el fragor de la batalla que tiene lugar tras la muralla y siente la vibración en el aire de las grandes campanas y gongs que resuenan por todas las murallas de Troya. Mira hacia abajo y ve sus pies firmemente plantados en las losas resquebrajadas.
—Ayúdame... por... favor —susurra el hombre agonizante. Ha hablado en inglés común. Con los ojos abiertos de par en par por el horror, Ada se da cuenta de que puede verla... de que la está mirando. Usa sus últimas fuerzas para alzar su mano izquierda hacia ella, implorando, suplicando.
Ada se quitó de la frente el paño turín.
Estaba en su dormitorio de Ardis Hall. Muerta de pánico, con el corazón en la boca, convocó la función horaria de su palma.
Sólo habían pasado diez minutos desde que se había acostado con el paño turín, cuarenta y nueve minutos desde que su amado Harman se había marchado en el sonie. Ada estaba desorientada y levemente mareada de nuevo, como si las náuseas matutinas regresaran. Trató de espantar la sensación y sustituirla por resolución, pero sólo acabó experimentando náuseas mucho más fuertes.
Tras plegar el paño turín y esconderlo en el cajón de su ropa interior, Ada corrió a ver qué estaba pasando en Ardis.
El viaje en sonie fue aún más excitante de lo que Harman había imaginado, y eso que él sabía que tenía bastante imaginación. Era también la única persona a bordo del sonie que había viajado en una silla de madera por el ciclón de un relámpago desde la Cuenca Mediterránea a un asteroide en el anillo ecuatorial, y había supuesto que nada podría igualar la emoción y el terror de aquel viaje.
Aquel nuevo viaje lo seguía de cerca.
El sonie atravesó la barrera del sonido (Harman había aprendido lo que era la barrera del sonido en un libro que había sigleído) antes de llegar a los dos mil pies de altura sobre Ardis y, cuando la máquina remontó la capa superior de nubes y salió a la brillante luz del sol, viajó casi en vertical y superando sus propios estallidos sónicos, aunque el viaje distó mucho de ser silencioso. El siseo y el rugido del aire sobre el campo de fuerza era lo bastante fuerte como para ahogar cualquier intento de conversación.
No hubo ningún intento, de todas formas. El mismo campo de fuerza que los protegía del rugiente viento los mantenía clavados boca abajo en sus huecos acolchados. Nadie seguía inconsciente, Hannah tenía un brazo sobre él, y Petyr miraba con los ojos espantados por encima del hombro mientras las nubes quedaban rápidamente atrás, más abajo.
En cuestión de minutos, el rugido se redujo a un siseo parecido al de una tetera y luego se convirtió en un suspiro. El cielo azul se volvió negro. El horizonte se combó como un arco blanco completamente tenso y el sonie continuó ascendiendo hacia el cielo, la punta plateada de una flecha invisible. Luego las estrellas aparecieron de pronto, no gradualmente como hacen al atardecer, sino todas de golpe, llenando el cielo negro como silenciosos fuegos artificiales. Directamente sobre ellos, los anillos e y p, girando lentamente, resplandecían terroríficamente brillantes.
Durante un terrible momento Harman estuvo seguro de que el sonie los llevaba de vuelta a los anillos (esa misma máquina los había traído a Daeman, a la inconsciente Hannah y a él desde el asteroide orbital de Próspero, después de todo), pero entonces el sonie empezó a nivelarse y advirtió que todavía estaban a miles de kilómetros de los anillos, apenas por encima de la atmósfera. El horizonte era curvo, pero la Tierra abarcaba todo su campo visual. Cuando Savi y Daeman y él habían subido por el vórtice hasta el anillo-e nueve meses antes, la Tierra se veía mucho más lejana.
—Harman... —Hannah llamaba desde el hueco trasero mientas el sonie viraba hasta quedar boca abajo, el cegador barrido del planeta cubierto de nubes blancas sobre ellos ahora—. ¿Está todo el mundo bien? ¿Las cosas deberían ser así?
—Sí, esto es normal —respondió Harman. Varias fuerzas, incluido el temor, intentaban despegar su cuerpo de los cojines, pero el campo de fuerza lo empujaba hacia abajo. Su estómago y oído interno reaccionaban a la falta de gravedad y horizonte. En realidad, no tenía ni idea de si aquello era normal o si el sonie había intentado ejecutar alguna maniobra de la que no era capaz y todos estaban a pocos segundos de la muerte.
Petyr lo miró a los ojos y Harman supo que el joven sabía que estaba mintiendo.
—Creo que voy a vomitar —dijo Hannah, como si tal cosa.
El sonie se movía arriba y abajo, impelido por fuerzas e impulsos invisibles, y la Tierra empezó a girar.
—Cierra los ojos y agarra a Odiseo —dijo Harman.
El ruido regresó cuando volvieron a entrar en la atmósfera de la Tierra. Harman se encontró esforzándose para volver a mirar los anillos, preguntándose cuánto quedaba de la isla orbital de Próspero, si Daeman no se equivocaba en su convencimiento de que había sido Calibán el asesino de su madre y los demás de Cráter París.
Pasaron unos minutos. A Harman le pareció que hacían la reentrada sobre el continente que antiguamente se llamaba América del Sur. Había nubes en ambos hemisferios, girando, onduladas, aplastadas y alzándose como torres, pero también vio a través de las aberturas el ancho estrecho de agua que Savi le había dicho que fue una vez un istmo que conectaba los dos continentes.
Entonces el fuego los rodeó y el chirrido y el rugido se hizo aún más fuerte que durante el ascenso. El sonie entró trazando espirales en una atmósfera aún más densa, como un dardo giratorio.
—¡No pasará nada! —les gritó Harman a Hannah y Petyr—. He pasado por esto antes. No pasará nada.
Ellos no podían oírlo (el rugido era demasiado fuerte), así que Harman no añadió que sólo había pasado por eso una sola vez. Hannah iba a bordo cuando aquel mismo sonie los había traído a Daeman, Harman y ella desde la isla de Próspero, que se desintegraba en la órbita, pero no estaba consciente del todo y no tenía recuerdos del hecho.
Harman decidió que cerrar los ojos mientras el sonie se abalanzaba de nuevo hacia la Tierra dentro de su vientre de plasma era también lo mejor para él.
«¿Qué demonios estoy haciendo?» Las dudas volvieron a asaltarlo. No era ningún líder, ¿qué creía que estaba haciendo al llevar aquel sonie y a dos personas confiadas y arriesgarlas de esa forma? Nunca había pilotado así el sonie, ¿por qué pensaba que iba a tener éxito en el viaje? Y aunque lo tuviera, ¿cómo podía justificar llevarse el aparato de Ardis Hall en el momento en que la comunidad corría más peligro? El informe de Daeman de que la criatura Setebos se había apoderado de Cráter París y las otras comunidades debería haber tenido la máxima prioridad, no aquella huida a la Puerta Dorada de Machu Picchu sólo para salvar a Odiseo. ¿Cómo se atrevía Harman a dejar a Ada cuando estaba embarazada y dependía de él? Nadie iba a morir con toda seguridad, de todas formas, ¿por qué arriesgar cientos de vidas (quizá decenas de miles si su advertencia no llegaba a las otras comunidades), en un intento casi sin esperanza por salvar al viejo herido?
«Viejo.» Mientras el viento ululaba y el sonie daba tumbos, Harman se agarró con todas sus fuerzas e hizo una mueca. Él era el viejo del grupo, le faltaban menos de dos meses para su quinto y último Veinte. Harman advirtió que todavía esperaba desaparecer cuando llegara su último cumpleaños, para ser entonces faxeado a los anillos aunque no quedaran tanques sanadores para recibirlo. «¿Y quién puede asegurarme que no será así?», pensó. Harman creía ser el hombre más viejo de la Tierra, con la posible excepción de Odiseo-Nadie, que podía tener cualquier edad. Pero Nadie probablemente estaría muerto al cabo de minutos o de horas de todas formas. «Igual que todos nosotros», pensó Harman.
¿En qué demonios estaba pensando para tener un hijo con una mujer sólo siete años mayor que su Primer Veinte? ¿Qué derecho tenía a instar a otros a volver a la idea de las familias de la Edad Perdida? ¿Quién era él para decir que la nueva realidad exigía que los padres de sus hijos fueran conocidos por las madres y los demás, y que el padre estuviera con la madre y los hijos?