—¿Sí? ¿Dígame?
Colgó y se lanzó a por las pastillas. Esta vez acompañadas por un vaso de agua se tomó una… y otra más… y otra. Necesitaba tranquilizarse, que parara ese temblor que le invadía el cuerpo, que le saliera un hilillo de voz al menos… Cuando se tomó la cuarta sonó el teléfono. Corrió a descolgar.
—Señor, ¿está usted en problemas?
Era la misma policía de antes. Toñi pugnó por hablar:
—Yo no… Mi amiga… Mi amiga…
Su voz era ronca, cazallera, parecía borracho pero no lo estaba. Rezó por que la policía lo tomara en serio y no pensara que se trataba de una loca. Se esforzó por parecer razonable, por resultar convincente y sólo consiguió sentirse estúpida, le daba la sensación de que sus palabras sonaban a mentira. Pero la mujer policía, al otro lado del hilo, escuchaba atenta.
—Mi amiga… en Chueca. Ha sido atacada.
—¿Una agresión sexual?
—No, no… No sé. Se la han… comido. Era como… un loco. Un loco o un enfermo o un monstruo… La ha mordido… ¡No paraba de morderla y estoy seguro de que la ha matado!
Al otro lado del hilo se hizo un silencio.
—¿Se ha cortado? —preguntó el travestí.
La mujer policía preguntó en tono grave:
—Ese loco… ¿le ha mordido a usted?
—No, a mí no. No estuve cerca.
—¿Cuándo ha sucedido eso y dónde?
—En la calle Pelayo, en Chueca. En Pelayo con Gravina. Hace diez minutos. He venido directamente a casa.
—Ha hecho usted muy bien. Procure descansar y no salga de casa, es muy importante, ¿de acuerdo?
—Sí, pero… ¿quién era ese? ¿Se ha escapado algún demente? ¿Saben ustedes algo?
—Descanse y no salga de casa.
La comunicación se cortó y los seis Valium que Toñi se había tomado empezaron a hacer efecto, proporcionándole una placentera sensación de letargo, una oleada de intenso sosiego que barrió sus preocupaciones como si fueran huellas en la arena de la playa de su Cádiz. A gatas alcanzó el sofá cama, arrastró parte del altarcito con la virgen que se bamboleó y desordenó; las postales cayeron, los collares y pulseras
glitter
fueron a parar al suelo, pero no le importó. Se tumbó sobre el colchón de espuma suspirando profundamente. Le entró un poco de llorera pero le duró tres minutos hasta que se quedó profundamente dormida.
Belén vivía en la calle Belén y eso le encantaba. Le parecía un guiño del destino, un "sí", la confirmación de que el universo aprobaba su reciente vida en Chueca con Paula.
A pesar de que esa mañana el pitido electrónico del despertador le hizo daño en los oídos y sólo había dormido tres horas escasas, no se permitió ni una queja, porque sólo mirar a su lado la rubia cabellera de su querida Paula, le recordaba que todo estaba bien.
Llevaba dos semanas en Chueca y para una joven lesbiana como ella, veinte años, guapa, muy delgada, con un poco de pinta de chico adolescente pecoso, eso era estar en el paraíso. Su novia Paula estaba empezando una prometedora carrera como empresaria, había montado un próspero negocio de alimentos exóticos y
delicatessen
en pleno Chueca y estaba encargándose de abrir otro similar en una buena zona de Alcobendas.
Belén no sólo quería a Paula, la admiraba profundamente. Paula era guapa, sólo seis años mayor que ella, tenía un cuerpazo de impresión, esculpido en horas de gimnasio y aerobic, era hiperfemenina de aspecto pero dura y decidida de carácter, tenía dinero, una casa fabulosa… Los dieciséis días que llevaban viviendo juntas no podían haber sido más idílicos. Por eso, cuando Paula le pidió que fuera a hacer el inventario la madrugada del lunes antes de abrir la tienda, ella no se lo pensó y le dijo que sí. Le halagaba que su novia confiase en ella para un trabajo como ese y, además de que se iba a sacar un dinerillo, quién sabe, si se ganaba su confianza quizá en el futuro podría ocupar un puesto de más importancia y responsabilidad en el organigrama de las tiendas Delika, que así se llamaban. El nombre se le ocurrió a Paula, que era un talentazo.
Así que esa mañana se levantó tan temprano muy contenta, a pesar de que apenas había descansado en los largos días de juergas y excesos en la semana del Orgullo Gay.
Ah, las fiestas del Orgullo… Qué pasada. Ella nunca había estado antes, era el primer año, pero qué gozada. Hordas de gente vibrando en su misma sintonía, miles y miles de personas reunidas bajo la misma bandera, la del arco iris, que no representa nación alguna sino que es la bandera del mundo, de la alegría, la tolerancia y el respeto por todos. ¡Había disfrutado tanto en la manifestación! Se sentía orgullosa de su diferencia, feliz de que el mundo la contemplara plena, junto a su amor, de por fin sentirse aceptada, de demostrar a todos que nunca fue una chica mala, ni sucia, ni indigna. Como había dicho la cantante Roser en el escenario de la plaza de Chueca la noche anterior: "¡Venga chicos, que yo os oiga reivindicar!". Belén estaba dispuesta a reivindicarlo todo.
—¿Ya es la hora? —susurró Paula, dormitando entre las sábanas.
Belén abrazó el cuerpo desnudo y cálido de su amor. Se frotó a ella con placer felino.
—Sí, cielo, me voy a duchar y voy para allá.
—Espera que me levanto yo también.
—No hace falta, no lo hagas por mí…
—No, si es que he quedado dentro de tres horas con los obreros en la tienda de Alcobendas, que están haciendo lo que quieren… Tengo que controlarles…
—Pues te preparo el desayuno y te lo traigo a la cama.
Belén se acercó a la gran cocina del apartamento, decorada con muebles lacados en negro y gris, muy japonés, con electrodomésticos de última generación. Qué diferencia con el fogón de gas de su pueblo.
Procuró levitar sobre la cocina, abrir despacio los cajones, no hacer ruido con los cubiertos, no quería que Paula notase su presencia en medio de aquella pulcritud. Exprimiendo el zumo de naranja derramó unas gotas sobre la encimera que limpió con dedicación. Retiró las migas del pan de molde y puso las rebanadas sobre un plato junto a la mantequilla y mermelada. Cubiertos, bandeja… Hasta una florecilla algo marchita que robó de un jarrón. Paula la miraba sonriendo desde el umbral.
—No dejes enchufada la tostadora, sabes que no me gusta.
Con un rápido movimiento, Belén tiró del cable.
—Te dije que te lo llevaría a la cama —protestó débilmente.
—No te preocupes, me lo como aquí. Ve a ducharte, que se te hace tarde.
Paula besó a Belén, que se encaminó a la ducha.
Belén cruzó Chueca en ocho minutos, a paso ligero, con su mochila a la espalda en la que sólo metió el iPod para escuchar algo de música, un cargador y el móvil. Estuvo tentada de añadir el libro que estaba leyendo en ese momento —uno de ciencia-ficción— pero no lo hizo; después de todo no iba a tener mucho tiempo para leer, tenía que clasificar la ingente cantidad de productos distintos de la tienda y tenía que hacerlo bien, que su novia se sintiera orgullosa.
Las calles estaban vacías, esas mismas calles que hacía tan sólo horas habían sido ocupadas por tropas de jóvenes y no tan jóvenes, bebiendo y bailando y disfrutando. Pensó en lo sucio que estaba todo, la cantidad de desperdicios diseminados, el penetrante olor a orines que le asaltaba de vez en cuando al doblar una esquina oscura o al acercarse demasiado a algunas tapias. Había zonas completamente a oscuras, tramos de calles sumidas en las tinieblas. "Algún fallo en los transformadores de luz", pensó Belén. Miró arriba y, gracias a la ausencia de contaminación lumínica por el oportuno apagón, las constelaciones estivales aparecieron ante su vista: el Águila a media altura con la brillante Altair y, en el cénit, la insolente, brillante y cercana Vega que junto a la gigantesca Deneb formaban el triángulo del verano que ella conocía tan bien. Ese cielo se lo sabía de memoria, lo había estudiado todos los veranos en su pequeño pueblo natal; ese era el firmamento que le aficionó a la astronomía y el que le recordaba que había algo más allá de los estrechos senderos de su aldea.
Mientras caminaba ensimismada mirando el cielo nocturno, las llaves en ristre tintineando en sus manos, creyó ver por el rabillo del ojo que tres personas, al fondo de una calle perpendicular a la suya, se giraban al oír el sonido metálico y echaban a andar hacia ella, tambaleándose. "Unos borrachos", pensó y aceleró aún más el paso, dejándose de contemplaciones astronómicas, mirando hacia atrás de vez en cuando para comprobar que nadie la seguía. Belén llevaba sólo dieciséis días en Madrid y, a una joven de pueblo como ella, la ciudad aún le inspiraba respeto. Creyó oír un grito lejano y se apuró.
Metió las llaves en la cerradura y abrió deprisa la persiana del negocio de
delicatessen
de su novia, sin dejar de vigilar alrededor. No había ni un alma. Al fondo de la pequeña calle, que bajaba en suave cuesta hacia la enorme y despejada Plaza de Vázquez de Mella, divisó resplandores azules y rojos intermitentes. Se fijó mejor, aunque los edificios no la dejaban ver bien: parecía que había mucha actividad, coches de policía, bastante gente, entre operarios y guardias, un enorme camión con una gran grúa elevaba lo que a ella le pareció una columna de hormigón. "¿Serán los equipos de limpieza?", se preguntó. "Estarán desmontando los escenarios", pensó y una leve sensación de tristeza le invadió al darse cuenta de que las maravillosas fiestas del Orgullo se habían acabado por ese año. Deseando que llegara deprisa el siguíente, levantó la ruidosa persiana y metió la otra llave en la cerradura de la puerta.
Arriba, a su derecha, saliendo tras la esquina de la calle, divisó a los tres borrachos de antes. Se encaminaron directos hacia ella. Con un golpe de sudor frío, Belén se coló en el establecimiento y bajó la persiana tras ella para aislarse del exterior. Después cerró la puerta y se coló al interior del establecimiento en busca del contador para encender las luces.
El cuadro de luces estaba situado en una pequeña estancia que servía de oficina, al fondo de la tienda, al final de un estrecho pasillo junto al pequeño cuarto de baño. Antes de encender, miró a la calle. A través de las aberturas en forma de concha de la persiana metálica exterior, pudo ver tres siluetas negras a contraluz. "Los tres borrachos. Serán plastas…", pensó con fastidio y algo de aprensión. Estuvo a punto de decirles algo, algo fuerte, un insulto o una frase ingeniosa, que demostrase que ella tenía huevos y que nos les tenía miedo pero no le salieron las palabras. A los tres visitantes tampoco, porque no emitieron un solo sonido. Sólo se quedaron allí, mirando hacia el interior de la tienda. Ella no podía ver sus caras, sólo sus siluetas negras, ribeteadas por el resplandor naranja de las farolas vecinas. Sus siluetas inmóviles, de frente a ella, el del medio más alto y corpulento, los otros dos más delgados. Belén no estaba segura de si la veían pero un escalofrío intenso le recorrió la espina dorsal, así que optó por quedarse callada y quieta, muy quieta.
Los gritos lejanos de los operarios de la Plaza de Vázquez de Mella llamaron la atención de los tres tipos y, tambaleándose, desaparecieron del ángulo de visión de Belén, que se descubrió a sí misma relajando de golpe todo su cuerpo.
Riendo por lo bajo encendió algunas luces —no todas, no quería llamar la atención—, y también el ordenador para comenzar con su inventario.
Miguel oyó unos gritos y lloros amortiguados. Abrió los ojos y notó la luz gris de una mañana nublada colándose por entre las cortinas de su apartamento. No se oía nada y pensó que debía haber sido un sueño.
Miró a su lado. Su amor, el joven Fabio, dormía en silencio. Sus bien torneados pectorales subían y bajaban al compás de la respiración. Lo vio allí desnudo, boca arriba, junto a él, destapado, y de inmediato le entraron ganas de hacerle el amor. Acababan de cumplir diez años como pareja pero seguían teniendo una vida sexual activa y frecuente. Al fin y al cabo Fabio no tenía aún los veinticinco y, a pesar de que él ya había sobrepasado los cuarenta, no le quedaba más remedio que cumplir en la cama como un señor para sofocar los ímpetus juveniles de su pareja. Sí, las cuentas no mienten. Se enrollaron cuando Fabio tenía apenas quince años. Un corruptor de menores lo llamó la familia del chaval. ¡Y encima negro! Porque Miguel era de color, de madre guineana y padre madrileño, en realidad español de pura cepa pero para la familia de Fabio fue, sobre todo al principio, el "negrata pederasta".
En su descargo solía pensar que Fabio nunca aparentó su edad, parecía mucho mayor y, a pesar de que se fueron a vivir juntos casi enseguida, Miguel nunca quiso que Fabio cortara del todo las relaciones con su familia. Con el transcurrir del tiempo, todo se había normalizado, los matrimonios homosexuales, la supuesta apertura de la sociedad… y la familia lo acabó aceptando. Miguel sintió un escalofrío cuando se dio cuenta de que había estado junto a Fabio durante casi la mitad de la vida del joven. No cabía duda de que no sabían ya vivir el uno sin el otro.
Le dolía la cabeza, tenía la boca seca por la resaca de la semana de festejos del Orgullo. Habían sido unos días muy intensos, trabajando todas las noches hasta altas horas de la madrugada, poniendo música en el garito para osos donde trabajaba desde hacía años. Y, como siempre, no se había limitado a poner canciones y alguna copa cuando los camareros no daban abasto sino que también había participado del jolgorio, drogándose y bebiendo mucho más de lo recomendable. De hecho, si las cuentas no le fallaban, se habían acostado a las doce de la mañana del domingo, de modo que llevaban durmiendo unas veinte horas seguidas y se sentía como si le hubiera pasado un tractor por encima. Eso no le impidió empezar a meterle la lengua en la oreja a Fabio, que gimió un poco y se dio la vuelta. Justo en ese instante se volvieron a oír unos sollozos amortiguados y después un grito, un lamento mate, seguido de griterío, palabrería y golpes metálicos, de cacharrería, pasos aquí y allá, persecuciones y carreras.
Miguel miró al techo. Era en el piso de arriba, donde vivía una familia obrera y tradicional con dos hijos en edad adolescente y una niña de siete años. "Joder, ¿qué coño estará pasando ahí?". Se encogió de hombros. "No es asunto mío", pensó. Esa familia nunca le trató especialmente bien, le miraban con suficiencia, a veces ni lo saludaban cuando se cruzaban en el portal. Cuando, hace años, cambió la puerta para colocar una de seguridad, como no le pidió permiso a la comunidad, el marido y ella bajaron a advertirle: