Authors: Dan Simmons
Hefesto se había teletransportado cuánticamente no a su hogar, sino a la puerta. Una mirada superficial al hogar del dios lisiado y parecía igual que otras moradas inmortales: piedra blanca, columnas blancas, pórtico blanco; pero sólo en la entrada: en realidad, Hefesto había construido su casa y sus enormes talleres en la empinada pendiente sur del Olimpo, lejos del lago de la Caldera y el puñado de enormes casas-templo de tantos otros dioses. Vivía en una cueva.
Era una cueva impresionante, según vio Aquiles, mientras el renqueante Hefesto lo guiaba y aseguraba múltiples puertas de hierro tras ellos.
La cueva había sido excavada en la sólida roca negra del Olimpo y la sala se extendía cientos de metros hasta perderse en la oscuridad. Por todas partes había mesas, arcanos artilugios, lupas, herramientas y máquinas en diversos estados de creación y desmembramiento. En las profundidades de la cueva rugía un horno abierto con acero líquido borboteando como lava anaranjada. Cerca del extremo delantero, donde varias herramientas, divanes, mesas bajas, un lecho y braseros mostraban el sitio donde vivía Hefesto en el interminable taller, había unas mujeres doradas, de pie, sentadas y caminando: las célebres ayudantes de Hefesto: mujeres mecánicas con remaches, ojos humanos, pechos de metal y suaves vaginas de piel sintética pero también, o eso decían las historias, con las almas robadas de seres humanos.
—Puedes acostarte aquí —dijo el dios enano, indicando un banco de trabajo repleto de cosas. Con un barrido de su peludo antebrazo, despejó la mesa.
Tras soltar a Hefesto, Aquiles depositó sobre la mesa su carga envuelta en lino con suavidad y reverencia.
El rostro de Pentesilea era visible y Hefesto lo contempló un momento.
—Era hermosa, en efecto. Y veo la obra de Atenea en la conservación
del cadáver. Han pasado varios días desde la muerte y no hay decoloración ni putrefacción. La amazona aún tiene color en las mejillas. ¿Te importa si bajo un poco el lino para echarle una ojeada a sus tetas?
—Si la tocas a ella o su mortaja, te mataré —dijo Aquiles. Harman alzó las manos.
—De acuerdo, de acuerdo. Sólo era curiosidad. —Volvió a unir las manos—. Ahora, a comer. Luego, a planear cómo traer a tu dama de vuelta.
Las doradas ayudantes empezaron a traer bandejas de comida caliente y grandes copas de vino a la mesa redonda situada en el centro del círculo de divanes de Hefesto. Aquiles, el de los pies ligeros, y el velludo Hefesto comieron ambos con fruición, sin hablar más que para pedir comida o que pasaran el vino compartido.
Las ayudantes trajeron humeante hígado frito envuelto en intestinos de cordero como aperitivo: uno de los platos favoritos de Aquiles. Trajeron un lechón asado entero relleno con la carne de muchos pájaros pequeños, uvas, nueces, yemas de huevo y carnes aliñadas. Sirvieron cuencos de guiso de cerdo borboteantes con manzanas y peras. Trajeron puras exquisiteces como vientre asado de cerda y aceitunas con puré de garbanzos. Como plato principal sirvieron un gran pescado frito con una crujiente capa marrón por fuera.
—Pescado en el propio lago de la Caldera de Zeus, en la cima del
Olimpo —dijo Hefesto con la boca llena.
De postre y entre plato y plato tomaron frutas, dulces y nueces. Las mujeres de metal dorado trajeron cuencos de higos y montones de almendras, más cuencos de gruesos dátiles y fuentes de deliciosos pastelillos de miel que Aquiles sólo había probado una vez, en una visita a la pequeña ciudad de Atenas. Finalmente llegó el postre más apreciado por Agamenón, Príamo y otros reyes de reyes: tarta de queso.
Después de la comida, las ayudantes robot limpiaron la mesa y el suelo y trajeron más barriles y copas de vino de doble asa: diez tipos de vino al menos. Hefesto tuvo el honor de mezclar el agua con el vino y pasar las enormes copas.
El dios enano y el hombre-dios bebieron durante dos horas, pero ninguno entró en el estado que el pueblo de Aquiles llamaba
paroinia
, «frenesí por intoxicación».
Los dos varones permanecieron casi todo el tiempo en silencio, pero las doradas ayudantes desnudas festejaron para ellos, poniéndose en fila y bailando alrededor de la mesa en la sensual conga que estetas como Odiseo llamaban
komos
.
Se turnaron para usar los urinarios de la cueva y, cuando volvieron a beber vino, Aquiles dijo:
—¿Ya es de noche? ¿Es hora de que me lleves al salón del Curador?
—¿De verdad crees que los tanques sanadores del Olimpo devolverán a la vida a tu muñeca amazona, hijo de Tetis la de los húmedos senos? Esos tanques y gusanos fueron diseñados para reparar inmortales, no a una zorra humana... por hermosa que sea.
Aquiles estaba demasiado borracho y demasiado distraído para ofenderse.
—La diosa Atenea me dijo que los tanques renovarían la vida de Pentesilea y Atenea no miente.
—Atenea no hace otra cosa que mentir —bufó Hefesto, alzando la enorme copa y bebiendo copiosamente—. Y hace unos cuantos días estabas esperando al pie del Olimpo, lanzando rocas contra la impenetrable égida de Zeus, aullando para que Atenea bajara a luchar para poder matarla atravesando con una lanza sus hermosas tetas. ¿Qué ha cambiado, oh noble asesino de hombres?
Aquiles miró al dios del fuego con el ceño fruncido.
—Esta guerra de Troya ha sido... complicada, Lisiado.
—Brindo por eso —rió Hefesto, y alzó de nuevo la gran copa.
Cuando estuvieron preparados para TCear al Salón del Curador, Aquiles se colocó de nuevo la armadura, afiló la espada en la rueda del dios del fuego y pulió su escudo, y luego el hijo de Peleo se acercó a la mesa para cargarse al hombro el cuerpo de Pentesilea.
—No, déjala —dijo Hefesto.
—¿De qué estás hablando? —gruñó Aquiles—. Ella es el motivo por el que vamos al Salón del Curador. No puedo dejarla aquí.
—No sabemos cuál de los dioses o guardias estará aquí esta noche — dijo el artificiero—. Puede que tengas que luchar contra una falange. ¿Quieres hacerlo con el cadáver de la amazona al hombro? ¿O planeabas usar su hermoso cuerpo como escudo? —Aquiles vaciló—. Aquí no hay nada que vaya a dañar su cuerpo —dijo Hefesto—. Antes tenía ratas y murciélagos y cucarachas, pero construí gatos y halcones y mantis religiosas mecánicas para librar la cueva de ellos.
—De todas formas...
—Si el Salón del Curador está vacío, tardaremos tres segundos en TCear de vuelta aquí y recoger su cadáver. Mientras tanto, haré que las muchachas doradas cuiden de ella —dijo el dios artificiero. Chasqueó sus gruesos dedos y seis de las ayudantes de metal ocuparon sus posiciones alrededor del cuerpo de la amazona—. ¿Estás dispuesto ya?
—Sí.
Aquiles agarró el antebrazo de Hefesto, cubierto de cicatrices, y los dos hombres desaparecieron de la existencia.
El Salón del Curador estaba vacío. No había ningún inmortal haciendo guardia. Más sorprendente aún, incluso para Hefesto, era que los muchos cilindros de cristal estaban vacíos. No se estaba curando ni resucitando a ningún dios allí dentro esa noche. En el enorme espacio, iluminado sólo por unos cuantos braseros y la luz violeta de los tanques borboteantes, nada se movía aparte del renqueante Hefesto y el ágil Aquiles, que avanzaba con el escudo en alto.
Entonces el Curador emergió de las sombras de las burbujeantes tinas.
Aquiles alzó el escudo aún más.
Atenea le había dicho junto al cadáver de Pentesilea: «Mata al Curador: un ciempiés grande y monstruoso con demasiados brazos y ojos. Destruye todo lo que hay en el Salón del Curador2, pero Aquiles había supuesto que Atenea estaba insultando al curador, no haciendo una descripción literal.
La criatura tenía el cuerpo segmentado de un ciempiés, pero se alzaba diez metros, haciendo oscilar el cuerpo, los anillos de ojos negros del segmento superior clavados en Aquiles y Hefesto. El Curador tenía palpos y brazos segmentados (demasiados) y manos articuladas con dedos arácnidos en los extremos de media docena de brazos. Un segmento, cerca de la parte superior del cuerpo, tenía un chaleco de muchos bolsillos, lleno de herramientas, y había tiras y bandas y cinturones negros sujetando otras herramientas en otros segmentos del oscilante torso.
—Curador —llamó Hefesto—, ¿dónde está todo el mundo?
El enorme ciempiés se bamboleó, agitó los brazos y eructó con un traqueteo de ruido surgido de bocas invisibles.
—¿Has entendido eso? —le preguntó Harman a Aquiles.
—¿Entender qué? Parecía un niño que mete una vaina vacía en los radios de un carro en marcha.
—Habla buen griego —dijo Hefesto—. Tienes que frenarlo en tu mente, escuchar con más atención.
El dios enano se volvió hacia el Curador.
—Mi amigo mortal no te ha entendido. ¿Podrías repetirlo, oh, Curador?
—LasÓrdenesDeNuestroSeñorZeusSonQueNingúnMortalSeaColocadoJamásEn
UnoDeLosTanquesDeRegeneraciónSinSuOrdenExpresa.NuestroSeñorZeusNoSe
EncuentraPorNingunaParte.YComoSóloASuOrdenObedeceElCuradorEnElOlimpo
NoPuedoPermitirPasarAUnMortalHastaQueZeusRegreseASuTronoEnElOlimpo.
—¿Has entendido
eso
?
—¿Algo referido a que esta cosa sólo obedece a Zeus y no permitirá que meta a Pentesilea en una de las tinas sin la orden expresa de Zeus?
—Exactamente.
—Puedo matar a este bicho.
—Es posible —dijo Hefesto—. Aunque se rumorea que el Curador es aún más inmortal que nosotros los dioses recién llegados. Pero si lo matas, Pentesilea nunca volverá a la vida. Sólo el Curador sabe cómo hacer funcionar las máquinas y dar órdenes a los gusanos azules que son parte del proceso sanador.
—Tú eres el artificiero —dijo Aquiles, golpeando la espada contra el borde de su escudo dorado—. Debes saber cómo funcionan estas máquinas.
—Una mierda, sé —gruñó Hefesto—. No es tecnología simple como la que usábamos cuando éramos meros posthumanos. Nunca he podido entender las máquinas cuánticas del Curador... y si lo hiciera, nunca podría ordenar a los gusanos azules que trabajen. Creo que sólo responden a telepatía y sólo al Curador.
—Ese bicho ha dicho que sólo obedecía a Zeus en el Olimpo —dijo Aquiles, que estaba peligrosamente a punto de perder la paciencia y matar al dios del fuego, el ciempiés gigante y a todos los dioses que quedaran en el Olimpo—. ¿Quién más puede ordenarlo?
—Cronos —dijo Hefesto con una sonrisa enloquecedora—. Pero Cronos y los otros titanes han sido desterrados al Tártaro para siempre. Sólo Zeus en este universo puede decirle al Curador lo que tiene que hacer.
—Entonces ¿dónde está Zeus?
—Nadie lo sabe —gruñó Hefesto—, pero en su ausencia los dioses guerrean entre sí por tomar el control. La lucha está centrada ahora en la Tierra de Ilión, donde los dioses aún apoyan a sus troyanos o sus griegos, y el Olimpo es un lugar vacío y pacífico... por eso me aventuré a venir a las faldas de este puñetero volcán para inspeccionar los daños de mi escalera mecánica.
—¿Por qué iba a darme Atenea este cuchillo capaz de matar a los dioses y ordenarme que matara al Curador después de que esa criatura devolviera la vida a Pentesilea? —preguntó Aquiles.
Los ojos de Hefesto se abrieron de par en par.
—¿Te dijo que mataras al Curador? —la voz del barbudo dios enano era baja y sorprendida—. No tengo ni idea de por qué pudo ordenar algo semejante. Tiene algún plan y debe ser una locura. Con el Curador muerto, las tinas serían inútiles... Toda nuestra inmortalidad sería un chiste. Podríamos vivir mucho tiempo, pero sufriríamos, hijo de Peleo. Sufriríamos terriblemente sin el nanorrejuvenecimiento.
Aquiles avanzó hacia el Curador, sujetando con fuerza su famoso escudo hasta que sus ojos ardieron a través de las rendijas de su brillante casco de guerra. Echó atrás la espada.
—Haré que esta cosa active las tinas para Pentesilea. Hefesto se apresuró a agarrar el brazo de Aquiles.
—No, mi mortal amigo. Créeme cuando te digo que el Curador no teme la muerte y no se conmoverá. Sólo obedece a Zeus. Sin el puñetero Curador, los gusanos azules no actuarán. Sin los puñeteros gusanos azules, las tinas son inútiles. Sin las puñeteras tinas, tu reina amazona se quedará puñeteramente muerta toda la puñetera eternidad.
Aquiles se zafó airado de la mano del artificiero.
—Este... bicho... tiene que meter a Pentesilea en una de las tinas sanadoras.
Incluso mientras lo decía, Aquiles recordó de nuevo la orden de Atenea de que matara al Curador. «¿Qué pretende esa zorra diosa? ¿Cómo me está utilizando? ¿Con qué propósito? No está loca y desde luego no tiene motivos.»
—El Curador no te teme, hijo de Peleo. Puedes matarlo, pero eso sólo significará que nunca verás a tu reina con vida.
Aquiles se apartó del dios enano, pasó junto al enorme Curador y golpeó con su hermoso escudo el plástico transparente del enorme tanque de regeneración. El sonido resonó en la penumbra de la sala.
Se volvió hacia Hefesto.
—De acuerdo. Este bicho obedece a Zeus. ¿Dónde está Zeus?
El dios del fuego empezó a reír, pero calló al ver que los ojos de Aquiles ardían por las aberturas de su casco.
—¿Hablas en serio? ¿Tu plan es doblegar al dios del relámpago, al padre de todos los dioses a tu voluntad?
—¿Dónde está Zeus?
—Nadie lo sabe —murmuró Hefesto. El dios cojo se acercó a las altas puertas, arrastrando su pierna más corta. Los relámpagos restallaban en el exterior mientras la tormenta de polvo hacía que el campo de fuerza de la égida chispeara en un millar de puntos.
—Zeus ha estado ausente estas dos semanas y más —gritó el dios del fuego por encima del hombro. Se tiró de la barba enmarañada—. La mayoría de nosotros sospecha de algún puñetero plan de Hera. Tal vez arrojó a su esposo al pozo del Tártaro para que se reuniera con su padre desterrado Cronos y su madre Rea.
—¿Puedes encontrarlo? —Aquiles le dio la espalda al Curador y envainó la espada. Se cargó a la espalda el pesado escudo—. ¿Puedes llevarme con él?
Hefesto se quedó boquiabierto.
—¿Descenderías al Tártaro para intentar doblegar a tu voluntad al dios de dioses? Sólo hay una forma de vida en el panteón de los dioses originales además de Zeus que podría saber dónde está. Ese terrible poder es también el único otro inmortal, aquí en Marte, que podría enviarnos al Tártaro. ¿Irías al Tártaro si tuvieras que hacerlo?
—Pasaría entre los dientes de la muerte y regresaría para devolver la vida a mi amazona —dijo Aquiles en voz baja.