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Authors: Dan Simmons

Olympos (63 page)

BOOK: Olympos
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—Descubrirás que el Tártaro es mil veces peor que la muerte y las oscuras mansiones del Hades, hijo de Peleo.

—Llévame con ese inmortal del que hablas —ordenó Aquiles. A través de las rendijas de su casco, sus ojos eran muy brillantes.

Durante un largo minuto el barbudo artificiero permaneció allí de pie, encorvado, jadeando levemente, los ojos desenfocados, la mano todavía tirando ausente de su enmarañada barba.

—Sea —dijo por fin, arrastrando su pierna mala por el pulido mármol más rápidamente de lo que parecía posible, y agarró con sus dos manazas el antebrazo de Aquiles.

44

Harman no quería dormirse. Pese a lo agotado que estaba, había accedido solamente a comer y beber algo. Calentó un guiso excelente y comió en la mesa situada junto a la ventana mientras Próspero permanecía sentado en silencio en el sillón tapizado. El magus leía un libro enorme y gastado encuadernado en cuero.

Cuando Harman se volvió para hablar de nuevo con Próspero, para exigirle en términos más contundentes que lo devolviera a Ardis, el anciano se había ido, al igual que el libro. Harman se quedó sentado a la mesa unos cuantos minutos, sólo consciente a medias de la jungla que pasaba veloz a ochenta metros por debajo de la crujiente cabina en movimiento. Entonces (sólo para echar un vistazo al piso de arriba otra vez, se dijo), se puso en pie y subió por la escalera de caracol de hierro, se quedó contemplando la gran cama un minuto, y luego se desplomó de bruces en ella.

Cuando despertó era de noche. La luz de la luna y los anillos entraba por las ventanas del extraño dormitorio, pintando el terciopelo y el bronce de una luminosidad tan rica que los haces parecían franjas de pintura blanca. Harman abrió las puertas y salió a la terraza.

El aire era frío casi a trescientos metros por encima del suelo de la jungla y, la brisa, constante debido al movimiento de la cabina, pero siguieron asaltándolo la humedad, el calor y los olores orgánicos de toda la vida verde de abajo. El dosel de la jungla se extendía casi ininterrumpidamente, encalado por la luz de la luna creciente y los anillos, y de vez en cuando llegaban extraños sonidos, audibles incluso por encima del firme zumbido de la maquinaria y el crujido del largo cable. Harman tardó un minuto en orientarse por los anillos e y p.

Estaba seguro de que la cabina se dirigía al oeste cuando habían dejado la primera torre horas antes (había dormido diez horas al menos), pero ya no había duda de que seguía un rumbo nor-noreste. Podía ver la punta iluminada de una de las torres de la
eiffelbahn
asomando por encima del horizonte, al suroeste de su dirección de procedencia, y otra más cerca, a menos de treinta kilómetros al noreste. En alguna parte, mientras él dormía, la cabina en la que viajaba debía de haber cambiado de dirección en la encrucijada de alguna torre. Todo lo que Harman sabía de geografía lo había aprendido por su cuenta, en los libros que él mismo se había enseñado a leer, y estaba seguro de que hasta hacía pocos meses era el único humano antiguo en la Tierra que tenía alguna idea de lo que era la geografía, algún conocimiento de que la Tierra era un globo, pero nunca había prestado mucha atención al subcontinente en forma de flecha situado al sur de lo que solía ser Asia. De todas formas, no hacía falta tener los conocimientos de un cartógrafo para saber que si Próspero había dicho la verdad, si su destino era la costa de Europa donde comenzaba la Brecha Atlántica, a lo largo del Paralelo 40, entonces iba en dirección contraria.

No importaba. Harman no tenía ninguna intención de quedarse en ese extraño aparato los meses o semanas necesarios para recorrer toda aquella distancia. Ada lo necesitaba inmediatamente.

Recorrió el balcón, agarrándose de vez en cuando a la barandilla cuando la casa-cabina se mecía levemente. Fue en su tercera ronda cuando advirtió una escalera de peldaños de hierro que corría por el costado de la estructura, más allá de la barandilla. Harman se asomó, agarró un peldaño y pasó a la escalerilla. No había nada bajo él y el suelo de la cabina más que trescientos metros de aire y el dosel de la jungla.

La escalerilla conducía al techo de la cabina. Harman se aupó y dejó colgando las piernas un segundo antes de encontrar un asidero y subir al techo plano.

Se incorporó con cuidado, los brazos extendidos para equilibrarse cuando la cabina se sacudió al empezar a escalar hacia las luces parpadeantes de una torre de la
eiffelbahn
que estaba a unos quince kilómetros por delante. Tras la siguiente torre, una cordillera montañosa acababa de hacerse visible en el horizonte, sus picos nevados casi brillantes a la luz de la luna y los anillos.

Entusiasmado por la noche y la sensación de velocidad, Harman advirtió algo. Había un leve titilar a unos tres palmos del borde de la cabina, un leve difuminado de la luna, los anillos y el panorama. Se acercó al borde y extendió la mano cuanto le fue posible.

Había un campo de fuerza. No muy poderoso (sus dedos lo atravesaron como si fuera una membrana resistente pero permeable, lo que recordó a Harman la entrada a la fermería en la isla orbital de Próspero), pero sí lo bastante fuerte para que el viento rebotara del costado romo y poco aerodinámico de la casa-cabina. Más allá del campo de fuerza sus dedos notaron la verdadera fuerza del viento, suficiente para doblarle la mano hacia atrás. La cosa se movía más rápido de lo que creía.

Después de media hora de caminar por el techo, escuchando los cables zumbar, viendo acercarse la próxima torre
eiffelbahn
y elaborando estrategias para regresar con Ada, Harman bajó mano sobre mano por la escalerilla, saltó al balcón y volvió a entrar en la casa.

Próspero lo estaba esperando en el primer piso. El magus estaba sentado en la misma silla, sin apoyar las piernas en la otomana, el gran libro abierto sobre su regazo y el báculo cerca de su mano derecha.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Harman. Próspero alzó la cabeza.

—Veo, joven señor, que eres tan desproporcionado en tus modales como nuestro mutuo amigo Calibán lo es en sus formas.

—¿Qué quieres de mí? —repitió Harman, cerrando los puños.

—Es hora de que vayas a la guerra, Harman de Ardis.

—¿Ir a la guerra?

—Sí. Hora de que los tuyos luchen. Los tuyos, tu clase, tu especie, tu ralea... tú mismo.

—¿De qué estás hablando? ¿Ir a la guerra contra quién?

—Contra qué sería una expresión más acertada —dijo Próspero.

—¿Estás hablando de los voynix? Ya hemos luchado contra ellos. Llevé a Odiseo-Nadie al Puente de Machu Picchu principalmente para conseguir más armas.

—No los voynix, no —dijo Próspero—. Ni los calibani, aunque todas esas criaturas esclavas han sido entrenadas para matar a los de tu especie, los detalles de su plan han sido revelados por fin. Estoy hablando del Enemigo.

—¿Setebos?

—Oh, sí. —Próspero posó la anciana mano en la ancha página del libro, colocó una larga hoja como marcador, cerró el volumen cuidadosamente y se levantó, apoyándose en su báculo—. Setebos, el que tiene tantas manos como un pulpo, está aquí por fin, en tu mundo y el mío.

—Lo sé. Daeman lo vio en Cráter París. Setebos ha tejido una especie de telaraña de hielo azul sobre ese faxnódulo y una docena más, incluidos Chom y...

—¿Y sabes por qué el de las muchas manos ha venido ahora a la Tierra? —interrumpió Próspero.

—No.

—Para alimentarse —dijo Próspero en voz baja—. Para alimentarse.

—¿De nosotros?

Harman notó que la cabina reducía la velocidad y se estremecía, y advirtió que la siguiente torre
eiffelbahn
los rodeaba durante un segundo: la estructura de dos pisos de la cabina encajaba en el rellano del nivel de trescientos metros igual que lo había hecho en la primera torre. Sintió la cabina estremecerse, oyó las marchas rechinar y claquetear, y se separaron de la torre siguiendo un rumbo diferente, dirigiéndose ahora más al este que al norte.

—¿Setebos ha venido a alimentarse de nosotros? —preguntó de nuevo.

Próspero sonrió.

—No exactamente. No directamente.

—¿Qué demonios significa eso?

—Significa, joven humano Harman, que Setebos es un espectro. Nuestro amigo de las muchas manos se alimenta de los residuos del miedo y el dolor, de la oscura energía del terror repentino y el nutritivo residuo de la muerte igualmente repentina. Esta memoria del dolor se encuentra en el suelo de tu mundo, de cualquier mundo con criaturas sentientes y guerreras, igual que el carbón o el petróleo, toda la salvaje energía de una era perdida mana del subsuelo.

—No entiendo.

—Quiere decir que Setebos, el Devorador de Mundos, ese gourmet de la historia oscura, ha asegurado algunos de vuestros faxnódulos en estasis azul, sí... para poner sus huevos, para enviar su semilla por todo tu mundo, para sorber el calor de esos lugares como un súcubo sorbe el aliento de un alma dormida... pero es vuestra memoria y vuestra historia lo que lo engordará como a un insecto de muchas manos.

—Sigo sin comprenderlo.

—Su nido está ahora en Cráter París, Chom y esos otros lugares provincianos donde los humanos celebráis fiestas y dormís y malgastáis vuestras inútiles vidas —dijo Próspero—, pero se alimentará en Waterloo, HoTepSa, Stalingrado, Zona Cero, Kursk, Hiroshima, Saigón, Ruanda,

Ciudad del Cabo, Montreal, Gettysburg, Riyad, Camboya, Khanstaq, Chancellorsville, Okinawa, Tarawa, My Lai, Bergen Belsen, Auschwitz, el Somme... ¿Significan algo para ti alguno de estos nombres, Harman?

—No.

Próspero suspiró.

—Ése es nuestro problema. Hasta que parte de los humanos recuperen la memoria de vuestra raza, no podréis combatir a Setebos, no podréis comprender a Setebos. No podréis comprenderos a vosotros mismos.

—¿Por qué es ése tu problema, Próspero? El anciano volvió a suspirar.

—Si Setebos se come el dolor humano y la memoria de este mundo, una fuente de energía que llamo
umana
, este mundo estará físicamente vivo pero espiritualmente muerto para cualquier ser sentiente... incluido yo.

—¿Espiritualmente muerto? —repitió Harman. Conocía la palabra de sus lecturas y siglecturas (espíritu, espiritual, espiritualidad), vagas ideas relacionadas con antiguos mitos de fantasmas y religión, pero no tenía sentido que procedieran de ese holograma de un avatar de la logosfera, la construcción inteligente de algún conjunto de antiguos programas de software y protocolos de comunicación.

—Espiritualmente muerto —repitió el magus—. Física, filosófica, orgánicamente muerto. A nivel cuántico, un mundo viviente registra la mayoría de las energías sentientes que experimentan sus habitantes, Harman de Ardis: el amor, el odio, el miedo, la esperanza. Como partículas de magnetita que apuntan a un polo norte o sur. Los polos pueden cambiar, oscilar, desaparecer, pero los registros permanecen. El campo de energía resultante es tan real (aunque más difícil de medir y localizar) como la magnetosfera que produce un planeta que tiene un núcleo caliente que gira, protegiendo a sus habitantes con su campo de fuerza de las durísimas realidades del espacio. Así protege la memoria del dolor y el sufrimiento el futuro de una raza sentiente. ¿Tiene esto sentido para ti?

—No.

Próspero se encogió de hombros.

—Entonces acepta mi palabra. Si quieres volver a ver a Ada con vida, tendrás que aprender... mucho. Quizá demasiado. Pero después de todo este aprendizaje, podrás al menos unirte a la lucha. Puede que no haya ninguna esperanza, normalmente no la hay cuando Setebos empieza a devorar la memoria de un mundo, pero al menos podemos luchar.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó Harman—. ¿Qué más te da si los humanos sobreviven o no? ¿O sus recuerdos?

Próspero sonrió débilmente.

—¿Por qué me tomas? ¿Crees que soy una mera función de antiguos e-mails, el icono de un anticuado Internet con báculo y túnica?

—No sé qué demonios eres —dijo Harman—. Un holograma. Próspero se acercó un paso y abofeteó con fuerza a Harman en la cara. Harman dio un paso atrás, boquiabierto. Se llevó la mano a la dolorida mejilla, cerró el puño.

Próspero sonrió e interpuso el báculo entre ambos.

—Si no quieres despertarte en el suelo dentro de diez minutos con el peor dolor de cabeza de tu vida, ni lo pienses.

—Quiero irme a casa con Ada —dijo Harman lentamente.

—¿Has intentado encontrarla con tus funciones? —preguntó el magus. Harman parpadeó.

—Sí.

—¿Y funcionaron alguna de tus funciones, aquí, en la cabina, o en la jungla antes?

—No.

—Ni funcionarán hasta que hayas dominado el resto de las funciones que están a tus órdenes —dijo el anciano, regresando a su silla y sentándose con cuidado.

—El resto de las funciones... —empezó a decir Harman—. ¿A qué te refieres?

—¿Cuántas funciones has dominado?

—Cinco —contestó Harman. Una de ellas la conocía todo el mundo desde hacía siglos: la función buscadora que incluía un cronómetro, pero Savi les había enseñado otras tres. Luego él había descubierto la quinta.

—Menciónalas. Harman suspiró.

—Función buscadora, cercanet, lejosnet, todonet, y sigleer... leer a través de la palma.

—¿Y has dominado la función todonet, Harman de Ardis?

—En realidad no.

Era demasiada información, demasiada anchura de banda como había dicho Savi.

—¿Y crees que los humanos antiguos... los auténticos humanos antiguos, vuestros antepasados sin diseñar y sin modificar, tenían esas cinco funciones, Harman de Ardis?

—Yo... no lo sé.

Nunca se lo había planteado.

—No las tenían —dijo Próspero llanamente—. Sois el resultado de cuatro mil años de alteraciones genéticas y divisiones nanotécnicas. ¿Cómo descubriste la función sigl, Harman de Ardis?

—Yo... Experimenté con imágenes mentales, triángulos, cuadrados, círculos, hasta que una funcionó.

—Eso es lo que les dijiste a Ada y los demás, pero es mentira. ¿Cómo aprendiste de verdad a sigleer?

—Soñé con el código de función sigl —admitió Harman. Había sido demasiado extraño (demasiado precioso) para contárselo a los otros.

—Ariel te ayudó con ese sueño —dijo Próspero, mostrando de nuevo su leve sonrisa—. Nos impacientamos. ¿Te gustaría saber cuántas funciones tiene cada uno de vosotros, cada uno de los «humanos antiguos», en sus células y su sangre y su materia cerebral?

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