Authors: Dan Simmons
—Deberían llamar a este bosque la Cuna de Ariel, pues aquí hace diez veces doscientos años yo nací, ascendiendo a la conciencia desde un billón de pequeños transpondedores-sensores que los humanos antiguos (tu propia ralea, invitado) llamaban motas. Los árboles hablaban con sus amos humanos y entre sí, parloteando en la vieja red mohosa que se había convertido en la naciente datasfera, farfullando sobre temperaturas y nidos de pájaros y huevos y kilos por centímetro cuadrado de presión osmótica y tratando de cuantificar la fotosíntesis igual que un empleado reumático cuenta sus bagatelas y las considera un tesoro. Los
zeks
(mis amados instrumentos de acción, demasiados me fueron robados por ese amo monstruo-magus para que trabajaran en el mundo rojo) se alzaron igualmente, sí, pero no aquí, honorable invitado, no aquí, no.
Harman casi no entendió nada, pero Ariel hablaba, farfullaba, y sabía que si podía enzarzar a la criatura en la conversación se enteraría de algo importante tarde o temprano.
—Próspero, tu amo, te llamó avatar de la biosfera cuando le hablé, hace nueve meses, en su isla orbital —dijo Harman.
—Sí —dijo Ariel, riendo de nuevo— y yo llamo a Próspero, a quien tú llamas mi amo, Tom Mierda.
Ariel lo miró, su carita verdosa brillaba como una planta tropical fosforescente mientras entraban en un sendero sumido en oscuridad absoluta bajo las hojas.
—Harman, esposo de Ada, amigo de Nadie, eres, a mis ojos, un hombre de pecado, un hombre cuyo destino tiene importancia, en este mundo inferior, como mínimo, menos por lo que no es que por su pálida forma. Tú, entre todos los hombres, eres el más inadecuado para vivir... mucho menos para vivir Cinco Veintes como una de las comidas largamente preparadas del hermano Calibán, ya que el tiempo y las mareas del tiempo te han vuelto loco. E incluso con ese valor, sabes, los hombres cuelgan y ahogan sus propios yoes.
Harman no entendió nada de aquello y, a pesar de que le hizo muchas más preguntas, Ariel no contestó ni volvió a hablar durante tres horas y muchos kilómetros.
Al cabo de una hora Harman estaba seguro de que no le quedaban energías. Lo dejaron detenerse y se apoyó contra un enorme peñasco para recuperar el aliento. Cuando la luz se alzó, se dio cuenta de que no se trataba de ningún peñasco.
El peñasco era en realidad una pared, la pared formaba parte de un gran edificio con pisos escalonados según ascendía, y el edificio era algo que supo, por sus lecturas, que se llamaba templo. Entonces Harman advirtió lo que sus manos estaban tocando y lo que estaban viendo sus ojos.
Cada centímetro del templo estaba tallado. Algunas tallas eran grandes, tan anchas como todo el brazo de Harman, pero la mayoría eran tan pequeñas que podía cubrirlas con la palma de la mano.
En las tallas (cada una se hacía más y más clara a medida que el amanecer tropical arrojaba luz sobre la jungla), hombres y mujeres hacían el amor (practicaban el sexo), y había hombres y más de una mujer, hombres y hombres, mujeres y mujeres, mujeres y hombres y lo que parecían ser caballos, hombres y elefantes, mujeres y toros, mujeres y mujeres y monos y hombres y hombres y hombres...
Harman se quedó asombrado. Nunca había visto nada parecido en sus noventa y nueve años de vida. En un nivel de las tallas, a la altura de los ojos, vio a un hombre con la cabeza entre las piernas de una mujer, mientras otro hombre, a caballo sobre el primero, ofrecía su pene erecto a la boca abierta de la mujer, mientras tras ella, una segunda mujer que llevaba una especie de pene artificial penetraba a la primera mujer desde atrás, al tiempo que ésta, atendiendo a los dos hombres y a la mujer que tenía detrás, extendía el brazo hacia un animal que Harman reconoció por el drama turín como caballo y masturbaba al excitado semental. Su otra mano libre acariciaba los genitales de una figura humana masculina que estaba de pie junto al caballo.
Harman se apartó de la pared del templo, contemplando la estructura de piedra cuajada de enredaderas. Había miles, tal vez decenas de miles de variaciones de este tema, mostrando a Harman aspectos del sexo que nunca había imaginado, que nunca podría haber imaginado. Sólo algunas imágenes del elefante... Las figuras humanas eran estilizadas, rostros y pechos ovalados, ojos almendrados, las bocas de los hombres y las mujeres curvadas en sonrisas satisfechas y decadentes.
—¿Qué es este lugar? —preguntó.
Ariel cantó en falsete:
Arriba, apenas vistas, en la suave penumbra,
extrañas obras de un pueblo largamente muerto.
¿Qué significaban para aquellos que ahora son polvo,
estas figuras podridas de amor y lujuria?
—¿Qué es este lugar? —insistió Harman. Por una vez, Ariel respondió con sencillez.
—Khajuraho —la palabra no significaba nada para Harman.
El espíritu de la biosfera hizo un gesto, dos de los pequeños zeks verdes y casi transparentes tomaron a Harman del brazo y la procesión se alejó del templo, siguiendo un sendero apenas discernible en la jungla. Al mirar atrás, Harman vio un último atisbo del edificio de piedra. «Edificios», se dijo entonces, pues había más de uno, todos tallados con frisos eróticos, y vio cómo la jungla casi había devorado las estructuras. Las figuras que se apareaban estaban rodeadas de enredaderas, parcialmente oscurecidas por la hierba y envueltas en raíces y ramas verdes.
Luego el lugar llamado Khajuraho desapareció en la espesura verde y
Harman se concentró en caminar detrás de Ariel.
Cuando la luz del sol iluminó la salvaje densidad de la jungla que los rodeaba (diez mil tonos de verde, la mayoría de los cuales Harman nunca había imaginado) en lo único en que podía pensar era en regresar a Ardis con Ada, o al menos al Puente, antes de que Petyr se marchara con el sonie. No quería esperar tres días a que Petyr regresara para recoger a Hannah y el restaurado Nadie/Odiseo... si aquella cuna podía restaurarle la vida y la salud.
—¿Ariel? —dijo de pronto a la pequeña forma que parecía flotar delante de la fila de
zeks
que le precedía.
—¿Sí, señor? —la cualidad andrógina de la voz, por lo demás agradable, perturbaba a Harman.
—¿Cómo me transportaste desde la Puerta Dorada a esta jungla?
—¿No lo hice de manera lo suficientemente amable, oh, Hombre?
—Sí —respondió Harman, temiendo que la pálida figura volviera a farfullar cosas sin sentido—. ¿Pero cómo?
—¿Cómo viajas de un sitio a otro, cuando no estás tumbado boca abajo en tu platillo sonie?
—Faxeamos —dijo Harman—. Pero no había ningún faxpabellón en la Puerta Dorada... ningún faxnódulo.
Ariel flotó más alto, apartando ramas y enviando una lluvia de hojitas sobre los zeks y Harman.
—¿Fue tu amigo Daeman a un faxpabellón cuando el alosaurio lo devoró hace diez meses?
Harman se detuvo. Los zeks que todavía le sujetaban los brazos se detuvieron con él, sin tirar para que avanzara.
«Naturalmente», pensó Harman. Lo había tenido delante de las narices toda la vida. Lo había visto siempre... pero había estado ciego. Cuando alguien faxeaba a los Anillos en cualquiera de sus Cuatro Veintes normales de vida iba al faxpabellón más cercano. Cuando alguien quería faxear a alguna parte, iba al pabellón de faxnódulo más cercano. Pero cuando alguien resultaba herido (o moría, devorado como Daeman, destrozado en un extraño accidente), los Anillos te faxeaban.
Harman había estado allí, en la isla de Próspero, en los tanques regeneradores adonde llegaban los cuerpos desnudos y eran arreglados por el borboteante nutriente y los gusanos azules antes de ser faxeados de vuelta. Harman y Daeman se habían encargado de faxear ellos mismos, siguiendo las instrucciones de Próspero, destruyendo todos los servidores y haciendo que los diales y palancas virtuales faxearan a tantos cuerpos-enreparación como fuera posible.
«Los humanos podrían ser faxeados sin tener que ir a un faxpabellón, sin empezar desde uno de los trescientos y pico faxnódulos conocidos.» Harman lo había visto toda su vida (casi cien años), pero nunca había visto lo que podía ver. La idea estaba demasiado arraigada: los posthumanos te llevaban a casa cuando resultabas herido o morías antes de tu Quinto Veinte. Los faxnódulos eran ciencia: ir a la fermería para recibir reparaciones de emergencia era algo parecido a la religión.
Pero la fermería de la isla de Próspero tenía maquinaria que podía faxear a cualquiera desde cualquier parte sin utilizar nódulos ni pabellones.
Y Harman y Daeman habían destruido la fermería y la isla de Próspero.
Los
zek
s le tiraron de los brazos para ponerlo de nuevo en marcha, pero con amabilidad. Harman no se movió todavía. La intensidad de sus pensamientos lo mareaba; si los
zek
s no lo hubieran estado sujetando, podría haberse caído al suelo.
La isla de Próspero había sido destruida. Harman y todos los humanos antiguos habían visto las piezas arder durante meses en el cielo nocturno. Pero Ariel todavía podía faxear... una especie de faxeo libre, independiente de nódulos, portales y pabellones. Algo, allí arriba, en los Anillos (o en la Tierra misma), encontraba al espíritu, lo codificaba y lo faxeaba, y aquel día a Harman con él, o con ella, desde el Puente hasta aquel lugar, dondequiera que aquel lugar y Khajuraho estuvieran. Al otro lado del Tierra, por lo menos.
Harman tal vez pudiera faxear de vuelta con Ada, si conseguía que Ariel revelara el secreto del faxeo libre.
Los
zeks
tiraron de nuevo, amable pero insistentemente. Ariel iba muy por delante, flotando hacia un claro de brillante luz en la jungla. Harman no quería meter en líos a los
zeks
. Tampoco quería perder de vista a Ariel: el espíritu era su faxbillete de vuelta a casa.
Harman se apresuró, dando tumbos, para alcanzar al avatar de la biosfera de la Tierra.
Cuando salieron al claro el sol brillaba tanto que Harman tuvo que protegerse los ojos y, durante varios segundos, no vio la estructura que se alzaba sobre él. Cuando lo hizo, se detuvo en seco.
La cosa-estructura (no llegaba a ser un edificio) era gigantesca. Se alzaba durante lo que Harman calculaba (y sus estimaciones del tamaño de las cosas siempre habían sido sorprendentemente buenas) al menos trescientos metros. Tal vez un poco más. No tenía recubrimiento; es decir, toda la estructura era un esqueleto de oscuras vigas de metal que se alzaban hacia un centro a partir de una enorme base cuadrada unida por medio de arcos metálicos semicirculares a la copa de los árboles y que luego continuaba ascendiendo para curvarse hacia adentro y convertirse en una pura aguja, su oscuro remate en una cumbre muy, muy elevada. Un término que Hannah, que trabajaba el metal, le había dicho una vez acudió a su mente: «hierro forjado»
.
Harman estaba seguro de que los armazones, arcos, vigas y el entramado abierto que estaba contemplando desde allí bajo, al cálido sol de la jungla, estaban todos hechos de alguna especie de hierro.
—¿Qué es esto? —jadeó. Los
zeks
lo habían soltado y regresaron a la sombra de la jungla, como temerosos de acercarse a la base de la increíble torre. Harman advirtió que nada crecía en un espacio que rodeaba la base de la torre excepto una hierba baja y perfectamente cultivada. Era como si la fuerza de la estructura misma mantuviera la jungla a raya.
—Pesa siete mil toneladas —dijo Ariel, con una voz mucho más masculina que ninguna de las que el espíritu de la biosfera había empleado hasta entonces—. Dos millones y medio de remaches. Cuatro mil trescientos once años de antigüedad... o al menos el original los tiene. Hay más de seis mil de éstas en la
eiffelbahn
de Khan Ho Tep.
—
Eiffelbahn
... —repitió Harman—. Yo no...
—Ven —ordenó Ariel. Su voz era ahora poderosamente masculina, grave, amenazadora, imposible de desobedecer.
Había una especie de jaula de hierro forjado en la base de una de las patas arqueadas.
—Entra —dijo Ariel.
—Tengo que saber...
—Entra y aprenderás todo lo que necesitas saber —dijo el avatar de la biosfera—. Incluyendo cómo volver con tu preciosa Ada. Quédate aquí y morirás.
Harman entró en la jaula. Una reja de hierro se cerró. Las marchas resonaron, el metal rechinó y la jaula empezó a alzarse sobre la curva, siguiendo una serie de cables y vías de metal.
—¿Tú no vienes? —le preguntó Harman a Ariel.
El espíritu no contestó. El ascensor de Harman continuó subiendo por la torre.
La torre parecía tener tres grandes rellanos. El primero y más ancho se hallaba por encima del nivel de la copa de los árboles de la jungla. Harman contempló una sólida alfombra de verde. El ascensor no se detuvo.
El segundo rellano estaba tan alto que el ascensor viajaba casi en vertical, y Harman tuvo que moverse al centro de la pequeña cabina. Al mirar hacia arriba y hacia fuera, vio que una serie de cables corrían desde lo alto de la torre y desaparecían al este y el oeste, oscilando un poco en la distancia. El ascensor no se detuvo en el segundo rellano.
El tercer y último rellano estaba a trescientos metros sobre el nivel del suelo, justo por debajo de la cúpula de la torre con su pico de antena. El ascensor redujo la velocidad y se detuvo: las antiguas marchas rechinaron y resbalaron, la cabina retrocedió dos metros y Harman se agarró a los barrotes de hierro forjado y se dispuso a morir.
Un freno detuvo la cabina. La puerta de hierro forjado se abrió. Harman cruzó tembloroso dos o tres metros de puente de hierro con tablas de madera podridas. Delante de él, una puerta mucho más elaborada (piezas pulidas de caoba insertadas en una filigrana de hierro forjado) chasqueó, se agitó y se abrió con un susurro. Harman se detuvo sólo un segundo antes de entrar en el oscuro interior. Cualquier lugar era preferible a aquel puentecito expuesto a trescientos metros por encima de un entramado de vigas que desaparecía en un vértigo de hierro abajo.
Se hallaba en una sala. Cuando la puerta siseó y se cerró a su espalda, Harman advirtió que la temperatura era cinco o diez grados más baja en el interior que al sol. Se quedó donde estaba unos segundos, permitiendo que sus ojos se adaptaran a la relativa penumbra.
Se encontraba en un vestíbulo pequeño, alfombrado, cubierto de libros, parte de una sala mayor. Del vestíbulo, una escalera de hierro forjado bajaba en espiral hasta la planta principal de la sala y subía hasta lo que parecía una segunda planta.