Authors: Dan Simmons
A mediodía (que sólo le anunció su función temporal interna, ya que el sol estaba completamente ausente y la lluvia caía con tal saña que pensó en cubrirse la boca y la nariz con la máscara de ósmosis), el sendero de la Brecha había salido del país montañoso subacuático y se extendía plano y recto por delante. Eso contribuyó a mejorar el estado de ánimo de Harman... pero sólo un poquito.
Agradeció las secciones rocosas o coralinas del terreno, ya que el fondo del océano, que tenía una agradable consistencia de tierra batida los días secos, se convertía en una avenida de barro chapoteante. Al cabo de un rato se cansó de caminar (era más de mediodía cualquiera que fuese la hora local al sur de Inglaterra), así que se sentó en un bajo peñasco que emergía del océano contenido por el campo de fuerza y sacó su barra alimenticia diaria para comérsela y bebió agua fresca del tubo hidratador.
Las barras de comida (una al día) lo dejaban con hambre. Y sabían como imaginaba que debía saber el serrín. Y sólo le quedaban cuatro. No tenía ni idea de qué esperaban Próspero y Moira que hiciera cuando se quedara sin ninguna, suponiendo que le quedaran otros setenta u ochenta días de camino. ¿Funcionaría de verdad la pistola bajo el agua? Si lo hacía, ¿mataría un pez grande y podría sacarlo a la Brecha a través de la pared del campo de fuerza? Las algas secas y los restos a la deriva que el mar había arrojado eran cada vez más escasos: ¿cómo iba a cocinar ese teórico pez? Llevaba un encendedor en la mochila, parte del afilado tenedor-cuchara-navaja multiusos, y tenía un cuenco de metal que podía convertir en sartén tocando los puntos adecuados, pero ¿de verdad se suponía que tenía que pasarse horas cada día pescando....?
Harman vio otra roca, a un kilómetro al oeste. Era enorme, del tamaño de algunos de los peñascos más difíciles que había franqueado ya, y sobresalía de la pared norte del Atlántico justo antes de que el seco fondo de la Brecha se hundiera en otra profunda trinchera. Pero esa roca o arrecife de coral tenía una forma extraña. En vez de cruzar la Brecha atravesándola, parecía hundirse en el agua, desaparecer en la arena y el barro de la Brecha misma. Más que eso, parecía extrañamente redondeada, más lisa que el basalto volcánico que había estado recorriendo los últimos tres días.
Había aprendido cómo activar los controles telescópicos y de ampliación de las lentes de su termopiel, y eso hizo.
No era ninguna roca. Un gigantesco artilugio creado por el hombre sobresalía de la pared norte de la Brecha, hundiendo el morro en la arena. Era enorme y se ensanchaba a partir de una proa en forma de botella, como el morro de un delfín, con metal arrugado y vigas expuestas, curvas sinuosas que se ensanchaban como los muslos de una mujer y desaparecían a través del campo de fuerza.
Harman guardó los restos de su barra alimenticia, sacó la pistola, la colocó en el adhesivo del cinturón de su termopiel y empezó a caminar hacia el barco hundido.
Harman se detuvo bajo la masa de la cosa, que era mucho más grande de lo que había imaginado desde casi un kilómetro de distancia, y dedujo que había sido alguna especie de submarino. La proa estaba rota, el armazón al descubierto parecía oxidado por la lluvia más que por el mar, pero el casco, liso y casi como de goma parecía más o menos intacto. Iba hacia el campo de fuerza y desaparecía en la oscuridad del mediodía oceánico. Continuaba viendo la silueta de la cosa otros diez metros o así en el océano, pero no más.
Harman contempló la gran brecha en el casco, cerca de la proa (una brecha dentro de una Brecha, se le ocurrió estúpidamente mientras la lluvia caía por su capucha y sus lentes) y estuvo seguro de que podría entrar en el submarino por esa abertura. Estuvo igualmente seguro de que sería una pura idiotez hacerlo. Su trabajo no era explorar naufragios de dos mil años de antigüedad, sino llegar hasta Ardis, o al menos hasta otra comunidad antigua, lo más rápidamente que pudiera: setenta y cinco días, cien días, trescientos días... no importaba. Su única tarea era continuar caminando hacia el oeste. No sabía qué había dentro de esa maldita máquina de la Edad Perdida, pero tal vez hubiera algo capaz de matarlo y no se le ocurría nada que pudiera iluminarlo más de lo que había sido iluminado al ahogarse en el armario de cristal.
Y sin embargo...
No había hecho falta su iluminación por ahogamiento para que Harman supiera que su especie, por muy reforzada con nanocitos y modificada genéticamente que estuviera, había evolucionado a partir de los chimpancés y los homínidos. La curiosidad había matado a incontables de aquellos torpes y nobles antepasados, pero también los había hecho erguirse.
Harman dejó la mochila a varios metros de la quilla (era impermeable pero no sabía si también era a prueba de presión), sacó la vieja pistola de su cinturón y la sostuvo en la mano derecha, activó los dos brillantes parches reflectores de su pecho y se abrió paso entre el metal vencido hacia los oscuros corredores de proa de la máquina muerta.
Los griegos no van a conseguir llegar al anochecer.
A este ritmo, ni siquiera van a llegar a la hora del almuerzo. Ni yo tampoco.
Los aqueos se repliegan en un círculo cada vez más estrecho, luchando como locos, con el mar a sus espaldas y la marea cada vez más roja, pero el ataque de Héctor es implacable. Al menos cinco mil aqueos han caído desde el ataque iniciado justo después del amanecer, entre ellos el noble Néstor, que sigue vivo pero ha sido transportado inconsciente a su tienda. Lo ha golpeado en su carro una lanza que le ha atravesado el hombro y le ha roto el hueso. El viejo héroe que intentó ocupar el lugar de gigantes muertos o ausentes (Aquiles, Agamenón, Menelao, Ayax
el Grande
, el astuto Odiseo) ha hecho todo lo posible, pero el lancero lo encontró.
Antíloco, el hijo de Néstor, el más valiente de los aqueos estos últimos días, ha muerto, atravesadas las entrañas por la flecha de un troyano. El otro hijo de Néstor, el capitán Trasimedes, ha desaparecido en combate, se ha visto obligado a retirarse a la trinchera llena de troyanos a primeras horas del día y no se le ha visto desde entonces. La trinchera y los muros de contención están en las ensangrentadas manos de Héctor.
Ayax
el Menor
está herido, tiene un desagradable tajo de espada en ambas espinillas, justo por encima de las glebas, y ha sido retirado del campo hacia los barcos quemados hace unos minutos, aunque tampoco allí estará seguro. Podalirio, valiente capitán y hábil médico, hijo del legendario Asclepio, ha muerto, abatido por un círculo de guerreros de las legiones de Deífobo. Hicieron pedazos el cuerpo del brillante médico y arrastraron su armadura ensangrentada hasta Troya.
Alastor, hijo de Teucro y caudillo, que tomó el mando de Trasimedes durante la terrible batalla del saliente tras las trincheras abandonadas, cayó delante de sus hombres, y todavía maldijo y se agitó durante varios minutos atravesado por una docena de flechas. Cinco argivos se abrieron paso para recuperar su cuerpo, pero todos fueron abatidos por la avanzadilla de Héctor. El propio Teucro sollozaba mientras daba muerte a los asesinos de Alastor, disparando flecha tras flecha a sus ojos y tripas mientras caía él mismo en la lenta retirada de los griegos.
No hay ningún sitio al que retirarse. Estamos arrinconados aquí, en la playa, la marea nos lame las sandalias y la lluvia de flechas es constante. Todos los caballos griegos han muerto ruidosamente, excepto unos cuantos: aquellos a los cuales sus propietarios, llorando, han dejado en libertad y enviado hacia las líneas enemigas en avance. Más trofeos para los troyanos.
Van a matarme si me quedo aquí. Cuando era escólico, sobre todo cuando era el escólico agente secreto de Afrodita, equipado con mi arnés de levitación, la armadura de impacto, el brazalete morfeador, el bastón aturdidor, el casco de invisibilidad de Hades (y todas las demás cosas que cargaba) me sentía bastante invulnerable, incluso cuando me hallaba moderadamente cerca de la lucha. A excepción de las flechas, que son bastante letales a distancias sorprendentes, no te matan de lejos en esta guerra. Los hombres huelen el sudor y el aliento de su enemigo y se manchan con su sangre, sesos y saliva cuando hunden sus aceros (o, en la mayoría de los casos, sus bronces) en las entrañas del otro hombre.
Pero casi me han quitado de en medio tres veces en las dos últimas horas: una lanza atravesó las líneas de defensores y casi me arrancó las pelotas; salté para evitarla y, cuando se clavó en la arena húmeda y me quedé a horcajadas sobre ella, la vibración del palo me golpeó en las gónadas. Luego una flecha me ha rozado el pelo y un minuto después otra flecha, una de las miles que oscurecen el cielo y se alzan como un bosque en miniatura en la arena por todas partes, me habría atravesado la garganta si un argivo a quien no conozco no hubiera alzado su escudo redondo y hubiera desviado la punta venenosa.
Tengo que salir de aquí.
Mi mano ha tocado el medallón TC un centenar de veces desde el amanecer, pero no he me teletransportado cuánticamente. No estoy seguro de por qué.
Sí, lo estoy. No quiero abandonar a estos hombres. No quiero estar a salvo en la bañera de Helena o en la cima de alguna colina cercana sabiendo que estos aqueos a los que he observado y con quienes he hablado y compartido el pan y bebido vino durante diez años están siendo masacrados como ganado en este trozo de playa cubierto de sangre.
Pero no puedo salvarlos.
¿O sí que puedo?
Agarro el medallón, me concentro en un lugar en el que he estado, doy medio giro al círculo dorado, y abro los ojos para encontrarme cayendo por el largo, larguísimo hueco de un ascensor.
No, no estoy cayendo. Me doy cuenta demasiado tarde, pues ya he gritado dos veces. Estoy en caída libre en el pasillo principal de la cubierta de la
Reina Mab
, o al menos en el pasillo principal de la cubierta donde tenía mis habitaciones privadas. Pero entonces había gravedad. Ahora sólo hay caída y más caída, vuelcos en el espacio pero sin caer realmente. Es imposible alcanzar la puerta del cubículo o la burbuja de astronavegación que está veinte metros más abajo (o más arriba) en el pasillo.
Dos negros y quitinosos moravecs del Cinturón, los soldados de armaduras negras, pinchos y cabezas como máscaras, salen del hueco de un ascensor cercano (donde no hay ningún ascensor) y me agarran por los brazos. Vuelven a impulsarse hacia el pozo y me doy cuenta de que los moravecs pueden moverse en cero-g no sólo porque están acostumbrados a ello (debe ser casi su nivel de gravedad en el Cinturón de Asteroides) sino porque sus caparazones tienen insertados impulsores silenciosos que expulsan chorros de lo que parece agua. Sea lo que sea, les permite moverse con fluidez y rapidez en este mundo ingrávido. Sin decir palabra, me meten en un pozo que recorre toda la
Reina Mab
(imaginen saltar al hueco vacío de un ascensor de la altura del Empire State), así que hago lo único que haría un hombre cuerdo: vuelvo a gritar.
Los dos soldados me llevan docenas de metros arriba o abajo por este pozo en el que sólo resuenan mis gritos y luego me hacen atravesar un tipo de membrana de campo de fuerza para llegar a una sala abarrotada. Incluso boca abajo como estoy, reconozco el puente de la nave. He estado sólo una vez en él durante mi estancia, pero la función de esta sala es inconfundible: moravecs que nunca había visto están muy ocupados siguiendo los paneles de control virtuales en tres dimensiones; soldados rocavec están de pie junto a proyecciones holográficas: reconozco al general Beh bin Abdee, al espigado vec arácnido (no puedo recordar su nombre ahora) además de al extraño navegante, Cho Li, y el Integrante Primero, Asteague/Che.
Es el Integrante Primero quien sin esfuerzo se impulsa a través del puente a cero g para llegar hasta mí mientras los dos soldados me colocan firmemente en una silla de metal y me atan para que no pueda escapar. No, me doy cuenta de que no me amarran como a un cautivo, simplemente me ponen cinturones de malla arácnida para sujetarme. Ayuda: estar fijo en un sitio me proporciona sensación de arriba y abajo.
—Doctor Hockenberry, no le esperábamos de vuelta —dice el pequeño moravec que tiene más o menos la misma forma y el tamaño que Mahnmut pero está hecho de plásticos, metales y polímeros de diferentes colores—. Pido disculpas por la falta de gravedad. No tenemos impulso. Podría ordenar que los campos de fuerza internos crearan un diferencial de presión que simulara la gravedad para usted, más o menos, pero la verdad es que estamos estacionados cerca del anillo polar de la Tierra y no queremos exhibir un cambio grande en la energía interna a menos que sea necesario.
—Estoy bien —digo, esperando que no hayan oído mis gritos en el hueco del ascensor—. Tengo que hablar con Odiseo.
—Odiseo está.... ah... indispuesto ahora mismo —responde Asteague/Che.
—Necesito hablar con él.
—Me temo que eso no será posible —dice el moravec que tiene más o menos el mismo tamaño que mi amigo Mahnmut, pero que tiene un aspecto y habla de forma diferente. Su voz tiene una curiosa particularidad... parece británico.
—Pero es imperativo que...
Me detengo a media frase. Han matado a Odiseo. Es obvio que estos seres medio robóticos le han hecho algo terrible al otro único ser humano que hay a bordo de su nave. No sé por qué habrán matado al aqueo, pero tampoco he comprendido nunca dos tercios de las cosas que estos moravecs hacen o dejan de hacer.
—¿Dónde está? —pregunto, intentando parecer autoritario y no perder el control mientras sigo atado a mi silla—. ¿Qué le han hecho?
—No le hemos hecho nada al hijo de Laertes —dice Asteague/Che.
—¿Por qué íbamos a hacer daño a nuestro invitado? —pregunta el vec de las patas de araña y aspecto de caja cuyo nombre no consigo recordar... oh, ahora me acuerdo, Retrógrado Jogenson o Gunderson o algo escandinavo.
—Entonces traigan aquí a Odiseo.
—No podemos —repite el Integrador Primero Asteague/Che—. No está en la nave.
—¿No está en la nave? —digo, pero entonces miro las pantallas holográficas colocadas en un hueco del casco donde debería haber una ventana. Demonios, por lo que sé es verdaderamente una ventana. El planeta azul y blanco gira debajo, llenando la pantalla o la ventana.
—¿Odiseo ha bajado a esta Tierra? —pregunto—. ¿A mi Tierra?
¿Es mi Tierra? Viví y morí aquí, sí, pero hace miles de años si hay que creer a los dioses y los moravecs.