Cuando se iba a abandonar a su suerte, notó un empellón a su lado, pensó que la estaban atacando ya pero percibió un aire fresco, un olor que conocía bien y miró a su derecha: Toñi, con su peluca rojiza deshilachada, desnudo, con su pequeño y pellejudo pene pendular, estaba a su lado, agarrando al negro por debajo de las axilas, tirando hacia atrás de su corpachón. Cuando Toñi habló, su voz sonó rota, perentoria, llena de gallos estridentes.
—¡Vamos, niña, vamos, colabora que nos pillan!
Belén olvidó todo el cansancio y agarró de la ropa, del brazo izquierdo a Miguel y tiró con fuerza. Entre las dos el cuerpo del hombre se movió ligero, escapando por un centímetro de las manos voraces de los monstruos.
Belén miró atrás: la persiana a medio subir, la luz cálida del interior de la tienda, la salvación estaba a tan sólo tres metros…
Sólo a dos metros… Belén tiró con más fuerza y su pierna empezó a quejarse en ese momento. Relámpagos de dolor casi insoportable le subían por la espina dorsal en latigazos vibrantes. No hizo caso y tiró más fuerte del corpachón del negro que poco a poco recuperaba la movilidad en sus extremidades, ayudando a sus amigas con las piernas, pegando patadas al suelo para avanzar más deprisa.
Un metro… y la persiana estaba allí. Entreabierta, como la había dejado cuando salió dos minutos antes. Bueno, no entreabierta. Abierta casi del todo. Una suave, acogedora luz naranja surgía del fondo del comercio como una invitación, prometiendo seguridad y calor; lo mismo que si fuera el salón de su pequeña casa de pueblo en penumbra una tarde de invierno con la tele encendida y dibujos animados.
Sólo cuando estaban entrando en el establecimiento, cuando ya tenían medio cuerpo dentro, cuando estaban pegando patadas a las criaturas que querían entrar con ellos, Belén se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Había productos lácteos diseminados por el suelo, manchando con espuma blanca las cuidadas baldosas de cerámica.
Todo a partir de ese momento sucedió casi a cámara lenta y apenas sin sonido. Así al menos lo percibió Belén cuando vio a dos mujeres, una esbelta y otra gordita, ambas sin piel en la cara, con los sonrosados músculos faciales al descubierto, que miraban desde el fondo de la tienda cerca de la única luz encendida, la del despacho.
Belén de la impresión soltó a Miguel pero Toñi le pegó un último estirón y lo introdujo dentro del bazar. Toñi volvió su cara hacia Belén y abrió la boca con expresión feroz; Belén supuso que le gritaba por haber soltado al chico. Luego le vio saltar como una gacela por encima del cuerpo del negro, para bajar las persianas de la tienda y aislar afuera así a las criaturas, pero ya estaban demasiado cerca, extendían sus manos hacia ella, queriéndola tocar; Toñi sólo tuvo tiempo de cerrar la puerta de cristal, en la que se bamboleaba un cartel que decía "Abierto". Los monstruos se pegaron al cristal como lapas, casi chupándolo, tocándolo y golpeándolo con sus manos verdosas.
Belén vio cómo Miguel, se incorporaba despacio; estaba lleno de heridas y suciedad, su ropa destrozada, pero aún así —y la chica se quedó admirada de su fortaleza—, tenía energía para moverse. Toñi a su lado se alejaba de la puerta de cristal con expresión de horror sin poder dejar de mirar a esa gente agolpada en el escaparate, como compradores ansiosos de rebajas, deseosos por entrar.
Ambos dos, Miguel y Toñi, retrocedían de espaldas, se alejaban del escaparate hacia el interior de la tienda, sintiéndose a salvo entre las estanterías de productos inopinados.
Desde el fondo de esas estanterías, las dos mujeres sin piel en la cara avanzaban hacia Miguel y Toñi, enseñando la lengua entre una colección de dientes amarillentos.
Belén sintió una ola, un
tsunami
que surgía de su interior, cerca de su estómago, tras el esternón, en el pecho y la garganta. Gritó todo lo que pudo, aunque no oyó ningún sonido, y Miguel se dio la vuelta justo a tiempo de contener el avance de las dos mujeres.
Belén, tras el bocinazo, sintió que aún le quedaba algo en su interior, algo pesado y sombrío, y pugnó por expulsarlo. Así que se puso a vomitar. Sacó por la boca toda la papilla de lo que fuera que había comido esa tarde. No pudo ni quiso impedirlo y lo echó todo sobre la moderna baldosa de cerámica, junto a los productos lácteos derramados, y por enésima vez se puso a pensar en su novia y lo enfada que se pondría si…
Alzó la vista y entre el lagrimeo vio a Miguel que, con ambos brazos, hizo retroceder a las mujeres despellejadas mientras gritaba instrucciones. Toñi, como una exhalación, corría tienda adelante moviendo su despeluchada peluca, golpeando sus pies negros contra la baldosa, plac, plac, plac, Belén pensó: "Si yo pudiera tener esa energía…". Pero la fiebre le estaba subiendo, la pierna le palpitaba con dolor intenso y esa pesadez de estómago… Belén siguió vomitando un poco más. Esta vez sólo bilis. Por el rabillo del ojo acertó a ver a los monstruos en el exterior de la tienda que seguían golpeando los cristales como espectadores entusiastas.
Al fondo de la tienda vio a Toñi buscando en el armario de las herramientas, sacando algo que parecía una pistola o una taladradora. La enchufó a la pared. Vio a Miguel luchando contra las dos fieras que le mordían y que se revolvían como serpientes. Vio a Toñi acercándose lo más posible, apuntando a la cabeza de una de las mujeres esa enorme pistola. Vio el cable de la pistola, negro y recto como una línea divisoria en el aire. Vio a Toñi sacudir su cuerpo, zarandeado por la inercia del retroceso, al disparar. Vio a una de las mujeres desolladas caer a plomo. Vio a Miguel defenderse de los mordiscos de la otra a base de hostias con el puño cerrado y a Toñi hacer gestos a Miguel, señalar el cable de la taladradora o la pistola o lo que fuera aquello, "el cable es demasiado corto" parecía decir. Vio a Miguel atenazar el cuello de la mujer monstruo y acercar poco a poco su cabeza al arma de Toñi que estiraba del cable del arma cuanto podía. Vio por fin que la coronilla de la segunda mujer llegaba a tocar el extremo del arma. Volvió a notar el temblor brusco en la peluca de Toñi y esta vez vio también los clavos que surgieron del martillo neumático y que se clavaron en el cráneo podrido de la criatura, que cayó al suelo inerte.
Belén respiró aliviada. Sólo quería dormir después de aquello pero cuando echó un vistazo a la entrada de la tienda, vio que los espectadores habían roto los cristales y estaban entrando en tromba, tropezándose entre ellos, apelotonándose, casi relamiéndose.
—¡Están entrando! ¡Están entrando!
Miguel pasó junto a Belén que se había hecho un ovillo y la cogió en volandas, ligera como una pluma. Toñi, empuñando aún el martillo eléctrico, se envalentonó:
—¡Déjales que pasen, déjales! ¡Les voy a dar con esto, déjamelos a mí!
—¡Son demasiados, Toñi! ¡Ven, tenemos que salir! ¿Hay puerta trasera? ¿Hay una salida?
—Sólo está el baño sin ventanas del fondo. ¡Eso es una ratonera! —gritó Toñi, que, con sus tirabuzones acartonados, su desnudez andrógina y su expresión feroz empuñando la herramienta, parecía una Barbarella porno de saldo.
Los monstruos entraban en tromba, torpes y ávidos, saltando por el escaparate, arrancando la frágil puerta de sus goznes, clavándose en sus cuerpos mohosos los cristales de las ventanas. Miguel sabía que era imposible escapar por allí. Por suerte al intentar entrar todos a la vez, se amontonaban y atascaban, proporcionándole unos valiosos segundos. Con una semi inconsciente Belén a cuestas, se dirigió hacia el interior de la tienda pasando junto a Toñi.
—¡Vamos, al cuarto de baño!
—¡Que no hay salida!
—¡Coge la pistola neumática! ¡Y el macuto de las medicinas!
Toñi agarró la bolsa de la que cayeron algunas cajas de pastillas y se la colgó al hombro. Corrieron por el estrecho pasillo. Se metieron en el pequeño retrete en el instante en que la horda de seres putrefactos invadía la tienda con sus chillidos, resoplidos y berreas. Miguel dejó suavemente a Belén sobre el plato de ducha. Toñi fue a cerrar la puerta del baño pero Miguel extendió su mano hacia la travestí.
—¡No, no cierres! ¡Enchufa el martillo y dámelo!
Toñi, metió el enchufe de la máquina en una toma sobre el lavabo. Miguel le arrebató la herramienta y la blandió ante sí, dispuesto a recibir a los primeros de esos monstruos que ya se aproximaban por el pasillo. El espacio era tan estrecho que sólo podían llegar de uno en uno, chocándose unos con otros, entorpeciéndose y ralentizándose entre sí por el ansia ciega con la que avanzaban.
Miguel con el arma ante él, los brazos tensos, con fuerte dolor en los dedos rotos de su mano izquierda, esperando al primero de los monstruos, siguió dando instrucciones:
—¡Coge un ibuprofeno del macuto y dáselo a Belén, que le baje la fiebre, la necesitamos consciente!
Toñi se lo quedó mirando: la ropa rota y sucia, su musculoso cuerpo lleno de heridas abiertas por todos lados, rasponazos, rasgaduras, mordiscos… heridas, algunas cerradas y otras en carne viva. Cada vez se parecía más a uno de esos seres caníbales pero Miguel seguía siendo Miguel; aún no había perdido la consciencia, no se había vuelto loco, seguía lúcido y… humano.
—¿Cómo es posible? —le preguntó Toñi—. No tiene explicación.
—¿De qué hablas?
—Estás destrozado… y aún te mantienes en pie…
—¡Toñi! —Miguel le gritó sin contemplaciones—. ¡Necesito que atiendas a Belén!
En el mismo momento en que Toñi se abalanzaba sobre el macuto y sacaba una pastilla, el primero de los monstruos llegaba junto a la puerta del baño con la boca abierta y un grito de triunfo. Miguel disparó a su cabeza: un potente siseo de aire comprimido, una explosión de sangre y el monstruo cayó fulminado con un clavo alojado en su cráneo. Enseguida, tras el caído, surgieron dos nuevos seres sedientos de sangre avanzando por el estrecho pasillo: una mujer con globos de silicona en los pechos —uno de los cuales colgaba bamboleante y semitransparente unido por un pellejo rojizo a su cuerpo— y un adolescente huesudo sin brazos. Miguel, como en una especie de tiro al blanco apuntó a la cabeza de uno —¡¡¡FSSSAACHHH!!!—y al otro —¡¡¡ZZZZUUUUPP!!!—. Las dos criaturas cayeron al suelo sobre el cuerpo inerte del anterior atacante pero tras ellos el pasillo ya estaba atestado de muchos otros de esos seres gritones que se apelotonaban como en la boca del metro en hora punta. Miguel pensó por un instante que no había sido buena idea refugiarse allí, la riada de engendros parecía inagotable y ellos no tenían salida.
Mientras, Toñi tiró al suelo dos cepillos de dientes del interior de un sucio vaso de plástico, lo llenó de agua y, junto con la pastilla, lo aplicó a los labios de Belén. A ella, mareada, le costaba tragar.
—Vamos, cariño —dijo con toda la dulzura de la que fue capaz en esa situación.
Belén bebía agua a sorbitos, procurando engullir la pastilla atravesada en su garganta. Toñi miraba fijamente a la chica, vigilando que tragara la medicina y a la vez concentrada en los disparos de aire comprimido que oía tras ella: —¡¡¡FFFZZAAASSS!!! ¡¡¡TTSSSCAAAACCHH!!—, uno más… Y otro… Otro… Y otro… Y otro más… Y Toñi sabía que a cada tiro iban cayendo uno a uno los monstruos. No quiso pensar en cuántos eran, hordas, cientos, quizá miles… avanzando por el angosto pasillo, taponando la salida y cualquier forma de escapatoria. Toñi sintió un ahogo en la garganta, le faltaba el aire, y de nuevo esa sensación apremiante de salir corriendo, de huir, de evaporarse, de perder el control.
—¡Toñi!
El grito desesperado de Miguel le sacó de su ensoñación, le volvió a la realidad y evitó el ataque de ansiedad que estaba a punto de sufrir.
—¡Toñi! ¡Ayúdame! ¡No hay más clavos!
El martillo hidráulico emitía flojos suspiros, mientras Miguel apretaba el gatillo en vano. Toñi se acercó de un salto junto a su amigo.
—¿Qué hacemos? ¡No tenemos escapatoria! —gimió Toñi.
Toñi vio, en el umbral de la puerta del baño y extendidos en el inicio del pasillo, un amasijo de cuerpos amontonados —los atacantes abatidos con anterioridad, caídos unos encima de otros—, inertes, sanguinolentos y descompuestos, que actuaban como barrera de contención a los nuevos agresores que, para llegar al cuarto de baño, se arrastraban sobre ellos, los pisoteaban y apartaban en su empecinado avance.
—Ponte detrás de mí. ¡Que no te alcancen! ¡A mí ya no me importa!
Miguel contuvo la embestida de un nuevo monstruo: esta vez se trataba de uno de esos soldados vestidos de blanco que los atacaran el día anterior en la plaza Vázquez de Mella. ¿O fue la semana pasada? Toñi no estaba segura, había perdido completamente la noción del tiempo.
Miguel le golpeó en la cabeza con el martillo neumático, una y otra vez, lo más fuerte que pudo, pero el soldado no caía. Entonces Toñi se fijó en algo y se agachó. Colgando del cuello descompuesto y maloliente del militar, se bamboleaba su metralleta. Toñi agarró el arma, volvió el cañón hacia la cabeza del monstruo, de abajo a arriba y se la encajó en la parte inferior de la mandíbula. Antes de disparar no pudo evitar desahogarse:
—¡Estoy hasta el coño!
Y apretó el gatillo.
El techo del corredor quedó al instante salpicado de sesos y coágulos de sangre.
Mientras el monstruo se desplomaba sobre los cadáveres de sus compañeros formando una pirámide sanguinolenta, Toñi, con destreza inusitada, le deslizaba la correa del arma por la cabeza y se apoderaba de la metralleta limpiamente.
—¡Ahora sí que podemos salir! ¡Coge a Belén! —le ordenó a Miguel.
Y allí de pie ante la puerta del baño, con un estrecho pasillo ante ella cuajado de cadáveres aberrantes descompuestos, Toñi empezó a disparar como una Rambo travestida, una Ripley de extrarradio, una Aeon Flux maloliente y, pisando los cuerpos fríos y resbaladizos de los monstruos caídos, avanzó despacio hacia la salida.
Tras cargarse a unos cuantos monstruos más a lo largo del corredor, caminando sobre los cuerpos destrozados de los anteriores atacantes, Toñi llegó a la gran estancia de la tienda. Era un caos: las estanterías caídas, todos los cristales rotos, los alimentos diseminados por el suelo. Apenas quedaban dos caníbales más entrando torpones entre las repisas pasito a pasito, tambaleantes y gimientes. En vida habrían sido dos ancianos huesudos, sólo pellejo. Ahora parecían dos esqueletos errabundos. Toñi los apuntó a la cabeza pero Miguel le puso la mano en el hombro.