Authors: Dan Simmons
»Este día, con la voluntad de los dioses, y Zeus ya lo ha dejado claro, seremos testigos de nuestra victoria final. Veremos el final de esta guerra.
»¡Preparémonos ahora, antes de que termine este día de comienzos, para dar la bienvenida a Héctor y Deífobo en una celebración victoriosa que durará una semana, ¡no, un mes!, una fiesta de celebración y alegría que permitirá que vuestro fiel servidor Príamo de Ilión muera siendo un hombre feliz!
Así habló Príamo, rey de Ilión, padre de Héctor. Hockenberry no daba crédito a sus oídos. Helena se apartó de Andrómaca y las otras mujeres, bajó las amplias escalinatas de vuelta a la ciudad con sólo la esclava-guerrera de Andrómaca, Hipsipila, a su lado. Hockenberry se ocultó detrás de la ancha espalda de un lancero imperial hasta que Helena se perdió de vista en las escaleras y luego la siguió.
Las dos mujeres bajaron por un estrecho callejón, casi a la sombra de la muralla oeste, luego siguieron por una calleja aún más estrecha y Hockenberry supo adónde se dirigían. Meses antes, durante su fase de celos después de que Helena lo dejara, las había seguido a ella y Andrómaca hasta aquí, para descubrir su secreto. Era aquí donde Andrómaca, la esposa de Héctor, tenía el apartamento secreto en el que Hipsipila y otra aya cuidaban a su hijo Astianacte. Ni siquiera Héctor sabía que su hijo estaba vivo, que el asesinato del bebé a manos de Afrodita y Atenea había sido un subterfugio de varias mujeres troyanas para poner fin a la guerra entre argivos y troyanos, volviendo la cólera de Héctor contra los propios dioses.
Bueno, pensó Hockenberry ahora, quedándose a la entrada del pequeño callejón para que las dos mujeres no advirtieran que las estaban siguiendo, el subterfugio había funcionado maravillosamente bien. Pero ahora la guerra con los dioses había terminado y parecía que la guerra de Troya estaba a punto de hacerlo.
Hockenberry no quería que llegaran al apartamento: allí había también guardias cicilios. Se agachó y recogió del suelo una piedra pesada, lisa y ovalada, del tamaño de su palma.
«¿De verdad que voy a matar a Helena?» No tenía respuesta para eso. Todavía no.
Helena e Hipsipila se detuvieron en la puerta del patio que conducía a la casa secreta. Hockenberry se situó en silencio detrás de ellas y llamó a la gran esclava de Lesbos con un golpecito en el hombro.
Hipsipila se volvió.
Hockenberry la golpeó en la mandíbula con un gancho. Incluso con la pesada piedra en la mano, la mandíbula huesuda de la mujerona casi le rompió los dedos. Pero Hipsipila cayó como una estatua derribada y su cabeza golpeó la puerta del patio. Se quedó en el suelo, claramente inconsciente, con la mandíbula rota.
«Magnífico —pensó Hockenberry—, diez años en la guerra de Troya y al final te has unido a la lucha... golpeando a traición a una mujer.»
Helena dio un paso atrás, la pequeña daga oculta que una vez encontrara el corazón de Hockenberry deslizándose ya desde su manga a su mano derecha. Hockenberry se movió con rapidez, agarró a Helena por la muñeca, forzándole la mano y el brazo contra la burda puerta y con un imperceptible movimiento de su mano derecha ensangrentada y arañada sacó el largo cuchillo del cinturón y colocó la punta bajo su suave barbilla. Helena soltó su arma.
—Hock-en-bee-rry —dijo, la cabeza hacia atrás, pero el cuchillo le arrancó ya sangre.
Él vaciló. El brazo derecho le temblaba. Si iba a hacer aquello, tenía que ser rápidamente, antes de que la zorra empezara a hablar. Lo había traicionado, le había dado una puñalada en el corazón y lo había dado por muerto, pero también había sido la amante más sorprendente que había tenido.
—Eres un dios —susurró Helena. Tenía los ojos muy abiertos, pero no demostraba ningún temor.
—No soy un dios —replicó Hockenberry, apretando los dientes—. Sólo un gato. Me quitaste una de mis vidas. Ya me habían dado una de más. Todavía me deben de quedar cinco.
A pesar del cuchillo que le cortaba la barbilla, Helena se echó a reír.
—Un gato con siete vidas. Me gusta la idea. Siempre has tenido una gracia especial con las palabras... para ser extranjero.
«Mátala o no la mates, pero decide ya... esto es absurdo», pensó Hockenberry.
Retiró la punta de la hoja de su garganta, pero antes de que Helena de Troya pudiera moverse o hablar la agarró por la negra cabellera, le colocó la daga en las costillas y se la llevó callejón abajo, lejos del apartamento de Andrómaca.
Habían completado el círculo, de vuelta a la torre abandonada que asomaba a la muralla de las puertas Esceas donde se había encontrado escondidos a Menelao y Helena, donde Helena lo había apuñalado después de que él TCeara a su marido al campamento de Agamenón. Hockenberry empujó a Helena por la estrecha escalera hasta arriba del todo, al piso despejado de la torre que había sido destrozada por los bombardeos de los dioses hacía meses.
La empujó hacia el borde, pero fuera de la vista de cualquiera que hubiese en la muralla abajo.
—Desnúdate —dijo.
Helena se apartó el pelo de los ojos.
—¿Vas a violarme antes de empujarme al vacío, Hock-en-bee-rry?
—Desnúdate.
Él esperó con el cuchillo preparado mientras Helena se despojaba de sus capas de seda. Aquella mañana era más cálida que el día en que se había marchado (aquel día de viento en que ella lo había apuñalado), pero la brisa a esa altura era lo bastante fresca para erizar los pezones de Helena y poner carne de gallina en sus pálidos brazos y su vientre. Mientras ella dejaba que cada capa de ropa fuera cayendo, él le dijo que se las fuera arrojando. Sin dejar de observarla con atención, palpó los suaves peplos y la ropa interior de seda. No había otras dagas ocultas.
Ella permaneció allí de pie a la luz de la mañana, las piernas levemente separadas, sin cubrirse los pechos ni la región púbica con las manos, sino dejando que los brazos le colgaran de modo natural a los costados. Tenía la cabeza alta y una finísima línea de sangre visible bajo su barbilla. Su mirada parecía mezclar un calmado desafío con una leve curiosidad sobre lo que iba a suceder a continuación. Incluso ahora, furioso como estaba, Hockenberry comprendió perfectamente que aquella mujer hubiera podido ser la causa de que cientos de miles de hombres se mataran unos a otros. Y fue una revelación para él poder estar tan furioso, a punto de asesinar, y seguir sintiendo deseo sexual por una mujer. Después de aquellos diecisiete días en el campo de aceleración de 1,28 de gravedad terrestre, se sentía fuerte en la Tierra, musculoso, potente. Sabía que podía agarrar a aquella hermosa mujer por un brazo y llevársela a donde quisiera, hacer lo que quisiera el tiempo que quisiera.
Hockenberry le devolvió la ropa.
—Vístete.
Ella lo miró con cautela mientras recogía sus suaves vestidos. Desde la muralla y las puertas Esceas llegaban gritos, aplausos y el golpeteo de las astas de madera de las lanzas sobre los escudos de bronce y cuero mientras Príamo terminaba su discurso.
—Dime qué ha pasado en los diecisiete días que he estado fuera —dijo Hockenberry entre dientes.
—¿Para eso has vuelto, Hock-en-bee-rry? ¿Para preguntarme por acontecimientos recientes?
—Helena se aseguraba el corpiño sobre sus blancos pechos.
Hockenberry le señaló un trozo caído de piedra y, cuando ella se sentó, buscó otra losa para él a unos dos metros de distancia. Incluso con un cuchillo en la mano, no quería estar demasiado cerca de ella.
—Cuéntame qué ha pasado en estas últimas semanas —repitió.
—¿No quieres saber por qué te apuñalé?
—Lo sé —dijo Hockenberry, cansado—. Me hiciste que TCeara a Menelao fuera de la ciudad pero decidiste no seguirlo. Si yo estaba muerto y los aqueos tomaban la ciudad, cosa que estabas segura de que iban a hacer, siempre podrías decirle a Menelao que me había negado a llevarte. O algo así. Pero él te habría matado de todas formas, Helena. Los hombres, incluso Menelao, que no es la espada más afilada de la armería, pueden justificar la traición una vez. No dos.
—Sí, me habría matado. Pero te herí, Hock-en-bee-rry, para no tener ninguna posibilidad... y tener que quedarme en Ilión.
—¿Por qué?
Esto no tenía ningún sentido para el antiguo escólico. Y le dolía la cabeza.
—Cuando Menelao me encontró ese día, me di cuenta de que me alegraba ir con él. Me sentía casi feliz de que me matara, si ése hubiera sido su placer. Mis años aquí en Ilión como puta, como la falsa esposa de Paris, como el motivo de todas estas muertes, me han convertido en una malvada en todos los sentidos de la palabra. Baja, frágil, vacía por dentro... vulgar.
«Eres muchas cosas, Helena de Troya —se sintió tentado de decir—, pero vulgar no es una de ellas.»
—Pero con Paris muerto —continuó Helena—, no tenía marido, ni amo, por primera vez desde que era una muchachita. Mi primera reacción de alegría al ver a Menelao aquí en Ilión ese día, la reconocí pronto como la reacción del esclavo al ver de nuevo sus cadenas y grilletes. Para cuando te reuniste con nosotros en esta torre esa noche, todo lo que quería era quedarme en Ilión, sola, no como Helena, esposa de Menelao, no como Helena, esposa de Paris, sino sólo como... Helena.
—Eso no explica por qué me apuñalaste —dijo Hockenberry—. Podrías haberme dicho que ibas a quedarte después de que enviara a Menelao al campamento de su hermano. O podrías haberme pedido que te transportara a cualquier lugar del mundo: te hubiese obedecido.
—Ése es el verdadero motivo por el que intenté matarte —dijo Helena en voz baja. Hockenberry sólo pudo mirarla con el ceño fruncido.
—Ese día decidí comprometer mi destino no al de ningún hombre sino al de la ciudad... a Ilión —dijo ella—. Y supe que mientras estuvieras aquí y vivieras podrías usar tu magia para llevarme a cualquier parte... a la seguridad... mientras Agamenón y Menelao entraban en la ciudad y la entregaban a las llamas.
Hockenberry pensó en esto durante un largo minuto. No tenía ningún sentido. Sabía que no lo tendría nunca. Descartó la idea.
—Háblame del último par de semanas y de lo que ha sucedido —dijo por tercera vez.
—Los días después de que te dejara aquí por muerto fueron sombríos para la ciudad — contestó Helena—. El ataque de Agamenón casi nos derrotó esa misma noche. Héctor había estado reflexionando en sus aposentos desde antes de que las amazonas partieran a su perdición. Después de que el Agujero se cerrara y fuera seguro que no iba a volver a abrirse, Héctor permaneció en sus aposentos, enfrascado en sus pensamientos, aislado incluso de Andrómaca... Ahora sé que ella pensó en revelarle el secreto de que su hijo aún vivía, sin saber cómo explicar el engaño de un modo que no pusiera en peligro su propia vida. Y durante las batallas de los días siguientes, los ejércitos de Agamenón y los dioses a su favor mataron a muchos troyanos. Sólo el protector de la ciudad, Febo Apolo, señor del arco de plata, que disparaba sus flechas siempre certeras contra las multitudes argivas impidió que fuéramos derrotados y destruidos en aquellos oscuros días antes de que Héctor volviera a unirse a la lucha.
»Y así, Hock-en-bee-rry, los argivos, a las órdenes de Diomedes, rompieron nuestras defensas en su punto más bajo: donde se alza el cabrahígo. Tres veces antes, en los diez años que precedieron a nuestra desdichada guerra contra los dioses, habían intentado los argivos tomar ese mismo punto, nuestra debilidad, quizá revelada por algún profeta dotado; pero por tres veces Héctor, Paris y nuestros campeones los habían rechazado: a Áyax
el Grande
y Áyax
el Menor
, luego a los hijos de Atreo, la tercera vez al propio Diomedes. Pero esta vez, cuatro días después de que intentara matarte y dejara tu cuerpo aquí para los carroñeros, Diomedes guió a sus guerreros de Argos en el cuarto asalto a este punto donde se alza el cabrahígo. Mientras las escalas de Agamenón se alzaban por la muralla oeste y arietes del tamaño de árboles grandes sacudían las puertas Esceas en sus enormes goznes, Diomedes atacó el punto más bajo de nuestra ciudad con sigilo y fuerza y, al amanecer del cuarto día, los argivos estaban dentro de la muralla.
»Sólo el valor de Deífobo, hermano de Héctor, el otro hijo de Príamo, el hombre que había sido elegido por la familia real para ser mi siguiente esposo... sólo Deífobo salvó la ciudad con su valor. Al ver la amenaza cuando los demás desesperaban ante las escalas y arietes de Agamenón, Deífobo convocó a los supervivientes de su antiguo batallón y el de Heleno, y al capitán llamado Asio, hijo de Hirtaco, y a unos cuantos cientos de hombres de Eneas que huían y, con el veterano Asteropeo, lanzaron un contraataque en las calles de la ciudad, convirtiendo el mercado cercano en una segunda línea de batalla. En terrible liza con el vencedor Diomedes, Deífobo luchó como un dios, deteniendo incluso la lanzada de Atenea, pues los dioses batallaban con tanta violencia como los hombres... ¡más!
»Al amanecer de ese día, la línea argiva fue detenida temporalmente: nuestra muralla junto al cabrahígo estaba rota, una docena de manzanas de la ciudad ardían ocupadas por los enfurecidos argivos, las hordas de Agamenón intentaban todavía escalar nuestras murallas al oeste y el norte, las grandes puertas Esceas colgaban astilladas y sujetas sólo por sus bandas de hierro... Y ésa fue la terrible mañana en que Héctor anunció a Príamo y los otros desesperados nobles que regresaría a la batalla.
—¿Y lo hizo? —preguntó Hockenberry. Helena se echó a reír.
—¿Que si lo hizo? Nunca ha habido más gloriosa
aristeia
, Hock-en-bee-rry. El primer día de su cólera, Héctor, protegido por Apolo y Afrodita de los rayos de Atenea y Hera, se enfrentó a Diomedes en justa lid y lo mató, atravesando con su mejor lanza al hijo de Tideo y haciendo huir a los combatientes de Argos. Al anochecer de ese día, la ciudad era de nuevo teucra y nuestros albañiles reconstruían la muralla junto al viejo cabrahígo, haciéndola tan alta como la muralla junto a las puertas Esceas.
—¿Diomedes muerto? —dijo Hockenberry, sorprendido. Diez años contemplando las batallas y el escólico había empezado a pensar que Diomedes era tan invulnerable como Aquiles o uno de los dioses. En la
Ilíada
de Homero, las hazañas de Diomedes (sus gloriosos combates singulares o
aristeia
) habían sido el único tema del Canto 5 y del inicio del Canto 6, el segundo en longitud y ferocidad del relato homérico después de la cólera desatada de Aquiles en los Cantos 20-22... una cólera que ya nunca se desencadenaría gracias a que el mismo Hockenberry había alterado los acontecimientos—. Diomedes está muerto —repitió Hockenberry, anonadado.