Authors: Dan Simmons
Una vez dentro, al abrirse paso por un pasillo sólo levemente ladeado y respirando por su máscara de ósmosis aunque esa parte de la nave hundida estaba seca, estuvo seguro de que se trataba de un submarino.
Harman se encontró en una sala que se inclinaba sólo diez grados de la vertical pero el antiguo impacto con el fondo del océano a solo sesenta metros bajo la superficie del mar (mucho antes de que existiera la Brecha Atlántica) había destrozado el metal y volcado media docena de largos contenedores de sus perchas. Harman no necesitaba la pistola que llevaba. No había nada vivo en aquel casco. Sujetó la pistola en el parche adhesivo de su cadera derecha y extendió un poco de elástica termopiel por encima, asegurándola con la misma fuerza que si llevara una de aquellas cartucheras que había visto en los libros gracias al armario de cristal.
Pasó la palma derecha alrededor del borde redondeado de uno de aquellos contenedores volcados, curioso por averiguar si su función buscadora de datos funcionaría a través de los guantes de fina termopiel molecular.
Funcionaba.
Harman se hallaba en la sala de torpedos de un submarino de guerra clase
Mahoma
. La IA del sistema de guía de aquel torpedo en concreto («torpedo» era una palabra y un concepto que nunca había encontrado hasta aquel preciso milisegundo) había muerto hacía más de dos mil años, pero había suficiente memoria residual en los microcircuitos muertos para que Harman comprendiera que su palma estaba a escasas pulgadas de una cabeza nuclear insertada en el extremo de un torpedo trazador autocavitante de 304.000 libras de alta velocidad. Esa cabeza nuclear («cabeza nuclear» era otro término que desconocía hasta ese instante) era una simple arma de fusión de 475 kilotones. La explosión de aquella esfera en forma de perla que tenía a pocos milímetros de su palma alcanzaría decenas de millones de grados en una millonésima de segundo. Harman casi podía sentir los letales rayos gamma y de neutrones agazapados allí, invisibles anguilas de muerte, dispuestos a saltar en todas direcciones a la velocidad de la luz para matar e infectar todo nervio o tejido humano que encontraran, destrozándolos como balas a través de la mantequilla.
Apartó la mano y se la frotó contra el muslo como si se limpiara algo sucio de la palma.
Todo el submarino era un instrumento diseñado para matar seres humanos. Su brevísimo encuentro con la IA guía de la cabeza nuclear muerta le había dicho que las cabezas del torpedo eran irrelevantes en comparación con la máquina y la verdadera misión de la tripulación. Pero para comprender en qué consistía esa misión tendría que salir de la sala de torpedos, subir por la cubierta inclinada, atravesar el vestuario y el comedor, subir una escalera y bajar por un pasillo dejando atrás el sonar y la sala de comunicaciones integradas, y luego subir otra escalera hasta el centro de mando y control.
Pero todo lo que había más allá de la mitad de la sala de torpedos estaba bajo el agua.
Los rayos de luz de las lámparas de su pecho le mostraron dónde empezaba la pared de la Brecha, apenas a cuatro metros de distancia. El submarino llevaba muchos siglos hundido bajo la superficie, lleno de agua, antes de que lo que quiera que crease la Brecha sorbiera el océano de sus compartimentos de proa, pero nada vivía ya en él, ni una concha seca quedaba de la rica vida submarina que debió existir durante siglos, y no había signos de huesos humanos ni de otros restos de la tripulación. El campo de fuerza que contenía el Océano Atlántico no cortaba físicamente el metal morfeable del casco del submarino ni su estructura metálica (las lámparas metálicas detectaban la línea sólida e ininterrumpida de la cubierta de arriba), pero Harman podía visualizar la masa ovalada de océano dentro del casco de la nave. La pared norte del campo de fuerza de la Brecha contenía el negro mar en todos los espacios abiertos, pero un paso más allá de eso... Harman imaginaba la presión a seiscientos pies y veía la muralla de oscuridad por delante de sus reflectores reflejándose como si procediera de una superficie oscura pero todavía espejada.
De repente Harman se sintió lleno de un temor enfermizo y terrible. Tuvo que agarrarse al despreciable torpedo para no resbalar y caer sobre las corroídas placas de la cubierta. Quiso salir corriendo de esa antigua nave de guerra hacia el aire y la luz del sol, quitarse la máscara de ósmosis y vomitar si era necesario para deshacerse del veneno que de pronto se había apoderado de su cuerpo y de su mente.
Era un simple torpedo en lo que se estaba apoyando, diseñado para destruir otros barcos, una bahía como máximo, sin embargo su potencia termonuclear era tres veces más poderosa que la de Hiroshima (otra palabra, otra imagen que acababa de entrar en la mente de Harman), capaz de destruirlo todo en un área de cien kilómetros cuadrados.
Harman, siempre bueno a la hora de juzgar distancias y tamaños incluso en esa época suya que no requería esas habilidades, imaginó un área de diez por diez kilómetros en el corazón de Cráter París, o Ardis Hall en el centro de su diana. En Ardis, un estallido semejante desintegraría no sólo la mansión y el nuevo edificio exterior en un nanosegundo, sino que arrasaría las empalizadas y su bola de fuego se llevaría por delante el pabellón del faxnódulo situado a casi dos kilómetros de distancia carretera abajo menos de un segundo más tarde, convertiría en vapor el río en la base de las colinas y el bosque en cenizas y en fuego un círculo expansivo de destrucción instantánea que llegaría más al norte que la Roca Hambrienta donde había visto en su visión del paño turín a Ada y los demás.
Harman activó las funciones dormidas de biofeedback (demasiado tarde) y recibió el mensaje que temía. La sala de torpedos estaba llena de radiación latente. Las cabezas nucleares dañadas habían caído por debajo de los niveles letales hacía mucho tiempo, pero en el proceso habían contaminado la parte de proa del submarino.
No, los sensores le dijeron que la radiación era aún peor más adelante, más allá de la sala de torpedos, en la dirección que tenía que ir si quería saber más de ese instrumento de muerte. Quizá el reactor de fusión que había impulsado aquel obsceno navío había tenido filtraciones durante todos esos siglos. Tenía por delante un infierno radiactivo.
Harman sabía lo suficiente sobre sus nuevas funciones biométricas para darse cuenta de que podía preguntar a los monitores de datos. Lo hizo ahora, pero sólo con la pregunta más sencilla posible: «¿Me protegerá adecuadamente la termopiel de esta radiactividad?»
La respuesta fue con la voz de su propia mente, inequívoca: «No.» Era una locura continuar. Tampoco tenía el valor para proseguir a través de aquella negra pared de agua y entrar en el infierno de radiación, recorrer el resto de la sala de torpedos sumergida, subir por el oscuro y frío vestuario y el comedor donde antiguos contadores Geiger se habrían vuelto locos, las agujas arrancadas de sus propios diales, y luego subir y bajar de nuevo por el pasillo dejando atrás el sonar y la sala de comunicación, y luego subir otra escalera y recorrer aquella imposible, aterradora distancia que helaba los huesos y mataba las células hasta el centro de mando y control sumergido.
Era literalmente una locura quedarse en aquel pernicioso casco, mucho más internarse en él. Era la muerte: la muerte para sí mismo, para las esperanzas de su especie, para la confianza de Ada en su regreso, para la necesidad de su hijo por nacer de un padre en aquellos tiempos terribles y peligrosos. La muerte para todos los futuros.
Pero tenía que saber. Los restos cuánticos de la IA de la cabeza nuclear del torpedo le habían contado lo suficiente para que tuviera que conocer la respuesta a una única y terrible pregunta. Así que continuar fue exactamente lo que hizo Harman, paso a paso.
Después de tres días con sus noches en la Brecha, era la primera vez que Harman atravesaba la pared del campo de fuerza. Era un campo semipermeable, como los que había atravesado en la isla orbital de Próspero (y ahora Harman sabía que «semipermeable» significaba que estaba diseñado para permitir a los seres humanos antiguos o a los posthumanos atravesar lo que de otro modo era un escudo infranqueable), pero esta vez pasaba del aire y el calor al frío, la presión y la oscuridad.
Harman confiaba en que la termopiel lo mantuviera vivo contra los efectos de la profundidad si no de la radiación, y eso hizo; se negó incluso a convocar los datos que tenía sobre el funcionamiento de la termopiel, sobre qué la hacía funcionar. No le importaba cómo funcionaba para mantener a raya el océano... sólo que lo hacía.
Las lámparas de su pecho aumentaron inmediatamente su brillo para contrarrestar los reflejos y la densa agua llena de partículas.
Las partes sumergidas del submarino eran tan gruesas como organismos vivos, mientras que las partes secas de la sala de torpedos eran estériles. Lo que vivía allí no sólo sobrevivía en la densa radiación, sino que se atiborraba de ella, vivía de ella. Cada superficie de metal había quedado oculta bajo capas de hongos coralinos mutados y masas de materia viviente y brillante de colores verdes, rosas, grises y azulinos, sus palpos y tentáculos agitándose lentamente con corrientes invisibles. Cosas parecidas a cangrejos escaparon de la luz. Una anguila rojo sangre asomó desde un agujero en lo que antes era la escotilla de la sala de torpedos de popa y luego retiró la cabeza, dejando sólo sus hileras de dientes brillando en la oscuridad. Harman procuró no acercarse mientras pasaba junto a la desgastada escotilla.
La IA muerta de la cabeza nuclear le había dado un burdo esquema de la nave (al menos suficiente para guiarlo hasta el centro de control y mando), pero la escalerilla que tenía que seguir hasta el vestuario y el comedor había desaparecido. La mayor parte del submarino había sido construida con superaleaciones que durarían otros dos mil años, incluso bajo el mar, pero la escalerilla (la plancha, según le dijeron que se llamaba sus paquetes de proteínas) se había corroído hacía mucho tiempo.
Tras hundir los dedos en el reborde y los desgastados tramos de cada lado de la escalera, esperando no estar metiendo los dedos en la boca de otra anguila, Harman se izó trabajosamente por la verde sopa marina. Partículas y paquetes de partículas radiactivas vivas se aferraron a su termopiel y tuvo que limpiarlas de sus lentes y su máscara de ósmosis.
Cuando llegó al nivel del vestuario estaba a punto de hiperventilar. Sabía por experiencia que la máscara de ósmosis seguiría suministrándole oxígeno bueno y fresco, pero su sentido de la presión sobre cada centímetro cuadrado de su cuerpo le hacía rebullirse. No tuvo que acceder a ningún módulo de memoria para saber que la termopiel lo protegería también del frío y la presión: el mismo tipo de traje lo había mantenido con vida en la presión cero del espacio, pero el espacio exterior le había parecido más limpio.
«Me pregunto si esta mugre que cubre mis lentes fue una vez parte de los hombres y mujeres que tripularon este barco.»
Descartó ese tipo de pensamientos. No sólo eran fantasmales, sino absurdos. Si la tripulación se había hundido con el submarino, los siempre hambrientos habitantes del océano habrían limpiado sus huesos en sólo unos años y luego se habrían comido o descompuesto los huesos mismos en pocos años más.
Y sin embargo...
Harman se concentró en abrirse paso a través de la basura de camastros desmoronados y cubiertos de mugre. Sólo deducía que en esa zona se encontraban los dormitorios de los seres humanos a través del esquema de las deterioradas células de memoria de la cabeza nuclear; parecía una cripta vencida por la vegetación, los estantes cubiertos de densos hongos grises alojaban seres parecidos a cangrejos y anguilas temerosas de la luz en vez de los cuerpos podridos de Montescos o Capuletos.
«Tengo que leer más de ese tal Shakespeare. Tantas cosas en los paquetes de datos conectan con sus pensamientos y escritos...», pensó Harman mientras atravesaba una escotilla abierta, apartando estalagmitas de limo, y entraba en lo que había sido un comedor. Lo que antaño fuera una larga mesa por algún motivo le recordó la mesa caníbal de Calibán en la isla de Próspero tantos meses atrás. Tal vez fuese porque los hongos y moluscos habían mutado hasta adquirir un color rosa sangre.
Al otro extremo de la caverna rosácea, Harman sabía que tenía que subir por una escalerilla vertical (una escalerilla de verdad esta vez, no una plancha) hasta la sala de comunicaciones integradas, antes de poder atravesar la cabina del sonar y llegar al centro de mando y control.
No había ninguna escalerilla. Y esta vez el estrecho tubo de un pasillo vertical estaba atascado con algas marinas verdes y azules que recordaron a Harman el relato que había hecho Daeman sobre Cráter París convertido en un nido de hielo azul.
Pero lo que había tejido esta red era la vida oceánica terrestre, aunque mutada, y Harman empezó a romperla, apartando siglos de lento enquistamiento y avance a grandes puñados, deseando tener un hacha consigo. El agua a su alrededor se llenó tanto de porquería que ni siquiera se veía las manos. Algo largo y resbaladizo (¿otra anguila o algún tipo de serpiente marina?) se deslizó por su cuerpo y desapareció debajo. Harman siguió arrancando trozos y puñados de densa y pegajosa sustancia radiactiva, abriéndose paso a través de la cegadora suciedad.
Sintió como si estuviera naciendo de nuevo, pero esta vez a un mundo mucho más terrible.
La pugna fue tan grande que, durante varios segundos después de haber terminado de abrirse paso y llegar al nivel de la sala de comunicaciones no supo que lo había hecho. Tentáculos verdes se aferraban a todas partes, el agua estaba tan llena de partículas flotantes que los rayos de su propio reflector lo cegaban y flotó en el limo primordial demasiado agotado para moverse.
Entonces, recordando que cada momento que pasaba en la carcasa muerta implicaba una posibilidad mayor de muerte, Harman se puso de rodillas, arrancó enredaderas y tentáculos de viejas plantas crecidas de sus hombros y espalda y se dirigió hacia popa.
La sala de comunicaciones estaba todavía viva.
Harman se detuvo al notarlo. Funciones de su cuerpo que ni siquiera había catalogado aún captaron la pulsante disposición de las máquinas ocultas bajo la viva alfombra verdigrís de esa sala para contactar y comunicarse. No con él. Las IAs de la sala no reconocían su presencia: su habilidad para interactuar con seres humanos había muerto hacía tiempo con el cambiante núcleo cuántico de sus ordenadores.