Olympos (61 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
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Harman bajó.

Nunca había visto un mobiliario como ése: muebles de extraño estilo, tapizados de terciopelo rojo, gruesos cortinajes sobre una pared de ventanas en la parte sur cuyos borlones rojos colgaban sobre la alfombra roja y marrón de sofisticado dibujo. Había una chimenea en la pared norte: Harman contempló el diseño de hierro negro y cerámica verde. Una mesa larga con patas profusamente talladas se extendía al menos tres metros de los seis del ventanal, cuyos cristales, cerca de las esquinas, eran tan complicados como una telaraña. Otros muebles eran sillas tapizadas, otomanas tapizadas, sillones tallados de madera oscura reluciente con incrustaciones de metal dorado y, por todas partes, muestras de lo que Hannah le había dicho una vez que era bronce pulido.

Había una extraña manguera con un tubo para hablar en forma de campana, también de bronce, y muchas palancas de bronce pulido insertadas en las cajas de madera de cerezo de las paredes; sobre la larga mesa varios instrumentos de bronce, algunos con llaves de bronce que pulsar y marchas que giraban lentamente. Más allá había un astrolabio con círculos de bronce girando dentro otros círculos más grandes, una lámpara de bronce pulida que brillaba suavemente. Había mapas abiertos sobre la mesa con pequeños hemisferios de bronce sujetándolos, más mapas recogidos en una cesta de bronce en el suelo.

Harman echó a correr y estudió ansiosamente los mapas, sacando más y desplegándolos, colocándoles encima los hemisferios de bronce.

Nunca había visto mapas como aquellos. Todo quedaba dentro de una cuadrícula pero dentro de aquellos recuadros había diez mil líneas paralelas, algunas muy juntas, donde el mapa se volvía marrón o verde, algunas líneas separadas donde el mapa mostraba extensiones blancas. Había manchas irregulares de azul que Harman supuso que eran lagos o mares y líneas azules más largas y serpenteantes que imaginó que eran ríos con nombres improbables: Tungabhadra, Krishna, Godavari, Normada, Mahanadi y Ganga.

En las paredes este y oeste de la sala, rodeando ventanas más pequeñas pero con múltiples paneles, había más estantes, más libros, más de abalorios de bronce, estatuas de jade, máquinas de bronce.

Harman corrió a la estantería y sacó tres libros. Olió el aroma de siglos que surgía del antiguo pero aún firme papel y de las gruesas cubiertas de cuero. Los títulos hicieron que su corazón latiera con fuerza:
La tercera dinastía de Khan Ho Tep, 2061-2949 d.C.
y el
Ramayana
y el
Mahabbarata
revisados por Ganesh el cyborg y
Mantenimiento Eiffelbahn e Interfaz IA.
Harman colocó la palma derecha sobre el libro de arriba, cerró los ojos para convocar la función sigl y, entonces, vaciló. Si tenía tiempo, preferiría leer aquellos libros, sondeando cada palabra y sacando por contexto sus definiciones. Era lento, laborioso, doloroso, pero siempre ganaba más leyendo que sigleyendo.

Colocó reverentemente los tres volúmenes sobre la mesa, libre de polvo, y subió las escaleras circulares hasta el piso de arriba.

Era un dormitorio. La cabecera de la cama estaba hecha de cilindros de bronce pulido, la colcha era de grueso terciopelo rojo con complicados bordados. Había otro sillón junto a una lámpara de bronce, un sillón más grande y cómodo con diseños florales, con una otomana tapizada al lado. Había también una habitación más pequeña, un cuarto de baño con una extraña taza de porcelana bajo un tanque de porcelana y una cadena colgando con un tirador de bronce, con vidrieras en la pared occidental, apliques de bronce en los grifos del lavabo, una enorme bañera sostenida sobre patas en forma de garras con más apliques de bronce. Harman salió de nuevo al dormitorio. La pared norte estaba también llena de ventanas. No, eran puertas de cristal con pomos de hierro forjado.

Harman abrió dos de las hojas y salió a un balcón de hierro forjado, a trescientos metros sobre la jungla. El sol y el calor lo golpearon como un puño húmedo. Parpadeando, no se fió del lugar: podía ver el entramado de la torre debajo pero no hacía falta más que un suave empujoncito para hacerlo caer a trescientos metros de aire.

Todavía agarrado a la puerta, se asomó lo suficiente para ver unos muebles de hierro con cojines rojos y una mesa en el balcón. Al mirar hacia arriba vio el saliente de hierro sobre la habitación de dos pisos, un enorme saliente de metal bajo la cúpula de mica dorada de la cúspide de la torre, cables más gruesos que su antebrazo y su muslo corriendo al este y el oeste. Tras escrutar en dirección este, Harman distinguió la línea vertical de otra torre...

¿a qué distancia? A sesenta kilómetros al menos. Miró al oeste, hacia donde la docena de cables desaparecían, pero allí sólo había nubes oscuras de una tormenta visible en el horizonte.

Harman volvió a entrar en el dormitorio, cerró con cuidado las puertas y regresó a las escaleras. Las bajó limpiándose el sudor de la frente con la manga de su túnica. Se estaba tan deliciosamente fresco allí arriba que no tenía ninguna prisa por regresar a la jungla.

—Hola, Harman —dijo una voz familiar desde la penumbra, cerca de la mesa y las oscuras cortinas.

Próspero era mucho más sólido de lo que Harman recordaba de su encuentro, ocho meses antes, en la roca orbital del anillo-e. La arrugada piel del magus ya no era levemente transparente como había sido la de su holograma. Su túnica de seda azul y lana, bordada con planetas dorados, cometas grises y ardientes estrellas de seda roja, colgaba ahora en pliegues más pesados y se arrastraba tras él sobre la alfombra turca. Harman vio la larga melena de pelo blanco plateado cayendo en cascada tras las afiladas orejas del anciano y advirtió las marcas de la edad en su ceño y sus manos, además del leve tono amarillento de sus uñas como garras. Harman advirtió la aparente solidez del báculo tallado que el viejo magus sostenía en la mano derecha y cómo las zapatillas azules de Próspero parecían tener peso cuando rozaban el suelo de madera y la gruesa alfombra.

—Envíame a casa —exigió Harman, avanzando hacia el anciano—. Ahora mismo.

—Paciencia, paciencia, humano llamado Harman amigo de Nadie — dijo el magus, mostrando sus dientes amarillentos en una leve sonrisa.

—Al carajo la paciencia —replicó Harman. Hasta ese instante no tenía idea de lo profunda que era su furia por haber sido secuestrado en el Puente por Ariel, alejado de Ardis y su hijo aún por nacer, casi con toda seguridad siguiendo las órdenes de aquella figura de túnica azul. Dio otro paso más hacia el anciano, extendió la mano, agarró un trozo de la manga ondulante del magus...

Y fue lanzado tres metros al otro lado de la sala, hasta que resbaló por fin de la alfombra al suelo pulido y quedó tendido de espaldas, parpadeando imágenes retinales de círculos anaranjados.

—No tolero el contacto de nadie —dijo Próspero en voz baja—. No me hagas demostrarlo con este bastón de anciano. —Alzó su báculo de magus ligeramente.

Harman se apoyó en una rodilla.

—Envíame de vuelta. Por favor. No puedo dejar a Ada sola. Ahora no.

—Ya has elegido ese rumbo, ¿no? Ningún hombre te obligó a llevar a

Nadie a Machu Picchu, ni tampoco te detuvo.

—¿Qué quieres, Próspero? —Harman se puso en pie, trató sin éxito de parpadear para librarse de los círculos anaranjados de su visión y se sentó en la silla de madera más cercana—. ¿Y cómo sobreviviste a la destrucción del asteroide orbital? Creía que tu holograma estaba allí atrapado con Calibán.

—Oh, lo estaba —dijo Próspero, caminando de un lado a otro—. Una pequeña parte de mí, tal vez, confundida con el todo, pero vital de todas formas. Tú me llevaste de vuelta a la Tierra.

—Yo... —empezó a decir Harman—. ¿El sonie? ¿Cargaste de algún modo tu holograma en la memoria del sonie?

—Así es.

Harman sacudió la cabeza.

—Podrías haber llamado a ese sonie a la isla orbital en cualquier momento.

—No —dijo el magus—. Era la máquina de Savi y sólo hace viajes orbitales para pasajeros humanos. Yo no encajo en la definición... totalmente.

—Entonces ¿cómo escapó Calibán? —preguntó Harman—. Sé que no estaba en el sonie con Daeman, Hannah y conmigo.

Próspero se encogió de hombros.

—Las aventuras de Calibán son asunto de Calibán nada más. Ese despojo ya no me sirve.

—Vuelve a servir a Setebos.

—Sí.

—Pero Calibán sobrevivió y regresó a la Tierra después de siglos.

—Sí.

Harman suspiró y se pasó la mano por la cara. De repente se sentía muy cansado y muy sediento.

—La caja de madera que hay bajo la entrada es una especie de nevera —

dijo Próspero—. Hay comida allí dentro... y botellas de agua pura.

Harman se enderezó.

—¿Me estás leyendo la mente, magus?

—No. La cara. No hay mapa más obvio que el rostro humano. Ve, bebe. Yo me quedaré aquí sentado junto a la ventana y esperaré tu regreso, refrescado, como interlocutor.

Harman sintió lo mucho que temblaban los brazos y las piernas mientras se encaminaba hacia la gran caja de madera con el pomo de bronce. Luego contempló un instante todas las botellas de agua y los montones de comida envasada. Bebió copiosamente.

Tras regresar al centro de la alfombra roja y parda donde Próspero esperaba, junto a la mesa, con el sol a la espalda, dijo:

—¿Por qué hiciste que Ariel me trajera aquí?

—En realidad, para ser exactos, hice que mi espíritu de la biosfera te llevara a la jungla cerca de Khajuraho, ya que no se permite faxear a menos de veinte kilómetros de la
eiffelbahn
.


¿Eiffelbahn?
—repitió Harman, todavía bebiendo de la botella de agua fría—. ¿Así es como llamas a esta torre?

—No, no, mi querido Harman. Así es como yo (o el Khan Ho Tep, para ser precisos, ya que ese caballero construyó la
eiffelbahn
hace varios milenios) llamó a este sistema. Ésta es una de... oh, déjame ver... las catorce mil ochocientas torres que hay.

—¿Por qué tantas?

—Le gustaban al Khan —dijo el magus—. Y hacen falta todas esas torres Eiffel para conectar los cables de la costa este de China con la Brecha Atlántica de la costa de España, con todas las líneas, puentes, ramas laterales y todo eso.

Harman no tenía ni idea de lo que estaba diciendo el anciano.

—¿La
eiffelbahn
es una especie de sistema de transporte?

—Una oportunidad para que viajes con estilo, para variar —dijo Próspero—. O, más bien, para que viajemos con estilo, pues yo te acompañaré un breve trecho del camino.

—No voy a viajar contigo a ninguna parte hasta que... —empezó a decir Harman. Pero se calló, dejó caer al suelo la botella de agua y se agarró con ambas manos a la pesada mesa.

Toda la plataforma de dos pisos de la cima de la torre se había disparado. Hubo un rechinar y rasgar de metal, un horrendo gemido y toda la estructura se ladeó, volvió a abalanzarse, se ladeó más.

—¡La torre se está cayendo! —exclamó Harman. Por los muchos paneles de cristal en sus elaborados marcos de hierro vio el lejano horizonte verde ladearse, agitarse, volverse a ladear.

—En absoluto —contestó Próspero.

El habitáculo de dos plantas estaba cayendo, deslizándose por la torre, chirriando y cruzando metal seco como si gigantescas manos metálicas lo estuvieran empujando.

Harman se puso en pie de un salto, decidió correr hacia la puerta, pero cayó a cuatro patas mientras el habitáculo se liberaba de la torre, caía al menos diez metros y luego se sacudía violentamente antes de empezar a deslizarse hacia el oeste.

Con el corazón desbocado, Harman permaneció de rodillas mientras todo el habitáculo se balanceaba peligrosamente adelante y atrás sobre su largo eje y luego se reafirmaba. Por encima de ellos, los chirridos se convirtieron en un agudo zumbido. Harman se puso en pie, recuperó el equilibrio, avanzó tambaleándose hasta la mesa y miró por la ventana.

La torre estaba a su izquierda y quedaba atrás, con un parche abierto de cielo visible donde antes se encontraba el apartamento de dos pisos, a trescientos metros de altura. Harman vio los cables más arriba y comprendió que el zumbido estaba conectado de algún modo con alguna especie de volador que tenían encima. La
eiffelbahn
era una especie de sistema de transporte por cable y aquella gran casa de hierro era la cabina. La línea vertical que había visto al este antes era otra torre, igual que la que acababan de dejar atrás. Y la cabina se movía velozmente hacia el oeste.

Se volvió hacia Próspero y avanzó un paso más pero se detuvo antes de llegar al alcance del sólido báculo del magus.

—Tienes que dejarme volver con Ada —dijo, intentando ser firme pero oyendo el detestable gemido de súplica en la voz—. Los voynix están rodeando Ardis Hall. No puedo dejarla allí en peligro... sin mí Por favor, lord Próspero. Por favor.

—Es demasiado tarde para que intercedas allí, Harman, amigo de Nadie —dijo Próspero con su rasposa voz de anciano—. Lo hecho en Ardis Hall hecho está. Pero dejemos a un lado las penas del mar, señor, y no carguemos nuestros recuerdos con una pesadez desaparecida. Pues ahora nos embarcamos en un viaje nuevo, sin duda la materia del cambio marino, amigo de Nadie, y uno de nosotros pronto será un hombre más sabio, más profundo y más pleno, mientras que nuestros enemigos (sobre todo esa oscuridad que engendré y crié de Sycórax) beberán agua del mar y serán obligados a comer las raíces podridas del fracaso y los restos del desprecio.

43

Barruntaba tormenta en los alrededores del monte Olimpo. Una tormenta de polvo planetario había envuelto a Marte en una mortaja roja, los vientos aullaban en torno a la égida del campo de fuerza que el ausente Zeus había dejado en su sitio, en el hogar de los dioses. Partículas electrostáticas excitaban tanto el escudo que los relámpagos restallaban día y noche alrededor de la cumbre del Olimpo y los truenos rugían en el subsónico. La luz del sol, cerca de la cima de la montaña, se difuminaba en un resplandor apagado y sangriento, recalcado por cortinas de rayos y el omnipresente rumor del viento y los truenos.

Aquiles, todavía cargando a su amada reina muerta, la amazona Pentesilea, se había teletransportado cuánticamente al hogar de su cautivo, Hefesto, dios del fuego, principal artificiero de todos los dioses, esposo de Aglaya, también conocida como Caris, una de las más hermosas Gracias. Algunos decían que el artificiero había construido también a su esposa.

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